viernes, 10 de octubre de 2025

Una Iglesia pobre y sierva… a lo mejor hay que cuestionar cierta demagogia.

Una Iglesia pobre y sierva… a lo mejor hay que cuestionar cierta demagogia

Quiero hacer una aclaración importante al amable lector. Éste no es un comentario a la Exhortación Apostólica del Papa León XIV, “Dilexit te”, que fue presentada el 9 de octubre de 2025 y que he comenzado a leer y a estudiar cuando paso a limpio estas líneas que fueron escritas hace ya unos años.

 

Mi perspectiva es la siguiente: ¿de qué manera la Iglesia está llamada a anunciar el Evangelio a los pobres?

 

Esta pregunta es compleja de responder en el mundo occidental porque es compleja de comprender. No se llega a entender el mundo de los pobres si no se les conoce, si no se vive con ellos, si no se está entre ellos.

 

Suele ser indicativo, y a veces hasta suficiente, el hojear las páginas de las reflexiones (artículos, libros…) del mundo católico occidental para comprender que esa realidad de los pobres no se entiende en toda su profundidad y realidad.

 

Suele haber demasiada poesía, demasiada demagogia, demasiado espiritualismo piadoso: se busca demasiado el efecto especial. Hay toda una literatura que enfatiza de manera irreal a los pobres, como si fueran ángeles o como si bastara con realizar obras de caridad para evangelizarlos.

 

Los pobres están desheredados de todo, no solo desde el punto de vista material, sino, sobre todo, humano y espiritual.

 

Vivir como pobres entre los pobres no es nada agradable ni mucho menos poético. A menudo es vivir con sentimientos de tensión por todo lo que se ve injustamente obligado a sobrellevar.

 

Es una vida inhumana, porque las condiciones en las que los pobres se ven obligados a vivir suelen estar al límite de la dignidad y la resistencia humana.

 

Es una vida en la que esa misma dignidad humana es a menudo pisoteada sin ningún remordimiento por parte de los poderosos de turno.

 

A nadie le gusta ser considerado inferior, ciudadano de segunda o tercera clase.

 

La Iglesia que entra en contacto con el mundo de los pobres y no recorre un camino de abajamiento y de descenso para llegar a las personas pobres, compartir su humillación, tocar su carne, sentir su olor,…, corre el riesgo de asimilar los mismos mecanismos de desigualdad social que produce el mundo.

 

Es cierto que la Iglesia, para subsistir y acompañar el camino de los hombres y mujeres en la historia, necesita organizarse…, estructurarse… Pero también no es menos cierto que, antes de organizarse, incluso con una estructura, debe sumergirse en la realidad para conocerla.

 

Formar una comunidad de pobres es una empresa tan grande que solo el Espíritu Santo puede llevarla a cabo.

 

De hecho, no basta con emprender un camino de descenso para anunciar el Evangelio a los pobres, ni basta con compartir su condición, sino que es necesario aceptar llevar sobre los hombros y en la propia vida el peso de la derrota de los crucificados de la historia.

 

Las personas que se disponen a trabajar pastoralmente entre los pobres, que desean anunciar y compartir la Buena Nueva con los pobres, deben poder decir con su propia vida la gratuidad de Dios.

 

Y la gratuidad que será creíble cuando los propios pobres la lleguen a creer y a acoger solo con la humillación, la crucifixión.

 

Me refiero a esa crucifixión encarnada, hecha también de soportar las incomprensiones, los malentendidos… y las maldades que, una vida gratuita y dedicada a los demás, naturalmente conlleva. Es una crucifixión encarnada como muerte también de los propios deseos de gloria, de los propios sueños de realización personal y de éxito humano.

 

La evangelización entre los pobres, cuando es auténtica, está destinada humanamente a fracasar...

 

Crear una comunidad fruto del compartir el Evangelio en medio de una humanidad corroída por los celos, las envidias, las rivalidades y las divisiones, a menudo consecuencia de siglos de humillaciones y frustraciones, requiere tiempo, mucho tiempo, para caminar juntos con paciencia.

 

La Iglesia cuando alimenta a los pobres no lo hace por un simple y piadoso deber social, sino como signo de la presencia del Reino de los Cielos que, en Jesucristo, se ha acercado al mundo, en la gratuidad de Dios para todos y cada uno de nosotros.



