La conversión cristiana: hacerse prójimo como Jesús, el Buen Samaritano
¿Pero
quién ha dicho que las parábolas evangélicas son simples recursos didácticos,
ideados por el rabino Jesús para captar la atención de sus oyentes? ¿O pueden
interpretarse como relatos sinceros y edificantes, diseñados artísticamente por
el único Maestro verdadero para instruir a los discípulos, ablandar a los
curiosos y suavizar a los adversarios? ¿O deberían tomarse como un dossier
inofensivo de “buenos ejemplos” y exhortaciones moralistas genéricas?
De
hecho, la parábola se sitúa en una dinámica conflictiva. Es una provocación que
hiere y empuja a elegir, a tomar partido: con o contra Jesús. Es un relato
simbólico que pretende cambiar mentalidades y convertir la vida. Si el fin
último de toda parábola es despertar nuestro corazón, entonces la regla
fundamental para comprender su mensaje es dejarnos sorprender por la parábola.
1.- El icono de proximidad
Pero ¿cómo podemos todavía sorprendernos por una
parábola que conocemos casi de memoria, como la del Buen Samaritano?
Debemos
tener presente que el género literario de Jesús se asemeja al de los profetas,
pero lo supera por la brillante frescura del lenguaje utilizado y la novedad
inédita del mensaje propuesto. De hecho, es un lenguaje vivo, colorido e
imaginativo. Es un discurso encendido, a través de comparaciones y paradojas.
El género parabólico de Jesús esculpe pequeñas historias verosímiles
ambientadas en la vida cotidiana. Pero he aquí que en medio de la normalidad, a
menudo surge lo asombroso, lo más sorprendente e impredecible.
Preguntémonos
entonces: ¿dónde encontrar el centro de la parábola del Buen Samaritano, ese
punto magnético alrededor del cual irradian todos los elementos narrativos?
¿Dónde podemos interceptar ese corazón palpitante de la parábola que nos
permite captar la «buena noticia» evangélica, con una intuición global, más
cercana a la percepción artística que a la deducción científica?
No
hay duda de que el punto central de la parábola se encuentra en la aparición
del samaritano.
Aquí el texto lucano nos reserva una triple sorpresa.
La primera viene dada por el hecho de que el
protagonista del relato aparece en escena después del paso del sacerdote y el
levita.
Si tenemos en cuenta que la narrativa popular ama el número tres y que en el
desarrollo del relato la serie de personajes va en dirección descendente
-primero pasa el sacerdote, luego, en segundo lugar, el levita, y no al revés-,
los oyentes esperarían que finalmente ahora surgiera del fondo de la escena la
figura de un laico, quizá no sin un toque de polémica, en sintonía con la
polémica secular, querida por los antiguos profetas, contra un ritualismo, toda
exterioridad e hipocresía nauseabunda.
En
resumen, se podría esperar que, como máximo, un simple hombre del pueblo –un
laico, es decir, un israelita común– interviniera para ayudar al desafortunado.
Y el mensaje ya sería más que asombroso. Pero, inesperadamente, aparece un
samaritano: no un simple laico, sino incluso un hereje.
Así que, ¡sorpresa dentro de la sorpresa! A
diferencia de los dos primeros transeúntes – correligionarios y compatriotas
del pobre desventurado, abandonado medio muerto al borde del Jerusalén-Jericó –
es precisamente este extranjero el que acude en ayuda de aquel pobre hombre.
Entre
paréntesis, conviene recordar que para un judío decir ‘samaritano’ era como
decir ‘enemigo’: un ser digno de desprecio, cultural y espiritualmente
‘distante’. ¡Todo menos “próximo”!
Pero
aquí viene la tercera sorpresa. El samaritano aparece en el relato no como
el personaje necesitado de ayuda, sino como el salvador que se hace cargo de la
emergencia del pobre. Al fin y al cabo, si se quería inculcar el deber
de ayudar al necesitado, aunque fuera extranjero o enemigo, el herido debía ser
samaritano y el ayudador judío. En cambio –y ésta es precisamente la tercera
paradoja– aquí ocurre exactamente lo contrario.
En
este punto el mensaje de la parábola parece completamente transparente.
¿Quieres realmente entender a quién debes considerar
tu prójimo?
Trata de imaginarte en el lugar de ese desafortunado hombre, herido por
bandidos y abandonado, ahora al final de su vida, al costado del camino. Me
gustaría mucho ver si en ese momento de pesadilla, y después de que dos
compatriotas de impecable ascendencia judía continuaran sin parar, tú continuarías
sacando a relucir toda esa cantinela infantil de tabúes y te negarías a ser
tocado por las manos impuras de ese samaritano. ¿O qué pasaría si no quisieras
desesperadamente que ese samaritano se detuviera, ignorara la barrera
étnico-religiosa y finalmente te considerara su prójimo... simplemente porque
eres un hombre y punto?
