sábado, 18 de octubre de 2025

La gramática de la ortodoxia de la fe: la compasión afectiva y efectiva - San Mateo 25, 31-46 -.

La gramática de la ortodoxia de la fe: la compasión afectiva y efectiva - San Mateo 25, 31-46 - 

La página evangélica está constituida por el extraordinario fresco del juicio universal que San Mateo pinta con su pluma (Mt 25,31-46). 

No se trata de una parábola, sino de una grandiosa visión del juicio final. En el centro está el Hijo del Hombre, descrito como juez escatológico, sentado en el tribunal ante el que se presentan «todas las naciones» (Mt 25,32), es decir, la totalidad de los pueblos de la tierra: Israel y las naciones. 

Construida a partir de imágenes del Primer Testamento (Dn 7,13-14; Zc 14,5), la escena es escatológica: el Hijo del Hombre, asistido por sus ángeles, llevará a cabo el juicio mediante una separación. 

Al igual que en otras ocasiones, el juicio final se expresa con la imagen de la separación del trigo de la cizaña (Mt 13,24-30.36-43) y de los peces buenos de los malos (Mt 13,47-50). 

Se trata de una visión en la que Jesucristo aparece como Rey y Juez de toda la humanidad. Y el juicio universal será también un juicio muy personal, de cada uno. Separará, como especifica el texto, «unos de otros». Y tal vez, separa dentro de cada hombre. La universalidad y la totalidad no solo se refieren a la extensión, sino también a la profundidad que alcanza el corazón humano: se trata del juicio de todos los hombres, pero también de todo el hombre. 

Llama la atención que la grandiosa visión que abarca a toda la humanidad vaya acompañada de la mirada puesta en cada uno y, en particular, en aquellas personas que normalmente son las más invisibles: los pobres, los enfermos, los presos, los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los desnudos... No es casualidad que el texto los llame «los más pequeños». 

Esta lógica es la del todo en el fragmento. 

La caridad hacia los necesitados, el gesto de compartir, tan sencillo, humano, cotidiano, al alcance de todos, creyentes y no creyentes, se convierte en lo que se juzga en el juicio final. 

La página de San Mateo nos pone ante la mirada de Jesucristo, que ve lo que los humanos no ven o les cuesta ver. Y esta mirada no solo da relevancia a los invisibles de la historia, que a menudo son también los que no tienen voz, sino que también desconcierta a los destinatarios del juicio, que se quedan todos sorprendidos al recibir la revelación de lo que han hecho o no han hecho. 

Tanto los benditos como los malditos dicen: «¿Cuándo te hemos visto hambriento o enfermo y te hemos atendido o no?». Y así, la mirada del Juez escatológico nos interpela también a nosotros sobre la mirada y el juicio que tenemos sobre los demás. 

El juicio del Hijo del Hombre juzga el tipo de mirada que tenemos sobre los pobres y los necesitados. Juzga nuestro juzgar al otro: ese juicio con el que sentenciamos que el preso es alguien que ha recibido lo que se merece, el extranjero es alguien que perturba nuestra tranquilidad, el enfermo es alguien que expía sus pecados, el pobre es alguien que podría trabajar más... 

El juicio divino juzga nuestro cerrar el corazón a quien está en necesidad (cf. 1Jn 3,17). Juzga nuestra mirada que ve en el otro a un culpable y no a una víctima. La mirada que Jesús siempre tuvo en sus encuentros con tantas personas a lo largo de su vida siempre vio el sufrimiento de los seres humanos mucho más y mucho antes que su pecado. 

La universalidad del juicio también se desprende del hecho de que se basa en la evaluación de gestos humanos, muy humanos, realizados (o no realizados) por creyentes y no creyentes. 

Los simples gestos de ayuda, caridad y cercanía expresados en Mt 25,31-46 (dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar al preso y al enfermo, acoger al extranjero) constituyen una especie de gramática elemental de la relación humana con el otro. 

Una gramática sin la cual nunca se podrá componer una frase verdaderamente cristiana. El rostro suplicante del otro me interpela: el hombre es aquel que responde por otro hombre. 

Si el juicio se basa en la tradición bien conocida en el mundo judío de las «obras de misericordia» (tradición que veía en ellas una imitatio Dei, un hacer a los demás lo que Dios mismo ha hecho por el hombre), aquí la novedad consiste en que el Juez se identifica con los destinatarios de las acciones misericordiosas: «Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». 

Si todos se sienten desconcertados y sorprendidos por las palabras del Juez escatológico («¿Cuándo te hemos visto...?»), debemos señalar que la sorpresa de los benditos y la de los malditos es muy diferente: hay una bendita ignorancia del bien que se hace y hay una nefasta ignorancia del mal que se hace (o del bien que no se hace). 

Y, de hecho, esta página evangélica pone el acento en la dimensión más extendida de nuestro pecado: la omisión. 

¿Quién puede escapar a la omisión? ¿Quién puede afirmar con absoluta certeza que ha hecho realmente todo lo que estaba en su mano ante una determinada situación de necesidad? 

Tampoco vale decir que no hemos visto: nuestros ojos se cierran ante las visiones de los que sufren y nuestros oídos se cierran ante los que intentan expresar su dolor. Tememos el contagio. 

¿De dónde sacar entonces la fuerza para soportar el peso de la necesidad ajena y no dejarnos aplastar por ella, como también puede ocurrir? Porque también hay una forma de ayudar sin discernimiento y de amar sin inteligencia. Una indicación nos la da el Eclesiástico: «A partir de ti comprendes los deseos de tu prójimo» (Sir 31,15). 

Nuestro deseo puede enseñarnos cómo hacer el bien a los demás: el deseo del bien que nos gustaría recibir y conocer nos puede decir algo sobre los demás y sus necesidades. Jesús dice: «Todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos» (Mt 7,12). Y al amar al otro, también amaré al Señor. 

«El amor a Dios, escribe Gustavo Gutiérrez, no puede expresarse más que en el amor al prójimo». 

En los ejemplos de ayuda y cercanía enumerados en el texto evangélico hay un aspecto que a menudo se pasa por alto en la reflexión: la actitud de dejarse ayudar, de dejarse acercar, tocar, cuidar, servir. La capacidad y la humildad de dejarse amar de manera efectiva. Una capacidad que revela una dimensión de pobreza más radical que la enfermedad, el hambre o la desnudez, y que se llama humildad. 

La humildad que puede nacer de las humillaciones infligidas por la vida o provocadas por los hombres. Y dejarse amar de manera efectiva significa dejarse tocar, confiar el propio cuerpo enfermo, hambriento o desnudo al cuidado de otro. 

Al fin y al cabo, la caridad es atención y solicitud por el cuerpo del otro. Y como el cuerpo es la realidad humana más espiritual, es a través del contacto con el cuerpo herido, deficiente, sufriente, necesitado, como recreamos las condiciones de dignidad del hombre herido, ofendido e injuriado por la vida. Al mismo tiempo, afirmamos nuestra dignidad humana personal al cuidar de él. 

Pero también quien se deja acercar tan íntimamente como para exponerse en su necesidad a la caridad activa de las manos y el corazón de los demás, atreviéndose a mostrar su pobreza, realiza una apertura esencial al otro y al ser amado. 

Y así se produce un intercambio de dones, un encuentro entre dos pobrezas, la reciprocidad de un movimiento de amor que, sí, es efectivamente un milagro. Un milagro que puede ocurrir a diario. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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