La prudencia en un mundo desordenado
Hace ya varios años que el mundo vive en un estado de profundo desorden.
Es como si el mundo hubiera entrado en una fase entrópica: el orden ya no se regenera espontáneamente, las conexiones se multiplican pero no producen cohesión, y las sociedades oscilan entre el miedo y la confusión.
En este clima, no es de extrañar que la seguridad aparezca como el valor absoluto de nuestro tiempo: seguridad sanitaria, energética, digital, militar, financiera, ... Se multiplican las demandas de protección, los dispositivos de vigilancia, las vallas físicas y simbólicas. Cada amenaza, real o percibida, se convierte en un argumento para restringir los espacios de libertad, justificar el control y consolidar el poder.
La lógica de la seguridad se basa en el miedo al otro y en la idea de que el desorden solo puede neutralizarse levantando barreras o reforzando los ejércitos. Pero al hacerlo, lo que se consigue no es la paz, sino una condición de suspensión permanente: un equilibrio estático y defensivo que congela la vida en lugar de permitir que se regenere.
La seguridad, entendida como la eliminación del riesgo, conlleva de hecho una renuncia a la acción. Si cada paso puede ser peligroso, la respuesta más obvia es no moverse en absoluto. Pero una sociedad que no actúa, que solo vive para protegerse, está destinada a implosionar.
La acción, como recordaba Hannah Arendt, es la dimensión constitutiva del ser humano: abre el mundo, lo renueva, lo hace existir en el tiempo.
Cuando la acción es sustituida por la mera reacción, la historia se detiene y se produce la parálisis.
Por eso la búsqueda obsesiva de la seguridad, por comprensible que sea, acaba alimentando precisamente ese desorden del que quiere defenderse: porque inmoviliza las energías vitales, apaga el deseo, borra la confianza.
En realidad, lo que realmente necesitamos es prudencia, una palabra antigua, a menudo malinterpretada, que indica una virtud muy diferente de la cautela o el miedo.
La prudencia (del latín prudentia, derivada de providere, es decir, «ver antes») no consiste en retirarse, sino en saber actuar teniendo en cuenta la complejidad. Es la capacidad de discernir, de evaluar las consecuencias, de sopesar los diferentes factores en juego sin reducirlos a uno solo.
Aristóteles la consideraba la virtud práctica por excelencia, la que permite traducir los principios éticos en acciones concretas, en situaciones inciertas y cambiantes.
La prudencia, por lo tanto, es un saber actuar, una inteligencia encarnada, que reconoce los límites y las posibilidades de lo real.
A diferencia de la seguridad, que busca abolir el riesgo, la prudencia lo asume conscientemente. No niega la incertidumbre del mundo, sino que aprende a navegar por ella. Es la virtud de quien no se deja paralizar por el miedo, pero tampoco se engaña pensando que puede dominarlo todo con la técnica o la fuerza.
La prudencia no es la virtud de los fuertes, sino de los sabios: de quienes comprenden que la vida es frágil y, precisamente por eso, debe protegerse, no encerrarse. Significa moverse por el mundo con atención, pero también con confianza; reconocer los peligros, pero no renunciar al futuro.
Hoy, en una época dominada por algoritmos que calculan todas las probabilidades y por poderes que prometen protección total, redescubrir la prudencia es un acto político y espiritual a la vez.
Es reconocer que el futuro no se construye evitando los choques, sino afrontándolos con discernimiento. La idea de seguridad tiende a fijar el presente; la prudencia, por el contrario, abre el camino a un futuro que aún no existe.
Quien es prudente no se limita a reaccionar: imagina, prevé, orienta. Es capaz de tomar decisiones que no se basan solo en el cálculo, sino también en la mesura, el equilibrio y el respeto por la complejidad de la vida.
En este sentido, la prudencia es la virtud de la generatividad: de quien sabe que cada elección conlleva un riesgo, pero también la posibilidad de dar vida a lo nuevo.
Una sociedad prudente no es una sociedad cerrada en sí misma, sino una sociedad que aprende a cuidar su propio camino, a pensar en las consecuencias de sus acciones, a entrelazar la libertad con la responsabilidad. Donde la seguridad inmoviliza, la prudencia pone en marcha; donde la seguridad cierra, la prudencia abre.
La historia nos muestra que los momentos de gran transformación, como el que estamos viviendo, requieren precisamente esta virtud.
En el desorden global no se necesitan nuevos muros ni una carrera armamentística, sino nuevas formas de discernimiento: la capacidad de reconocer lo que vale, de distinguir lo esencial de lo superfluo, de componer las diferencias en lugar de borrarlas. La prudencia significa, en el fondo, dar espacio a la inteligencia del límite, contra la ilusión de la omnipotencia.
Es la virtud que permite habitar el mundo sin destruirlo, actuar sin devastar, elegir sin temer.
Hoy, no sé si más o menos que nunca, también necesitamos una prudencia capaz de convertirse en cultura colectiva. En las instituciones, en la política, en la economía, en la vida cotidiana.
Una prudencia que no sea solo individual, sino civil, compartida: que ayude a mantener juntas la libertad y la responsabilidad, la innovación y la custodia, la seguridad y la apertura. Solo así podremos salir del desorden, no refugiándonos en el control, sino recuperando el sentido de la acción humana.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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