Uno de los mayores daños producidos por el sistema político de los poderosos sin escrúpulos consiste en tratar de erradicar de los corazones de los pobres la gratuidad. Por eso Jesús murió masacrado, humillado, porque nadie creyó en su amor desinteresado, en su don, en su vida entregada gratuitamente.

 

Y es que el odio del mundo no soporta el amor gratuito.

 

Nadie, ni siquiera sus discípulos, creyeron que la acción de Jesús no tuviera como objetivo alcanzar algún poder político. De ese modo tuvo que aceptar la muerte del justo inocente, beber el cáliz amargo de la incomprensión y la soledad y afrontar la muerte como un cordero despedazado, destrozado por los lobos de este mundo cegado por el egoísmo.

 

Si en aquellos a quienes el Señor llama para anunciar el Evangelio a los pobres no existe esta disponibilidad a la entrega total de sí mismos, a ser humillados e insultados por los propios pobres, el Evangelio no es acogido por ser extraño, porque no se transmite en su profundidad, en su radicalidad, en su autenticidad, es decir, como manifestación del amor gratuito de Dios realizado en Jesús y que continúa, por obra del Espíritu Santo, en la historia de los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares. 

 

Ciertamente, incluso sin la cruz, la acción de la Iglesia logra transmitir muchos valores, sin duda positivos. Pero el corazón de la humanidad solamente se abre de una manera sorprendente ante la humillación del justo, ante el sufrimiento del inocente.

 

Seguramente la razón de este hecho está encerrada en los misterios de Dios, que son insondables. Y, sin embargo, la novedad de esta novedad ya estaba presente en las profecías del Antiguo Testamento. De hecho, dice el profeta Isaías:

 

«Despreciado y rechazado por los hombres, hombre de dolores y experimentado en el sufrimiento... era despreciado y no teníamos en él ninguna estima... Fue traspasado por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades... Al Señor le agradó quebrantarlo con dolor» (Is 53,3.4.10).

 

Esta es la gran novedad, la especificidad del Evangelio, que lo hace incomprensible para los espíritus superficiales y orgullosos que pretenden entenderlo todo. Es la cruz, y solo la cruz, la que abre en el corazón de la historia el camino para el ascenso del hombre a Dios. Por otra parte, es lo que nos recuerda también San Pablo:

 

«La palabra de la cruz es, en efecto, locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es poder de Dios (1 Cor 1,18).

 

Ante las muchas dificultades, incomprensiones y resistencias, la Iglesia se ve constantemente tentada a huir del sufrimiento buscando caminos más cómodos, menos pesados de llevar. Y entonces comienza a estructurarse, a hacerse más eficiente, mimetizándose con el mundo.

 

Es evidente que la organización de la Iglesia es necesaria: nadie lo discute. Lo que sí hay que reflexionar es la forma de estructurarse, sobre todo en los países pobres y en los países en vías de desarrollo.

 

La tentación que se puede percibir en el proceso de evangelización de los pobres es la de enseñar el Evangelio desde la lección de la cátedra, la homilía del púlpito, la carta desde el despacho,…, o, al menos, permaneciendo un escalón más arriba, para no confundirse demasiado, no hacerse demasiado daño y no sentir demasiado el dolor de los clavos, en el camino de la encarnación, que es un camino siempre de descenso.

 

En este sentido, los pobres obligan a la Iglesia a realizar un camino de conversión, a salir de los castillos, de los palacios lujosos, de las fortalezas construidas a lo largo de siglos de historia no siempre transparente que han limitado su potencial, la fuerza revolucionaria que le deriva de la acción del Espíritu Santo que recibe continuamente.

 

La Iglesia, cuando se encuentra con los pobres, se ve obligada a tomar una decisión: o reforzar las fortalezas para no ser asaltada, o dejarse despojar y así compartir, experimentar cómo la gloria de Dios vale más porque es capaz de curar en profundidad las laceraciones provocadas por el egoísmo humano.



La Iglesia que se deja despojar por los pobres y se viste con las ropas sucias de la hermana pobreza, aprende verdaderamente a contar solo con la providencia de Dios. Por eso, la Iglesia que decide seguir el camino de descenso recorrido por Jesús no puede sino ser contemplativa.

