La atención y el cuidado que nacen de la escucha
Nuestro tiempo celebra con devoción el poder de los números, la precisión de los algoritmos, la neutralidad de las estadísticas. Se trata de una auténtica idolatría que tiende a confundir el cientificismo con una nueva forma de religión.
La creencia que la sustenta es la de la traducción exhaustiva de la vida en un formulario anónimo: las experiencias emocionales se convierten en gráficos, los cuerpos en funciones, los deseos en reflejos condicionados, el pensamiento en inteligencia artificial. Incluso cada parte del ser humano puede medirse, calcularse, trazarse.
Pero en esta nueva idolatría se ha perdido la dimensión humana de la ‘cura’, que no puede identificarse con un procedimiento anónimo, ya que es ante todo un acto simbólico que reconoce el carácter insustituible de cada singularidad.
Cuidar no significa corregir un mal funcionamiento o normalizar una irregularidad, sino escuchar a un sujeto, reconocer su nombre propio y su historia.
En esto, la práctica de la acogida a la persona significa ante todo dar espacio a su palabra. Cuando, en cambio, tantas formas de relación de ayuda parecen eliminar esta actitud para transformarse fatalmente en un ejercicio de poder.
Y cuando esto ocurre, el carácter impersonal de una determinada perspectiva burocrática prevalece sobre el reconocimiento de la singularidad de la persona, que se convierte necesariamente en un número de expediente, un código fiscal, un caso.
El encuentro que es la base, por ejemplo de todo acto de curación, se reduce así a una transacción: prestación y recibo, síntoma y solución, pregunta y algoritmo. Es aquí donde la negligencia encuentra su terreno más fértil: el nombre propio es sustituido por el anonimato del número.
La negligencia, de hecho, no es tanto la ausencia de atención, sino su deformación impersonal. Es una atención que ha borrado el rostro del otro junto con su palabra, que impone protocolos y procedimientos estándar en lugar de hacerse cargo de la subjetividad de la persona.
Lo que prevalece de forma unidireccional es la lógica anónima del algoritmo —una lógica sin nombre, sin rostro, sin historia— que suprime los rasgos singulares que hacen única la historia de la persona.
Desde este punto de vista, «cuidar» significa —en la relación uno a uno— reconocer ante todo la imposibilidad de comprimir el nombre propio en un número. Se trata de un gesto de resistencia contra la tendencia hegemónica de nuestro tiempo a disolver lo singular en lo colectivo, a borrar el rostro detrás de la pantalla, a reducir el sufrimiento a un dato estadístico.
En otras palabras, esta hegemonía señala el predominio deformado del código de la eficiencia, de la impersonalidad, de la especialización, de la técnica.
El cuidado evoca, de hecho, la figura de la madre, que constituye el eje simbólico de todo acto de cuidado. Es la madre quien muestra que cada hijo es único. En este sentido, el amor maternal excluye por principio toda forma de serialidad. Si cada hijo es único a sus ojos, no lo es en el orden numérico, sino solo en su existencia incomparable.
El código materno en una relación de cuidado, por ejemplo en una familia, es aquel código que protege el carácter particular de cada cuidado. La preocupación materna primaria es precisamente el impulso de la madre de proteger la vida singular del hijo, de sostenerla, de custodiarla, de no dejarla caer nunca en el anonimato.
Una madre suficientemente buena es aquella que no se limita a satisfacer las necesidades primarias de su hijo ofreciéndole su pecho o su regazo, ya que sabe bien que el deseo humano no se alimenta solo de objetos, sino sobre todo de signos, de aquellos signos que reconocen el carácter insustituible del sujeto.
Desde este punto de vista, la activación del código materno es lo que humaniza la atención y los cuidados, porque la lógica que los inspira no es la de la eficiencia, sino la de la atención y el cuidado singulares.
Es la mirada que llama por su nombre, que reconoce la fragilidad sin juzgarla, que acoge la dependencia de los más frágiles e indefensos como condición constitutiva de la existencia.
Es en este código donde seguramente nuestras instituciones deberían inspirarse para traducir el cuidado en responsabilidad pública. Pero es precisamente en este nivel donde hoy se manifiesta la fractura más profunda.
Las instituciones creadas para humanizar la vida corren el riesgo de convertirse en espacios de anonimato administrado, donde la relación viva es sustituida por el formulario y la palabra por el protocolo.
Tomemos el ejemplo de la tramitación del empadronamiento de una familia subsahariana en un Ayuntamiento. A menudo todo se reduce a un protocolo burocrático que mide, evalúa, clasifica y… excluye.
Se trata de una deshumanización silenciosa que tiende a desactivar el código materno. El médico elabora informes, el profesor rellena cuadrículas, el psicólogo actualiza plataformas digitales, …, el funcionario sigue el protocolo.
De este modo, se corre el riesgo de verse arrastrado a un torbellino burocrático que, aunque garantiza la vigilancia y el control, genera de hecho una distancia inhumana. ¿No deberíamos recordar que cada gesto de atención y de cuidado es, ante todo, un acto de reconocimiento?
En los Evangelios, Jesús nunca cura «en general», porque cada curación es el resultado de un encuentro singular. Él llama por su nombre, mira a los ojos, toca las heridas. La humanización de la atención y del cuidado nace de este contacto, de esta proximidad, de esta resistencia que ningún algoritmo podrá sustituir.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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