¿Parroquias en crisis? ¿No nos tendremos que re-inventar?
Me preguntas qué pienso sobre la parroquia. Y te confieso que cada vez me cuesta más hablar de ella porque tengo la sensación de que ya hemos hablado mucho de la parroquia y que todavía no ha cambiado (casi) nada.
Así que permíteme decirte, con un poco de ternura, que eres realmente «tremendo»: porque sabes muy bien que, al hacerme esta pregunta, abres una compuerta en mí. Y cuando se abre la compuerta, no se puede controlar el agua: solo queda dejarla fluir.
Si quisiera retener un poco el flujo, para no dispersarlo en una inundación estéril, sino dejar que se convierta en una irrigación fecunda, bastaría con volver a algunos pasajes de la Evangelii Gaudium del Papa Francisco: textos muy citados, pero nunca realmente puestos en práctica. Precisamente por eso, esta vez tampoco los citaré.
No controlaré la medida. Te responderé con parábolas, como hizo Jesús cuando decidió cambiar de registro y hablar veladamente a sus discípulos. Y ya me parece oír su misma objeción: «¿Por qué hablas en parábolas?». Sabemos bien cuál fue la respuesta, cuando Jesús remitió a las palabras del profeta Isaías.
Soy presbítero desde hace treinta y tres años. He atravesado diferentes épocas, desde aquel viento de Nueva Pentecostés que sopló en el Concilio Vaticano II y que respiré en mi formación. Hoy, con respecto a aquel acontecimiento planetario, nos encontramos en otra era: más árida, más cansada, más apagada.
Cuántas veces hemos hablado de la parroquia: en los consejos de pastoral, en las asambleas, … Al principio lo hacíamos con la frescura que venía del Concilio Vaticano II; luego con el largo trabajo de reflexión en nuestras realidades eclesiales. ¿Qué ha quedado y, sobre todo, qué se ha tenido el valor de renovar teniendo en cuenta el trabajo realizado de replanteamiento de las prácticas pastorales?
Durante años hemos intentado avivar las brasas con documentos, informes y propuestas operativas, con la esperanza de reavivar el fuego. Hasta llegar al Sínodo de la Sinodalidad en curso… en el que a mi modo de ver está ocurriendo algo significativo: mayormente el silencio.
A estas alturas me cuesta ver si bajo toda la ceniza acumulada todavía hay alguna brasa viva. Es como si la energía de aquella primera fase sinodal se diluya en la nada operativa… adornada con aquello del más de lo mismo o con aquello de algo hay que hacer.
La parroquia ha librado muchas batallas sin grandes avances… y me pregunto si podemos hablar ya de una parroquia en salida o si no será más adecuado hablar de una parroquia en retirada. Las imágenes que me vienen a la mente son duras. Soy consciente de ello y no pretendo que sean compartibles. Mucho menos creo tener las respuestas en el bolsillo.
Son muchas las preguntas que aún se plantean en mi interior y siento que deberíamos escuchar a quienes no están dentro de la Iglesia para saber reformularlas. Por lo tanto, me atengo a tu pregunta: «¿qué opinas?».
A veces tengo la sensación de que todavía se imagina la parroquia como un transatlántico iluminado por mil luces que, sin embargo, a diferencia de antes, ya no tiene mil grumetes que reman para mantenerlas todas encendidas, según las necesidades. Ahora nos encontramos con pocos miembros de la tripulación y se quiere garantizar el mismo rendimiento.
Además, el barco hace agua. Ya no basta con reparar las fugas: hay que replantearse el rumbo del viaje. Muchos presbíteros y laicos lo sufren, pero es difícil dar la cara y admitir que, si no se actúa de otra manera, el barco corre el riesgo de hundirse.
No es por el barco por lo que debemos hundirnos. Nos hundimos cuando apartamos la mirada de Jesús y nos falta confianza para caminar sobre las aguas. La estructura parroquial me parece un acueducto agujereado, que pierde agua por todas partes, mientras nos afanamos en tapar los agujeros sin plantearnos nunca si no es necesario un nuevo sistema.
No basta con un bonito andamio si no se interviene en la estructura del edificio parroquial. A veces, ante la erosión del edificio, nos resignamos y seguimos habitándolo como si nada hubiera pasado, sin percibir los signos de fractura, sin comprobar la solidez del edificio.
No basta con cubrir las grietas con un poco de pintura. No basta con embellecer la fachada del edificio: se necesita una renovación radical, quizás incluso con diferentes destinos de uso. Y es significativo que el Derecho Canónico siga nombrando al párroco como «administrador» y no como «pastor» de esta estructura.