 

Es con los ojos fijos en Jesús que la Iglesia entra en contacto permanente con los pobres, para captar en sus rostros el rostro desfigurado del Crucificado, rostro que hay que amar y cuidar.

 

Si no existe esta mirada constantemente fija en Jesús, que llena el corazón del creyente del amor gratuito de Jesús, el servicio que la Iglesia presta a los pobres corre el riesgo de quedarse en el plano social, que a menudo es simplemente asistencial, benéfica, benefactora y solo pretende acallar la conciencia.

 

En esta perspectiva, incluso los ritos que celebra la Iglesia pierden progresivamente su fuerza y significado, porque ya no expresan la experiencia fundante que les dio origen: el amor extremo y excesivo por la vida abundante y plena del que nacieron.

 

La Iglesia corre así el riesgo de volverse competitiva, de competir con la eficiencia del mundo, que planea resolver el problema de la pobreza con guantes de fiesta para no ensuciarse las manos.

 

La Iglesia limpia, de manos limpias, que elabora proyectos sociales en favor de los pobres, corre el riesgo de perder el sentido y, al mismo tiempo, la dirección de su misión: morir con los pobres, como lo hizo Jesús, para ser signo de su gran amor.

 

El riesgo es engordar el propio orgullo con el hambre de los pobres. La Iglesia está llamada a estar entre los pobres como lo estuvo Jesús: pobre, humilde, sierva, crucificada.

 

Me suele gustar recordar un momento del Rito de la Ordenación de los Diáconos que hasta suele pasar desapercibido. Me refiero en concreto al momento en el que los ordenandos se acercan al Obispo quien entrega al ordenando el libro de los Evangelios, diciendo: Recibe el Evangelio de Cristo,  del cual has sido constituido mensajero;  convierte en fe viva lo que lees,  y lo que has hecho fe viva enséñalo,  y cumple aquello que has enseñado”. 


Se trata de cumplir y enseñar solamente aquello que uno ha hecho fe viva. De lo demás... como, por ejemplo de aquello que en el mejor de los casos se queda como declaración formal de deseos y principios, seguramente mejor guardar un respetuoso silencio...

 

Tal vez, o seguramente por eso, suelo considerar que es muy útil invitar a nuestros hermanos Obispos, por supuesto al Papa - que es Obispo entre los Obispos - a leer el «Pacto de las Catacumbas» que fue firmado el 16 de noviembre de 1965 por algunos Obispos - principalmente sudamericanos - en la época del Concilio Vaticano II: https://hectorucsar.wordpress.com/wp-content/uploads/2013/02/el-pacto-de-las-catacumbas.pdf  

 

No pocos de los males que atenazan nuestras comunidades eclesiales solo puede erradicarse si los Obispos en particular realizan una severa autocrítica y emprenden caminos de conversión personal y comunitaria en el espíritu de este documento, que tiene una impronta evangélica decidida, profética y de permanente actualidad.

 

Aquel profético llamamiento a la pobreza contenido en el pacto de las catacumbas fue hecho suyo en su momento por el Papa Francisco desde los primeros momentos de su servicio como Obispo de Roma. El 16 de marzo de 2013, decía: «¡Ah! Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres» y en 2016, escribiendo a Julián Carrón, Presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, insta a un retorno al Evangelio:

 

«En un mundo desgarrado por la lógica del beneficio que produce nuevas pobrezas y genera la cultura del descarte, no desisto de invocar la gracia de una Iglesia pobre y para los pobres. No es un programa liberal, sino un programa radical porque significa un retorno a las raíces. Volver a los orígenes no es replegarse sobre el pasado, sino fuerza para un comienzo valiente orientado hacia el mañana. Es la revolución de la ternura y del amor».



Como decía hace poco, se trata de cumplir y de enseñar solamente aquello que uno ha hecho fe viva. En eso consiste la autoridad que los coetáneos de Jesús reconocieron en Él y la credibilidad que los demás otorgan, o no, a la Iglesia


De lo demás... como, por ejemplo de aquello que en el mejor de los casos se queda como declaración formal de deseos y principios... incluso bendecidos y santos, seguramente mejor guardar un respetuoso silencio... 


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Quiero colaborar a mantener vigente la esperanza pero…

Quiero colaborar a mantener vigente la esperanza pero… Me han llamado la atención y me han hecho pensar, y mucho, algunas palabras del novel...