Sharm el-Sheikh. ¿Hay alguna solución?
Me imagino que habrá no pocas dudas sobre la posibilidad de dar forma definitiva y consensuada al mapa geográfico y político de Oriente Medio a partir del texto de los acuerdos firmados en Sharm el-Sheikh el lunes 13 de octubre. Es decir: por un lado, dar una solución estatal a quienes llevan más de setenta años sin Estado y, por otro, estabilizar la línea fronteriza del Estado de Israel.
José Saramago escribía que las personas «son esencialmente el pasado que han tenido». Para construir un futuro, por lo tanto, no basta con imaginarlo, es necesario hacerse cargo del presente y de los actores en juego, que son el presente en virtud de lo que tienen detrás, el pasado que han tenido.
Pero hay otro elemento, y es que también hay quienes se han movido en la dirección contraria —no sin incertidumbres, duplicidades y contradicciones—, eliminados de la escena pública no por el enemigo, sino por aquellos «suyos» que no estaban de acuerdo: aquellos que no querían ningún proceso de paz o lo consideraban (y aún lo consideran) un «obstáculo» para su sueño. Y esto es válido para ambas partes en el conflicto israelí-palestino.
Dentro de unas semanas, el 4 de noviembre, conmemoraremos el trigésimo aniversario del asesinato de Yitzhak Rabin: es una fecha que conocemos y que casi nadie recuerda. Era el 4 de noviembre de 1995. Su asesinato fue expresión de un clima de odio interno que tiene como líderes de referencia a Benjamín Netanyahu y Ariel Sharon. Treinta años después, hasta me imagino que el panorama no ha cambiado sustancialmente mucho.
La expresión más evidente de este punto muerto es la inexistencia de un posible liderazgo político alternativo que haga posible un proceso de paz que contemple el reconocimiento del otro. Este aspecto queda patentemente demostrado incluso por la ausencia de una delegación israelí y de una delegación palestina en Sharm El Sheik. En cierto modo su ausencia sería delegada a los demás.
Pero mientras que para Israel los demás son una realidad que existe (para Estados Unidos de América, en primer lugar), la realidad interna de los palestinos es la de un enfrentamiento entre una pluralidad de políticas que tienen como principal preocupación el control de la «plebe» y rehúyen cualquier propuesta de proyecto político de desarrollo, se niegan a reconocer que existe una sociedad política palestina formada por grupos políticos legítimos y que la hegemonía no se conquista eliminando físicamente a la parte política adversaria.
Al pueblo palestino le queda el papel de víctima: las víctimas no son actores políticos capaces de hacer política por sí mismas, siempre necesitan a alguien que las proteja. Esta condición tiene por lo menos dos efectos: la dependencia de su futuro de una parte de los países árabes y musulmanes —desde Arabia Saudí hasta Turquía y Qatar—; y la ausencia de crecimiento o maduración política.
En este sentido se perfila, pues, un camino que no conduce a un Estado, sino que perpetúa una política de dependencia, conduce a un nuevo reasentamiento en una «tierra de nadie», a una reconstrucción, da igual dónde, de campos de refugiados. Depender de alguien no es asumir la responsabilidad de elegir.
Cualquier proceso de paz que pretenda resolver un conflicto radical y de larga duración nace de una condición: la derrota reconocida de una de las dos partes y el acuerdo entre los vencedores para gobernar la situación. Ocurrió en 1815 con el Congreso de Viena; volvió a ocurrir en 1945 con los acuerdos sancionados en Yalta. La posguerra es un periodo que se abre sobre la base de un acuerdo por zonas de influencia. Hoy no es el caso de este acuerdo. Y por eso Palestina e Israel, siguen y seguirán mirándose con desconfianza y animadversión.
No lo sé a ciencia cierta pero hasta dudo de que en ninguna de las dos partes, Israel y Palestina, exista una clase política capaz de pensar en el futuro o que tenga una visión del mañana que prevea la presencia del otro diferente. La política es elección, renunciar a algo para poder realizar otra cosa. Si la acción política se limita a ser una afirmación de identidad, el resultado solo puede ser el dominio como único horizonte de acción.
Esa afirmación fundamentalista, es decir, intransigente de identidad, y su consiguiente resultado de querer dominar, hace eterno el conflicto. Seguramente el giro fundamentalista no haya sido solo teológico tanto para judíos como para musulmanes, sino también en la narración de esa identidad cultural.
Y no es menos verdad que para que haya paz es necesario que exista un orden internacional en el que las partes que se han hecho la guerra o que han luchado por conquistar áreas de influencia lleguen a un acuerdo. Este escenario internacional no existe actualmente, por no pocas razones creo que hasta evidentes.
Así las cosas, los márgenes para «dos pueblos, dos Estados» son bastante estrechos. Lo mismo ocurre con la hipótesis del «Estado binacional»: más allá del eslogan, no es capaz de dar forma a una hipótesis de vida viable que no sea un sueño, o solo un deseo que no tiene en cuenta la ira acumulada en estos ochenta años, ni tampoco las formas de poder real que atraviesan las sociedades civiles de esas dos realidades sociales y políticas que son Israel y Palestina.
No sé si la paz es una proyección sin fundamento. Por supuesto, soñar es lícito y también humano, pero es necesario poner en marcha prácticas, salir de los lugares del disenso para encontrar vías de acción, yendo en contra del sentido común de las partes en conflicto: privilegiar a una de ellas como si fuera la única tiene como efecto el atrincheramiento de la otra y el aumento de la retórica victimista.
Y, todo lo anterior, incluso sin tener en cuenta las profundas contradicciones de una opinión pública europea-occidental que tiene una visión sesgada de ese conflicto: mientras centra su atención en un escenario, deja de lado otros, no por distracción, sino por convicción. La nuestra es una moral también ambigua. Pero eso, seguramente, es otra historia.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario