¿Y aquellos niños de Gaza que se han quedado sin sus madres?
El primer rostro del mundo coincide para cada ser humano con el rostro de su propia madre. Su pérdida no es entonces solo la pérdida de un ser querido, sino la pérdida misma del sentido del mundo. La traumática desaparición de la madre conlleva la desaparición del mundo. El niño no puede vivir si no es esperando su reaparición, su regreso.
«¿Dónde estás?», «Mamá, ¿dónde estás?», es un grito que resuena también en la guerra. Sin el rostro de la madre, el rostro del mundo se convierte en una enorme masa de ruinas.
La madre es como la corriente eléctrica de una casa; la guerra, en cambio, impone la oscuridad, el apagado brusco de la luz. Entonces todo se vuelve peligroso. El rostro del mundo se oscurece y se revela amenazador.
Tras la pérdida de una madre, ya no se puede confiar en la estabilidad del mundo. La desaparición de la madre coincide con la desaparición de Dios. Perder a la madre significa hacer que el mundo sea poco fiable, porque la presencia de una madre alimenta la ilusión de que siempre hay un pecho disponible para aliviar el dolor de existir, un remedio posible frente al mal y la fiebre convulsiva, el frío sudor, de la muerte.
La guerra se superpone al destino humano de la separación y la fractura del Uno del origen, del sueño de la madre como figura de la totalidad. La guerra es el nombre de una ruptura, de una laceración que acompaña a la vida humana. La guerra es el tiempo sin refugio de la ausencia de cuidados, de la brutalidad, del horror, de la ferocidad, es el tiempo en el que las madres ya no tienen leche.
De hecho, solo la madre transmite al hijo la confianza necesaria en el mundo: no todo está envenenado, no todo es dolor y muerte. La nostalgia de la madre vuelve en estos hijos abandonados, como la nostalgia de la paz frente a la guerra.
¿El comienzo de la tregua en una Gaza que aún tiembla sería entonces el regreso a la madre, a nuestro origen, coincidiría con su mítico reencuentro del hijo con su madre y de la madre con su hijo?
La guerra siembra su horror, que en cierto modo coincide con el horror mismo de la vida. El dolor no es un error del sistema, sino que el sistema ha sido programado así. Este es un gran misterio de la existencia. Incluso ante la destrucción de la guerra, ante un mundo envenenado, el impulso de existir se manifiesta obstinadamente. El último jadeo es el esfuerzo por sobrevivir. Esta es la mayor contradicción: ¿por qué vivir si hay que morir?
Una madre es tal porque genera vida y no porque la suprime. No es mejor entonces un mundo sin madres, huérfano absoluto de madres. ¿El horror de la guerra niega de manera irreversible todo posible sentido de la existencia? Seres humanos tratados como perros, asesinados brutalmente, niños arrojados al abismo, cuerpos torturados, ofendidos, humillados. ¿No es suficiente? ¿Se puede, a pesar de todo este horror, dar sentido a la vida? ¿Dar sentido a la palabra amor? ¿Se puede seguir engendrando, dando vida, si dar vida significa iniciar la cuenta atrás de la muerte?
Llega un día en el que todos somos hijos y huérfanos a la vez. Obligados a separarnos de nuestro origen, a renunciar a toda forma de amparo y seguridad maternales. ¿Podrá el niño volver a abrazar a su madre desaparecida? En realidad, no hay posibilidad de retorno. Somos viajeros con un billete solo de ida, escribía Jean Paul Sartre. ¿Dónde estará la salvación de los hijos huérfanos de Gaza que soportan su condición de huérfanos de sus madres?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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