Siguiendo con la imagen del agua, la estructura parroquial me parece como esas cisternas agrietadas de las que habla el profeta Jeremías. Somos como esas cisternas de piedra que ya no retienen el agua y que a los muchos que aún tienen sed les parecen vacías. «Porque mi pueblo ha cometido dos iniquidades: me han abandonado a mí, fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua» (Jer 2,13). Ya no hay agua, ya no fluye el agua. Y quien tiene sed encuentra otros estanques.
¿No hay que liberar lo que obstruye el canal de la gracia
para que vuelva a fluir el agua de la fuente? ¿Agua que de diversas maneras
hemos sustraído y requisado, impidiendo su libre acceso a quienes aún tienen
sed de vida, de Evangelio? En esta situación, no tenemos idea de dónde puede
estar el pozo de la samaritana del que sacar agua viva en el encuentro con el
Maestro.
Ni siquiera Jesús pudo transformar el agua en vino en Caná sin que los sirvientes volvieran a llenar de agua las tinajas y las llenaran hasta el borde. Al faltar el vino, no es que estos pensaran en alargar lo poco que quedaba con agua, diluyéndolo por completo.
Sin esta confianza y fe de los sirvientes, sin este crédito a lo que para nosotros es inimaginable, corremos el riesgo de que nuestras fiestas religiosas nos encuentren cada vez más angustiados, con el agua al cuello, sin el vino nuevo del Evangelio. Sin el agua del deseo, no se puede verter el vino del amor.
Hace ya mucho tiempo alguien comparaba la parroquia con una persona obesa con las piernas hinchadas: sobrecargada de tareas, incapaz de caminar. Una persona que necesitaba urgentemente un tratamiento serio para adelgazar.
A veces he encontrado la parroquia en la mujer hemorroísa agotada por años de pérdidas. En la impotencia —¿o más bien en la involuntariedad?— de encontrar una cura médica después de haber gastado muchas energías sin ningún beneficio, sino más bien sufriendo cada vez más.
Pero, a diferencia de esta mujer que aparece en el Evangelio, aquellos que se sienten guardianes de la parroquia no se atreven a tocar y dejarse tocar por Jesús, ni siquiera a través del borde de su manto. Y lo que digo toca una herida aún abierta y no del todo cicatrizada, como una grieta por la que dejo pasar la luz.
Tantas personas durante tantos años como párrocos se han lanzado de cabeza a la parroquia: con pensamiento, pasión, dedicación. Y, sin embargo, un párroco me confesaba que fue un doloroso tormento llegar a reconocer que ya no era el momento de empeñarse en querer cambiar lo que no quería cambiar. Muchas comisiones para no cambiar nada. Aquel párroco comprendió que el único cambio posible era… un cambio de rumbo. No una retirada, sino la búsqueda de un nuevo curso de agua en el que volver a ponerse al servicio de la Iglesia, en otras tierras existenciales del ser humano.
Mi amigo párroco me decía «paremos todo durante un año, dos años. Y dediquemos este tiempo a la reflexión y al discernimiento...».
Tal vez la pandemia nos había dado la oportunidad de detener esta hemorragia. Podríamos haber vivido la pandemia del Covid como un año sabático, una suspensión fecunda.
En cambio, nos apresuramos a volver «como antes», sin reconocer el duelo necesario y sin dejar que naciera algo nuevo. No hemos captado el signo de los tiempos, no hemos escuchado a ese pequeño virus que se nos ha echado encima, que ha tenido la fuerza de detener incluso al mundo entero, de cerrar incluso nuestras Iglesias. Algo que nosotros nunca habríamos tenido la fuerza de hacer.
Hemos percibido ese virus solo como un enemigo, también en referencia a la paralización de una buena parte de las actividades parroquiales. ¿Y pensamos que alguien quiere ahora detenerse cuando entonces no supimos vivir ese vacío como un útero fecundo?
Sufriendo ese tiempo como una pérdida, no obtuvimos ningún beneficio, presos de la ansiedad por recuperar el tiempo perdido, nos encontramos quizá incluso hasta peor que antes, sin aliento, encerrados de nuevo en un recinto sin ventilación.
Algunos, la verdad, pocos entre tantos, también intentaron imaginar y dar forma a un cristianismo más abierto en los hogares de las personas, proponiendo y confiando a hombres y mujeres formas más domésticas y familiares de la fe y de la práctica religiosa, devolviendo a las familias la tarea de traducir las palabras y los gestos cristianos en prácticas de la vida cotidiana.
Una oportunidad para dejar un poco de lado esa jerga eclesiástica y clerical, cada vez más incomprensible para la mayoría, y volver a hablar esa lengua materna que todo ser humano es capaz de entender...
