La paz de la fuerza: o lo tomas o lo dejas
No podemos dejar de compartir una dosis de esperanza por
la tregua alcanzada en Palestina. Pero, dado que ese difícil camino de la paz aún
se encuentra en una fase embrionaria, hay que reconocer que, tal y como está y
a pesar de las grandilocuentes declaraciones, sigue siendo una tregua que
tiembla como una brizna de hierba al viento. Esta preocupación es también el estado
de ánimo de trepidante espera. Que, precisamente para no desvirtuar el nombre
de la paz, necesita arraigarse en la conciencia de lo que sirve para una paz
verdadera.
El sentir de cierta derecha local, y occidental en general, quizá hasta se resume en una afirmación denominada de sentido común, que se oye circular: “la diplomacia no se hace en un velero porque para ayudar a los niños de Gaza no hacen falta regatas”. Se necesitan acuerdos diplomáticos, por supuesto, y la voluntad de los Estados.
Pero, dicho lo cual, ¿cuándo se decidió actuar la diplomacia o, mejor dicho, la política? Solo cuando la opinión mundial se enfrentó crudamente a la masacre de un pueblo gracias a una serie de gestos, carentes de poder efectivo pero simbólicamente evocadores y provocadores. Porque la política actual, por desgracia, solo se mueve cuando teme perder el consenso.
La operación Flotilla se inscribe en el marco de esos movimientos de masas que han llenado las plazas de una parte del mundo y han desenmascarado el escándalo de la inercia. Solo entonces el poder latente de la política se ha dado cuenta de que corría el riesgo de pagar el precio de la falta de consenso popular. El mismo Donald Trump, que estaba militarizando muchas ciudades estadounidenses en revuelta, tuvo que crearse una imagen pacífica hacia el exterior.
Estas operaciones de despertar han revelado una guerra civil interna en Occidente. Porque las manos levantadas de los activistas mantienen firme la fuerza no violenta del derecho, al igual que la arrogancia de Benjamin Netanyahu y Donald Trump manifiesta una fuerza que está íntimamente convencida de que solo la violencia y no la ley pueden establecer el orden.
Y de ahí surgió el plan de «paz» propuesto por Donald Trump: o lo tomas o lo dejas. Se ha dicho acertadamente que era un plan inaceptable al que, sin embargo, no se podía decir que no. De lo contrario, se habría desatado el infierno.
Prácticamente un chantaje, cuyo único elemento de credibilidad parece ser la fuerza del tirano frente a la debilidad del condenado a muerte. En realidad, se trata de un plan personalista y narcisista que pasa por alto las relaciones internacionales y no acepta la construcción mediante el diálogo, sino mediante una exhibición de fuerza que cae desde arriba.
Y el mundo político del poder se regocija. Aunque en ese acuerdo que pretende ser «eterno» destacan algunas lagunas fundamentales. Aún no está claro si Israel reconocerá al Estado de Palestina y cómo lo hará, ni qué autoridad representativa debería presidirlo y gestionarlo, dado que Hamás es rechazado como terrorista y la ANP (Autoridad Nacional Palestina) cuenta actualmente con una clase política desacreditada y no representativa del territorio.
Aún no se sabe si Hamás será liquidado o si, aunque debiera ser destruido, persistirá, y dónde y en qué forma. Se desconoce la futura estructura de Cisjordania, donde se está librando una guerra interna para eliminar a los palestinos por parte de los colonos y del ejército. Tampoco se sabe qué entidades entrarán en juego para gestionar el acuerdo, dado que la ONU, la Cruz Roja y otras organizaciones independientes son organismos que Netanyahu denuncia como cómplices de Hamás.
En definitiva, se trata de un acuerdo firmado por
garantes externos, no por las partes en conflicto. Y lo avalan los Estados más
ricos del mundo, como si la riqueza, elogiada por Donald Trump en repetidas
ocasiones, con una vulgaridad de tomo y lomo, en su discurso oficial, fuera
garantía de equidad y justicia para los pobres a quienes se les hace vislumbrar.
Pero precisamente de este aspecto de la fuerza, que nos hace dudar de la autenticidad de esa «paz», deriva la simpatía que la actual derecha fuerte siente por Donald Trump y por el Israel de hoy. Sin embargo, son las mismas derechas a las que históricamente les ha gustado el nazifascismo que eliminaba a los judíos. Pero, si lo miramos bien, las dos simpatías antitéticas proceden de la misma fuente: la visión de la política como ejercicio de la fuerza.