2.- La gramática de la proximidad
Ahora
podemos dedicarnos a una relectura, casi a cámara lenta, de nuestra parábola.
El
trasfondo: una historia criminal que ocurrió en la línea Jerusalén-Jericó. “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y
cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron y, hiriéndole, se fueron,
dejándole medio muerto”.
“Un
hombre…”: pero ¿quién es el hombre? Es la gloria de Dios. “Gloria Dei homo vivens”, escribió San Ireneo. Dios encuentra su
gloria en el hecho de que el hombre viva y alcance la plena realización de su
humanidad. Pero este hombre, que cayó en manos de bandidos, fue asaltado,
golpeado hasta sangrar y dejado inconsciente, es un ser pobre, herido, frágil,
indigente y sufriente. Él es el hombre que interesaba al Concilio Vaticano II,
definido por Pablo VI como «el hombre
trágico de sus propios dramas, el hombre frágil e infeliz de sí mismo».
Pero – añadió – “la antigua historia
del samaritano fue el paradigma de la espiritualidad del Concilio. El
descubrimiento de las necesidades humanas ha absorbido la atención de nuestro Concilio”.
Por
tanto, el hombre como ser-necesitado. En este punto San Óscar Romero completa a
san Ireneo: “Gloria Dei vivens pauper”
-“La gloria de Dios es la vida de los
pobres”-. Dios no ama tanto lo que el hombre tiene y es, sino ese
ser-en-necesidad que es necesidad de tener y de ser. El leproso de Asís no
tiene derecho al beso de San Francisco… pero lo necesita. Y San Francisco lo
abraza y lo besa. Desde aquel día, San Francisco dejó de adorarse a sí mismo y
comenzó a convertirse en un auténtico prójimo de los pobres y en un hermano
universal.
Los verbos de la no proximidad
Tanto
el sacerdote como el levita “ven y pasan
de largo”.
Es
interesante el verbo griego “antiparerchomai”,
que significa “pasar por encima”. Es
un verbo compuesto con dos preposiciones: antì
(al otro lado, en el lado opuesto) y parà
(al lado de). Podríamos traducir fácilmente ese verbo griego de esta manera: los
dos primeros transeúntes pasan por encima del pobre hombre, guardando una
distancia de seguridad para no contaminarse.
Pero
¿por
qué Jesús elige a un sacerdote y a un levita como figuras negativas?
Probablemente para resaltar su miedo a la contaminación –y a la sangre
contaminada– y, por lo tanto, su preocupación por salvaguardar su propia pureza
religiosa. Pero de esta manera, al distorsionar el mensaje de los profetas,
olvidan que el culto a Dios no es verdadero si no se traduce también en
servicio a los demás. De hecho, como leemos en el pasaje paralelo de Marcos, “amar al prójimo como a uno mismo vale más
que todos los holocaustos y sacrificios” (12,33b).
El dodecálogo del hacerse cercano
Retrocedamos
ahora e intentemos recorrer el recorrido del samaritano, avanzando casi a cámara
lenta y tratando de conjugar los doce verbos que fotografían su
acción, su estilo y sus sentimientos.
Los
dos primeros verbos – viajar, pasar al lado – podrían
considerarse los verbos del azar y del riesgo. Así como “por casualidad” (v.
31) el sacerdote y el levita habían pasado poco antes por aquel camino, así
también el samaritano viajaba en la misma dirección y por tanto era inevitable
para él encontrarse con aquel desdichado hombre, herido y a punto de morir.
Este samaritano es un hombre normal: no es un fariseo observante ni un ministro
escrupuloso del culto, como lo eran los dos primeros personajes. Él sabe bien
que tomar ese camino significa correr graves riesgos de alguna emboscada, para
él y para los demás. Amar es correr riesgos.
He
aquí dos verbos que deben mantenerse inseparablemente unidos: ver y
tener compasión. Podríamos llamarlos los verbos de los ojos y del
corazón.
El
evangelista Lucas ya las utilizó refiriéndose a Jesús: cuando, entrando en
Naín, se encuentra con el cortejo fúnebre del hijo único de una viuda pobre, el
Señor «al verla, se compadeció de ella»
(Lc 7,13). ¿Quizás el evangelista quiera insinuar que Jesús es el Buen Samaritano?