Pero luego se volvió rápidamente a la parroquia y, en esencia, los laicos se confiaron a las directrices del presbítero y a las formas que él consideraba más habituales y convenientes. Cerrando, con la vuelta al hábito rutinario de la costumbre, el «feo paréntesis» de la pandemia.
Las agendas vuelven a llenarse... ¿Cuánto tiempo queda para cuidar las relaciones? En la rutina diaria, muchos presbíteros no tienen tiempo para visitar a los enfermos, ni siquiera cuando es uno de sus colaboradores, para llevar un trozo de pan a la casa de una persona necesitada, para invitar a unos amigos a cenar a su casa o para invitar a alguien a dar un paseo juntos...
La vocación original de la parroquia, como sabemos, es ser «un hogar cerca de los hogares». La Iglesia naciente del Nuevo Testamento nació en los hogares. Durante mucho tiempo se ha hablado de la parroquia como un hogar, una comunidad, incluso como una familia de familias.
Una familia no puede subsistir sin un hogar. Quienes viven sin un lugar fijo saben bien lo que significa cuando se encuentran con un amigo al que preguntar: «¿Puedo ir a tu casa?». Así, una comunidad, si no tiene y no ofrece un espacio que sea un hogar.
Estoy seguro de que han surgido «hogares de la comunidad», pero principalmente como lugares donde encontrarse para celebrar reuniones o realizar diversas actividades, no donde alguien intenta vivir en comunidad.
Es decir, en un hogar donde algunas personas, hombres y mujeres, intentan vivir juntos, donde el presbítero se encuentra compartiendo la mesa y los momentos de la vida con una familia, con esa familia ampliada abierta también a algunas personas que van y vienen. Estas personas se quedan solo el tiempo necesario para recuperarse, para no sentirse solas, sino apoyadas quizás incluso en una etapa delicada y quizás difícil de su vida.
Se vislumbran pequeños signos. Y es que algunos de estos signos existen. Seguramente podemos encontrar estos nuevos brotes si nos damos cuenta. Los encontramos en pequeñas comunidades de personas que viven juntas, en algunas casas con la puerta abierta, el fuego encendido y un plato listo, …, experiencias de vida compartida. Algo diferente de aquellas canónicas donde vive el presbítero solo o donde se ha instalado la secretaría parroquial.
Estas otras casas de las que hablo no son simples
oficinas parroquiales (abiertas en horario de oficina), sino lugares de
hospitalidad fraterna, de escucha de la Palabra, de cuidado de la celebración,
de vida común compartida en la cotidianidad con prácticas de hospitalidad y
atención a los pobres. En el clima de una casa que se convierte en hogar.
Pero no se pueden iniciar tales experiencias si no se quiere revisar el volumen del aparato o del carro parroquial que hemos heredado y que tratamos de gestionar.
Yo creo que éste es un principio monástico, no disociado del doméstico, y que podría dar nueva vida también a esa comunidad cristiana que es la parroquia. Son pocos signos, a menudo considerados como alternativos a la parroquia y valorados como marginales, no siempre apoyados por la propia Iglesia Local, pero que indican otra forma y otro mundo posibles.
Si me permito imaginar un futuro para las parroquias, lo veo en pequeñas comunidades germinales dispersas como manchas de leopardo, como células que poco a poco revitalizan el cuerpo humano. Todo lo demás habría que confiarlo a otros para que lo hagan mejor que nosotros.
Y si me imagino este otro futuro es para hacer espacio,
habitar el vacío, devolver tiempo a lo que es esencial para la misión del
Evangelio. Las formas inéditas vendrán por sí solas y el anuncio recuperará
también la alegría y el vigor.
Son estos otros lugares, distintos de las sinagogas y las iglesias, como para San Pablo —en ese hermoso fresco presente en los Hechos de los Apóstoles— esos nuevos cursos de agua donde la gente, a menudo grupos de mujeres, se reúne, reza, busca una nueva vida. Y donde fluye el agua, no donde permanece estancada, es donde el anuncio del Evangelio puede encontrar apertura y acogida y responder a la sed del hombre de nuestro tiempo.
Si las personas no encuentran dentro esta agua viva, si de nuestros templos y prácticas ya no mana agua, los hombres y las mujeres irán a buscarla fuera. No nos quedaría más remedio que conformarnos con mojar la mano en pilas de agua bendita vacías o estancadas.
Me sorprende encontrar en otros arroyuelos un número considerable de personas adultas que cuentan que no solo han pasado por la parroquia, sino que se han dedicado a ella y luego se han encontrado como limones exprimidos después de años de servicio. Agotados de sus energías vitales, en lugar de ser animados en un camino de profundo conocimiento de sí mismos, de nutrición de la Palabra, de discernimiento de la historia, fortaleciendo su vida en el Espíritu.
