lunes, 13 de octubre de 2025

La Eucaristía de la Vida.

La Eucaristía de la Vida

La Eucaristía es vida. Esto es lo que se desprende cuando leemos los Evangelios: ellos irradian vida

Y, sin embargo, los ritos que celebran nuestras eucaristías a menudo no irradian vida, porque están cubiertos, ahogados, sofocados por normas litúrgicas, objetos inútiles, ritualismos obsoletos, que oscurecen el mensaje vital de Jesús. 

Reflexionar, entonces, sobre el sentido de la Eucaristía, y sin hacer referencia a una tradición obsoleta que el clima cultural poscristiano ha relegado definitivamente al baúl de los recuerdos para contemplar sin demasiada nostalgia, puede ayudar a la comunidad cristiana a redescubrir ese tesoro de amor que Jesús escondió en las palabras de la Última Cena. 

Hay vida en el Evangelio, vida auténtica, pero que durante demasiado tiempo ha sido secuestrada por ritos religiosos que no siempre se corresponden con las intuiciones del Maestro. Es necesario, entonces, emprender un camino de revelación de lo auténtico que es, al mismo tiempo, un camino de redescubrimiento de lo que ha sido cubierto, ocultado. 

Este camino no lo podemos recorrer solos. Sin duda, en la vida espiritual hay una dimensión personal que es importante. En cuanto a la Eucaristía, en cambio, la dimensión comunitaria es fundamental. 

Durante la Última Cena, Jesús habló a un grupo de personas que no estaban allí por casualidad, sino que provenían de un camino, de una respuesta a una llamada acogida. Es posible captar el valor del tesoro contenido en los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena si nos mueve el deseo de conocerlo, de estar con Él y de compartir esta experiencia con los hermanos y hermanas que están en el mismo camino. 

Podemos captar la profundidad del mensaje de Jesús cuando aceptamos su invitación a salir de la soledad de nuestro egoísmo, para caminar tras Él, para vivir como hermanos y hermanas, para formar comunidad. 

Estamos tan acostumbrados a pensar en la Eucaristía como un momento personal de nuestra vida espiritual, que nos cuesta percibirla en su dimensión original de comunión entre hermanos y hermanas. 

Y, sin embargo, éste es su origen: el contexto original en el que tuvo lugar la Última Cena es una relación de amistad que Jesús quiso, antes de morir, con aquellos que habían aceptado su invitación y habían caminado con Él por los caminos de Palestina. 

Es difícil creer que no estuvieran presentes en ese contexto tan fuerte desde el punto de vista emocional, incluso aquellas mujeres que lo habían seguido durante todo su camino hacia Jerusalén. 

Escuchar las palabras de Jesús en este contexto poscristiano debe significar también romper el yugo de la cultura patriarcal que en repetidas ocasiones ha deformado el mensaje de igualdad de Jesús. 

La Eucaristía es esperanza. En las palabras que Jesús pronunció en la Última Cena, en sus gestos, hay una mirada profunda al futuro de la historia. 

Durante su camino hacia Jerusalén, Jesús nunca creyó que su muerte pudiera significar el fin de su mensaje de vida nueva. Hay esperanza en las palabras de Jesús, porque hay confianza en el hombre y en la mujer, en su posibilidad de dejarse transformar por sus palabras de amor llenas de vida. 

Esta es la gran fuerza de Jesús: no tuvo miedo de confiar la continuidad de su mensaje de vida nueva a un grupo de personas que, como nosotros, eran frágiles, temerosas, incapaces de comprender lo que el Maestro quería decir. 

Jesús no tuvo dificultad en entregarles esas palabras verdaderas y profundas, pronunciadas en la Última Cena, porque su mirada se dirigía lejos, no se detenía en el presente de la historia, no consideraba definitiva la debilidad humana de sus discípulos

Jesús creía en ellos, a pesar de todo. Su gran confianza en la bondad de su mensaje le llevó a no considerar un impedimento la traición de Judas, la negación de Pedro, el abandono de los demás. 

La Eucaristía nos transmite esta mirada penetrante de misericordia, capaz de ir más allá de las apariencias, de las mezquindades consumadas en el presente de la historia. 

