Creer es crear: solo se puede crear lo increíble
Parto de dos pasajes del Evangelio de Mateo.
Jesús habla de la misericordia y lo hace en forma de reprimenda: «Id a aprender lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13).
En el segundo pasaje, Jesús, dirigiéndose a los fariseos, afirma: «Ahora os digo que aquí hay uno más grande que el templo. Si hubierais comprendido lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios, no habríais condenado a personas sin culpa» (Mt 12,6-7).
Se trata de dos reprimendas: no habéis comprendido, no comprendéis, deberíais volver a leer.
Como es sabido, no se hace otra cosa, no se debería hacer otra cosa: nunca se deja de aprender a leer y a escribir. Jesús insiste: «no habéis entendido». Frente a tal «incomprensión», Jesús se presenta precisamente como aquel que ha comprendido hasta el fondo la palabra de Dios, o mejor dicho, como aquel que ha comprendido el sentido mismo del logos bíblico.
Jesús reprende a sus interlocutores, y evidentemente también a nosotros, por no haber comprendido este «sentido»; frente a tal incomprensión, se propone como Aquel que, en cambio, lo ha comprendido.
Pero ¿qué es lo que realmente nos cuesta comprender, qué es lo que no comprendemos?
De hecho, todos comprendemos el «significado» de la palabra misericordia; basta con consultar un diccionario de la lengua y, si se quiere profundizar un poco más en el tema, también un diccionario teológico. Desde este punto de vista, por ejemplo, no se puede pensar que los fariseos, hombres piadosos y devotos, no comprendieran el «significado» de la palabra misericordia; sin embargo, Jesús insiste: en verdad no habéis comprendido, y no habéis comprendido precisamente porque os detenéis en el «significado» sin abrirse al «sentido». El significado no es el sentido; el significado es el camino que conduce al sentido sin poder agotarlo nunca.
Es la misma escena que se repite con los discípulos de Emaús con respecto a la resurrección de Jesús (Lc 24,13-35). Todos somos un poco como estos discípulos: hemos escuchado palabras, hemos participado en rituales, hemos afirmado varias veces que creemos, y sin embargo seguimos «con el rostro triste» y seguimos repitiéndonos que «ya han pasado tres días» y no ha pasado nada, como lo demuestra el hecho de que la vida, nuestra vida, sigue transcurriendo monótonamente con todos sus horrores e injusticias.
¿Y entonces qué hace Jesús? Hace lo que el Dios bíblico siempre ha hecho: Él, que se ha revelado en la historia, que ha elegido manifestarse no en un instante de iluminación o en el resplandor fulminante de una visión mística, sino en el tiempo lento y enredado de la historia, comienza a contar historias: «Y comenzando por Moisés y todos los profetas, les explicó en todas las Escrituras lo que se refería a él». Para captar el sentido de una historia hay que tener tiempo y paciencia para seguir el relato de las historias.
La resurrección de Jesús no es un acto mágico que, de repente, «cayendo del cielo», entra en escena, entra en la escena humana, con el fin de resolver como por arte de magia, milagrosamente, nuestros infinitos problemas.
Probablemente esta era la idea que tenía el rico Epulón (Lc 16,19-31): «Entonces, padre [Abraham], te ruego que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos. Que les advierta, para que no vengan también ellos a este lugar de tormento»: ¿quién no creería en la palabra de alguien que viene del mundo de los muertos, en la palabra de un resucitado? Pero «Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque alguien resucite de entre los muertos”».
También la resurrección de Jesús exige y solicita cada vez la comprensión de su sentido, un sentido que no deja de desafiarnos con algo increíble, pero digno de fe. Así como la «corrupción» de la carne no espera ciertamente el instante de la muerte para comenzar a terminar y a disolverse, de la misma manera, su resurrección no esperó el instante de la resurrección para comenzar a resucitar, ya que, en cierto sentido y quizás en su sentido más riguroso, ya había comenzado a hacerlo dentro del presente mismo de su forma de ser, de su forma de nombrar y dominar, o más en general aún: dentro de su forma específica de habitar la vida y de cuidar de toda la existencia.
Es esta forma de habitar el «aquí» (como resucitado) la que hace digno de fe el «allí» (de su resurrección definitiva). Así resuena una vez más la reprimenda de Jesús: no captáis el sentido entre el «aquí» y el «allí», os quedáis en el significado del «aquí» y del «allí» y no conseguís seguir el sentido que une el primero con el segundo.
En un momento como este, en el que vuelven a resonar palabras inquietantes como «soberanía», «identidad», «rechazo», etc., tal vez convendría volver a leer con la esperanza de poder comprender tarde o temprano: «Si hubierais comprendido lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios, no habríais condenado a personas sin culpa» (Mt 12,7).
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