La comunidad parroquial, que debería dar aliento a la vida, a menudo pide demasiado y devuelve poco. Muchos comenzaron generosamente a echar una mano y se vieron privados de todo, como si la vida se concentrara solo en el perímetro de la parroquia y no fuera tan digno vivirla allí donde la vida ocurre.
Muchas personas se han secado en espíritu porque no han encontrado el alimento necesario. Algunos, sin esa savia vital, han seguido como han podido trabajando en un terreno donde ya ni siquiera crecía la hierba. Sin embargo, solo donde crece la hierba, nuestros lugares pueden volver a ser puntos de atracción, de encuentro y de descanso. Pequeños oasis donde encontrar agua y comida para sostener el camino en el desierto.
Pertenezco a esa generación que seguramente no verá el cambio, el paso a una nueva tierra. De nuestros templos y piedras votivas, Jesús dice que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. Quizás haya que esperar la llegada de ese tiempo en el que otros recojan esas mismas piedras derrumbadas y otras más para reconstruir algo nuevo.
Mientras tanto, quizá se nos pida el trabajo silencioso pero no aislado de los topos: excavar túneles subterráneos, sin visibilidad, para preparar caminos que otros descubrirán algún día ya abiertos y transitables.
Por último, recojo lo que me viene al escuchar a algunos viajeros y feriantes. Algunos de ellos cuentan cómo también para ellos han cambiado los tiempos. Han aumentado los trámites burocráticos, las restricciones impuestas y los gastos. Las atracciones requieren un mantenimiento continuo. Las luces de las atracciones son las mismas de siempre, permanecen todas encendidas, pero hay menos niños que se suben. A pesar de ofrecer un vale para una primera vuelta gratis. Algunos de ellos se preguntan: «¿Tenemos que reinventarnos?». La estrategia de apostar por los niños para volver a atraer también a los adultos ya no funciona.
Nosotros, en cambio, parecemos incapaces de plantearnos
la pregunta. Pero quizá sea precisamente ahí donde hay que empezar para
replantearse la vieja cuestión de la iniciación cristiana. Entre los feriantes,
los que mejor están soportando este cambio de época son aquellos que han sabido
reconvertir su oferta invirtiendo en lo nuevo, en lo que, incluso hoy, entre
las mil oportunidades que ofrece el mercado, puede resultar realmente atractivo
para volver a atraer a jóvenes y adultos.
Hoy en día, la parroquia ya no tiene la forma necesaria para habitar la ciudad secular. Y las nuestras son ciudades ya seculares. Y nos refugiamos en un renacimiento de la sacralidad separada de la vida, olvidando que la verdadera tierra santa es la existencia de cada hombre, allí donde la zarza arde sin consumirse y revela una Presencia que salva, los cruces de los caminos, los márgenes de las vías, las plazas públicas, las periferias,…
Somos buenos poniendo parches nuevos en un vestido viejo, continuando remendando un tejido desgastado que ya no aguanta, en lugar de dejarnos revestir de lo nuevo.
Hay una pregunta sencilla y radical: ¿cómo construir comunidades que, siguiendo el ejemplo de Jesús, sepan derribar con mansedumbre e incluso con ironía los muros de las diferencias religiosas y a veces también de las desconfianzas hacia la fe cristiana?
Es el reto de hoy: no solo teológico, sino también pastoral. En un mundo cada vez más secularizado, las comunidades cristianas deben encontrar nuevas formas de dar testimonio de la fe, de atraer sin retener, de generar sin poseer.
La renovación de la parroquia, tanto institucional (con
todo el aparato de su estructura y organización) como espiritual, no es
opcional, sino un camino imprescindible para recuperar la fuerza misionera.
El Papa Francisco lo advertía: si la Iglesia se limita a quienes acuden a la iglesia, entonces pierde impulso, pierde su misión, se repliega sobre sí misma hasta corromperse. ¿No es esto lo que vemos? Sobre todo, poca apertura a la acción del Espíritu que es el único de hacer nuevas todas las cosas.
Estamos precisamente como aquellos discípulos que, en la noche de esta deriva eclesial, nos encontramos y esperamos al Resucitado en la otra orilla, donde Él mismo ha preparado ya un fuego de brasas encendido. El fuego nuevo de la mañana de Pascua puede encenderse en nosotros si, como San Juan, reconocemos que Él «es el Señor» y, solo cuando ya es de noche, como los dos discípulos de Emaús, dejamos que se nos abran los ojos al sentarnos a la mesa con Él y nos atrevemos a confesar: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras por el camino?».
He venido a traer fuego a la tierra y cuánto desearía que ya estuviera encendido. Él es el fuego, y nos ha pedido que lo mantengamos vivo para nosotros y para todos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



No hay comentarios:
Publicar un comentario