Aceptar alimentarse de Él significa convertirse en portadores de esta mirada en el mundo, que no se detiene ante nada, que logra penetrar los fracasos humanos para vislumbrar posibilidades.

Acoger al Señor de la historia, creer en su Palabra llena de esperanza, significa haber comprendido que la comunidad que Él fundó no está formada por los mejores, o por aquellos que se presumen tales, sino por todos y todas. 

La Eucaristía es el primer principio profundo de igualdad que alguien, en nuestro caso el Maestro, ha plantado en la historia para siempre. Está ahí, al alcance de todos y todas. Basta con desearlo. Basta con ponerse en camino. Ese camino que nace de la conciencia de ser poca cosa y de que ni todo el oro del mundo puede darnos una pizca de dignidad. 

Hay ternura en la Eucaristía. Es una mirada tierna la que emana de ese cuerpo quebrantado en la cruz que, antes de ser el símbolo de un sacrificio, es el mayor himno de amor que un ser humano ha sabido pronunciar. 

Ciertamente ha habido otros, pero nunca se ha visto un amor así. Hay mucho amor en ese madero ensangrentado. Nos cuesta verlo, comprenderlo, porque nuestros ojos están nublados por liturgias que, en lugar de celebrar el misterio de la vida tal y como fue, lo han revestido de adornos, encajes y oros. 

Hemos vestido con ropas doradas precisamente a Él, el Señor de la historia y de la vida, que se había despojado de esas ropas, símbolo de nobleza, para revestirse de las humildes vestiduras de los pobres. Y no solo eso. 

Nos cuesta ver en la madera ensangrentada de la cruz el inmenso amor de Jesús, porque se ha malinterpretado, se ha visto como un sacrificio. 

Es cierto que al leer los textos también se encuentra esta interpretación sacrificial, pero distorsiona lo que fue el gesto libre de Jesús, una elección de amor, un don para que todos y todas puedan acceder y acoger hasta el fin de los tiempos. 

También en la Última Cena, tal y como nos la ha transmitido el Evangelista San Juan, Jesús depositó las vestiduras, se ciñó una toalla y lavó los pies a los discípulos. Estas son las vestiduras sagradas con las que estamos llamados a revestirnos cuando participamos en la Eucaristía, las vestiduras del servicio a los pobres, de la atención a los últimos. 

Generaciones de mujeres y hombres han asistido pasivamente a los ritos que deberían haber celebrado al Señor de la vida, pero esa nueva vida permanecía sepultada bajo el peso de las vestiduras suntuosas y los encajes dorados. 

Hay esperanza en este mundo poscristiano porque nos permite atrevernos a hacer cosas nuevas, abrir los textos sagrados con la curiosidad de un niño, la curiosidad de leer las palabras sagradas y quedar deslumbrados por ellas. 

Lo que se considera un período de crisis histórica puede convertirse en una gran oportunidad para todos aquellos que, al leer el Evangelio, ven la luz, un camino de esperanza. 

Bienvenida, pues, la poscristiandad, que está barriendo rápidamente siglos de revestimientos sacros que nos han facilitado siempre captar el Misterio y que ahora permite un nuevo encuentro o, al menos, la posibilidad de que este encuentro se filtre lo menos posible. 

Se percibe el sufrimiento de todos y todas aquellos que durante siglos creyeron que el mensaje de Jesús era precisamente el que se les contaba, hecho de ritos, procesiones y liturgias gestionadas únicamente por los hombres. 

Cuánto sufrimiento en esas personas que, al leer por primera vez el Evangelio, se han dado cuenta de que el mensaje de Jesús es otra cosa, no se trata de ritos, sino de una forma de vida, no hecha de oro y encajes, sino de sencillez y atención a los más débiles. 

Qué asombro debe causar en quienes se acercan por primera vez al Evangelio y descubren que la Eucaristía no es una cuestión de palabras bien dichas, sino de amor, de lavarse los pies unos a otros. 

Bienvenida sea, pues, la era poscristiana que nos permite centrarnos en lo esencial y dejar de lado la forma. 

Hablar de la Eucaristía en el mundo occidental no es una tarea fácil. Hay una estratificación secular de ritos, de visiones sacras y, sobre todo, de lecturas devocionales que han reducido el mensaje original, modificado en algunos aspectos y, en mi opinión, incluso desfigurado. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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