Antiguamente, el fuerte era el nazifascista y el débil era el judío, y las derechas apoyaban al primero. Ahora el fuerte es el judío y el débil es el palestino; y la derecha siempre se pone del lado del fuerte, ahora el judío. En ambos casos, porque aman la ley de la fuerza y no la fuerza, a menudo indefensa, de la ley.
De esto estamos hasta bastante seguros: no les interesa el Israel de la historia, pueblo errante por el mundo - este parece ser el significado etimológico de judío - y fundado en elevados valores religiosos trascendentes, sino el Israel poderoso ubicado en un Estado fuerte en un tablero de ajedrez económicamente delicado y, mejor aún, avanzada oriental del poderoso lobby económico judío.
El que, con el capitalismo occidental, puede mirar tranquilamente a la Franja de Gaza como a una futura Las Vegas, sacrílegamente ajena a la historia tanto de los palestinos como del Israel de la Alianza. No es casualidad que Donald Trump invierta como reconstructor en Tony Blair (fundador del «Tony Blair Institute for Global Change»), un personaje con una gran vocación empresarial, mucho más que personalista.
Existe, por tanto, el riesgo real de que el rostro de la «paz» que avanza tenga los rasgos de una «paz» impuesta por la voluntad de poder y la pasión por los negocios. Y por esta «paz», Donald Trump se otorgaba a sí mismo el premio Nobel. Ese Donald Trump que, en su discurso ante el Parlamento israelí (Knesset) el día de la firma del tratado de paz, no se avergonzaba de decir: «Netanyahu me pedía todos los días armas potentes [...] y yo se las daba... y él las utilizaba bien». ¡Nobel de la Paz!
Sin embargo, su petición no carecía de fundamento, porque a menudo, en el mundo actual, lamentablemente, la paz se consigue de esta manera. Quizás sea esa paz que algunos escritores cristianos llamaban la paz de Babilonia, una paz forzada y no del todo justa, pero que, en cualquier caso, participa, aunque sea parcialmente, de la fuerza de la paz auténtica, ya que, al menos, pone fin al sufrimiento de sangre y carne. Y de esta liberación material, también el espíritu obtiene alegría y beneficio. Esto, más bien, parece esta «paz» trumpiana.
Pero hay que saber que no solo no es una paz perfecta - como casi todas las paces de la historia -, sino que aún no ha sido aceptada formalmente por los contendientes, y sigue estando en peligro y siempre inestable. Porque es una «paz» que cae de improviso sobre odios aún calientes.
Ya el Papa Benedicto XV, en su mensaje del 28 de julio de 1915 a los futuros vencedores de la Gran Guerra, decía: «Las naciones no mueren; humilladas y oprimidas, soportan con furor el yugo que se les impone, preparando la revancha y transmitiendo de generación en generación una triste herencia de odio y venganza».
Esa venganza que clamaron los judíos muertos el 7 de octubre de 2023 y que, entonces y ahora, claman con voces multiplicadas los palestinos muertos en Gaza; y esa venganza que, antes aún y también hoy, claman los palestinos muertos en Cisjordania. ¿Bastará un tratado impuesto para acallarla?
Sin embargo, por ahora nos alegramos de esta tregua o alto el fuego, de esta «paz» aunque sea imperfecta. Ojalá sea incoativa, es decir, inicie un camino no hacia una normalización ‘quae ante’, es decir, que devuelva la situación anterior al conflicto, sino hacia una convivencia sobre nuevas bases. Y no es nada seguro que esto vaya a suceder.
Este camino será inevitablemente duro y lento para dos pueblos obstinados y resentidos, y solo podrá verse favorecido por reconocimientos espirituales, no por proyectos de riqueza de países de ensueño, imaginados por una paz de ricos, que finge que todo se compra con dinero y que basta con eliminar los epifenómenos de la guerra sin erradicar sus causas.
Tampoco se necesitarán jueces equidistantes, sino amigos equidistantes de ambos: por lo tanto, será necesario que nuestro Occidente extraiga de su cultura el gusto por la alteridad. Y será conveniente tener como referencia el sentir de los pueblos que han sufrido más que los intereses de los gobernantes que los han hecho sufrir.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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