miércoles, 22 de enero de 2025

Domingo de la misericordia: un poco más de compasión.

Domingo de la misericordia: un poco más de compasión 

Hay quien escribe que la compasión es una emoción insuficiente, un sentimiento fácil y desconcertante que necesita traducirse en acción para no quedar reducida a una declaración de impotencia que se aleja de toda asunción de responsabilidad y, por tanto, de todo ropaje político. 

Pero esta descripción de la compasión, ¿no es uno de los muchos signos de la enfermedad de nuestro tiempo, de su deriva individualista y prestacional, que pretende borrar la carencia y ata a la vergüenza toda manifestación de debilidad? 

Reconsiderar este sentimiento podría convertirse entonces en una oportunidad para reconsiderar nuestra relación con el poder absolutamente otro que el del ser humano angustiado, aquel al que alguien nos invitaba a detenernos, tumbados en el suelo entre los animales y mirando a las estrellas como una oportunidad de salvación. Se trata de una invitación a participar en la naturaleza abandonando la pretensión de dominio sobre ella. Se trata de aceptar el dolor, la imperfección, aceptar que no podemos erradicar la fragilidad de nuestra condición: la compasión no tiene cabida en un sistema mundial que funciona sobre la base de la necesidad y la lógica del poder. 

Dar hospitalidad a la otra cara de lo humano, abrir un espacio que vaya más allá del conocimiento y la posesión de las cosas, que muestre cómo el contacto surge de una experiencia de lo incompleto. 

Siempre habrá un trocito de cielo que mirar, escribe Etty Hillesum en su diario, y esto debe hacernos capaces de vivir incluso sin libros; de sucumbir; de aceptar el "dolor" como parte de esta vida. En una madrugada del 12 de diciembre de 1941, la joven -que morirá en Auschwitz en noviembre de 1943- dice sentirse invadida por una especie de dulzura: una nueva calma sigue a los demasiados pensamientos de los días anteriores, a la falta de aliento, a una intensa y agotadora búsqueda interior. La vida, escribe, parece filtrarse más suavemente, y se siente una con ella. Atravesada por enormes pretensiones sobre sí misma, por la búsqueda de su propia forma, Etty sabe que su propia intuición precede en mucho al conocimiento. Su afán de saber se apacigua; hay un ritmo, escribe, al que debe escuchar. 

Leyendo las páginas del maravilloso diario de Etty Hillesum, se encuentra una forma de resistencia, una fuerza de pasividad, de sufrimiento. "De pie junto a la cruz del tiempo" se experimenta la pérdida del centro y su ausencia. El contacto directo con lo que sucede, la capacidad de dejarse atravesar por los acontecimientos que clavan a la persona, no sólo atestiguan la obstinada resistencia existencial de la joven. Las páginas del diario nos invitan a considerar la pasividad, el sufrimiento, también como una oportunidad para una educación interior que es, al mismo tiempo, conocimiento y transformación del sentir y del pensar. 

La compasión, en esta perspectiva, abre una relación con lo incomprensible y anticipa -alimentada como está por la imaginación- lo que la razón no puede explicar. Hay una verdad que no aspira al conocimiento, la que Jacques Derrida leyó en las confesiones de San Agustín: una exigencia de perdón al margen de cualquier deseo de decir la verdad. Las lágrimas, en la lectura del filósofo francés, son la verdad del texto, lágrimas que, velando la vista, llevan al ser humano más allá de lo que los ojos miran y la palabra describe. 

Se trata, pues, de hacer las paces con la posibilidad de pensarse a sí mismo no sólo como sujeto de conocimiento. Está en juego la puesta en acto de la verdad, la dimensión ética, el ser sujeto de la acción justa: esa verdad que Michel Foucault llama etopoiética, una verdad que no es descifrada por la conciencia ni elaborada por el estudio, que sólo "puede leerse en la textura de los actos que se realizan y las posturas corporales que se asumen". 

La nueva alianza tatas veces reclamada no se ha realizado: no se ha restablecido ningún pacto entre naturaleza y cultura capaz de llevar al ser humano más allá de su actitud depredadora. Junto al ejercicio de la razón, debe entonces ser posible recuperar una educación en el sentir juntos, en el con-patire, en el con-agire. 

No creo, pues, que la compasión nos aleje de la necesidad de una intervención política; no creo que se limite a desvalorizar y reducir al otro que sufre a una criatura indefensa. Más bien, el dolor es la condición del reconocimiento recíproco, capaz, de hacernos conocer la provisionalidad de nuestra tienda, de acoger al otro, de custodiarlo, en una pertenencia común a la physis, a lo sagrado. Es en la vida desnuda, en la vida expuesta al dolor, donde la relación con el otro vuelve a ser relevante, y la preocupación narcisista por la melancolía puede transformarse en atención a la vulnerabilidad de todos. El yo siempre está en una relación de dependencia -ya sea de amor o de abandono-, pero ¿no podemos leer esto como un recurso, una posibilidad de resistencia? ¿Aprovechar el rostro del otro que se parece a nosotros como una oportunidad? 

Rosa de Luxemburgo aboga por un poco de compasión al mirar a los ojos sufrientes de un búfalo moribundo, estupefacto ante una crueldad que no puede comprender, denso de un estupor que no puede sostener la conciencia. A menudo se pone en tela de juicio al animal en los discursos sobre la compasión: como si fuera lícito cargar sólo al animal -verdaderamente indefenso, aplastado por el poder avasallador del ser humano- con el peso de un sentimiento que lleva consigo la admisión de la fragilidad del otro. El animal indefenso en relación con el ser humano. Y, como el animal, también el niño inocente. Pero, entonces, ¿es sólo el otro, situado por definición fuera de las expectativas de rendimiento, el que puede necesitar o al que le puede faltar? ¿Es sólo válida para ese otro la consideración de que la condición de dependencia no sea una falta, no conlleve el sentimiento de una ofensa? 

Si queremos retener algo de lo que nos recuerda la compasión, sin descartarla como una reacción indecorosa o del todo inapropiada, tal vez deberíamos pensar que la implicación política reside en una nueva educación del sentimiento: un vestido ético, una nueva postura ante el mundo, que abre la posibilidad del hastío, de la vulnerabilidad, de la inadecuación. 

Reconocernos semejantes se nutre de la posibilidad de imaginar la vida de los otros, y muestra toda la urgencia de una educación humanista: ¿cómo alimentar la posibilidad de sentir juntos si no cuidamos nuestra capacidad imaginativa, cruzando historias, las más lejanas y distantes, las más cercanas y próximas? 

Cuanto más seamos capaces de abrir un espacio de imaginación, tanto más el dolor del otro nos hablará del nuestro: porque no lloramos sólo por el dolor como causa material, también lloramos el dolor del que llora, lloramos el dolor como estado doloroso de la existencia. Y es con esta condición que el dolor se convierte en duelo, es decir, en manifestación y objetivación del sentimiento de carencia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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