Recordemos
que “tener
compasión” traduce un verbo típicamente femenino, y que literalmente se
debería traducir como “sentir que se agita el seno”: como
una madre, cuando ve a su hijo correr hacia ella, siente que sus entrañas se
agitan de emoción, así hace Jesús. Y así hace Dios: de hecho, los dos verbos
volverán a aparecer también en la parábola del padre misericordioso para
describir los sentimientos de ese padre en el momento en que corre al encuentro
de su hijo: “lo vio y se compadeció” (Lc 15,20). «Tener compasión»: es el
signo del reconocimiento del samaritano y de aquel que se ha hecho prójimo,
como reconoce el mismo escriba (cf. Lc 10,37). Amar es dejar que te rompan el
corazón.
Y
aquí estamos con los tres verbos de “primeros auxilios”: el samaritano se acercó a él,
vendó sus heridas, vertiéndoles aceite y vino. Podemos llamarlos los
verbos de los pies y de las manos. Son los verbos de la concreción y de la
competencia, sin los cuales la compasión sería estéril y retórica. Se hizo
cercano a él, es decir, próximo a él, y esta proximidad se traduce en una
intervención experta y experta: el vino desinfecta, el aceite alivia las
heridas. Amar es ensuciarse las manos.
Finalmente
vienen los tres verbos: “lo cargó sobre su propia cabalgadura, lo
llevó a una posada y cuidó de él”. Éstos son los verbos del cuidado:
después de la intervención de urgencia, el samaritano compasivo debe organizar
el “después”, para no arruinar su propia sala de urgencias. Por eso, al día
siguiente, cuando estaba a punto de reanudar su viaje, planeó todos los
tratamientos posibles para el enfermo, hasta su completa curación: Al día siguiente,
sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y todo lo que gastes de más, te lo pagaré cuando
regrese”.
Dar y pagar: estos son los dos últimos
verbos. El samaritano no le dice al posadero: «Basta, ya está dado». Sino “te
doy y te daré lo que sea necesario para la pronta y completa recuperación de
este pobre hombre”. No es posible donar sin gastar. Pero es posible,
desgraciadamente, gastarse sin entregarse. Amar es cuidar. Es darse y gastarse.
3.- La sintaxis de la proximidad
Ahora
vayamos a la conclusión de la parábola. Como hemos visto, la chispa que desencadenó
la respuesta de Jesús fue la pregunta del escriba: «¿Y quién es mi prójimo?»
Al
final del relato del samaritano, Jesús contraataca con la contra-pregunta: “¿Quién
de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”
El
doctor de la Ley quería saber quién tiene derecho a su amor. Jesús responde
indicándole a quién él, doctor y maestro, tiene el deber de amar. Del prójimo
como objeto a amar, Jesús nos invita a pasar al prójimo como sujeto que ama.
Vosotros –dice Jesús– no tenéis prójimo. Vosotros os hacéis prójimos, es decir,
cercanos a alguien.
Pero
esto nunca será posible si mantienes la distancia: tienes que acercarte a él,
tienes que aproximarte a él, tienes que convertirte en su prójimo, entonces no
podrás evitar sentir una sincera compasión por él.
El verdadero problema no es teórico: ¿a quién debo
considerar mi prójimo? sino de carácter ético-práctico: ¿de quién debo estar
cerca?
Y
tengo que hacerme cercano a todos, derribando distancias y barreras dentro de
mí, derrumbando muros y vallas fuera de mí. En resumen: el problema no es tener
un prójimo a quien amar, seleccionándolo con cuidado. El problema es estar
cerca de quienes necesitan ser amados.
Pero
eso no es todo.
Ahora debemos identificar quién es el verdadero
samaritano de la parábola. Jesús es el verdadero “Buen Samaritano”. Él nunca se
preguntó si estábamos cerca de Él. Él vino para estar cerca de nosotros.
Esta
no es una interpretación devota. Se trata de una identificación correcta, que
se remonta a varios Padres de la Iglesia. Dos entre muchos. Escuchemos a San
Ambrosio: “Este samaritano que bajaba, ¿quién es el que bajó del cielo, sino el
que subió al cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo? – viendo al hombre
medio muerto, (…) se acercó a él, es decir: se hizo semejante a nosotros
tomando sobre sí nuestra compasión, y se acercó a nosotros dándonos su
misericordia”.
Escuchemos
a San Agustín: “Nuestro Señor Jesucristo nos hace comprender que fue Él mismo quien
ayudó a aquel hombre medio muerto que yacía junto al camino, maltratado y
abandonado por los ladrones. Por eso nuestro Señor y Dios quiso llamarse
nuestro prójimo”. Jesús, marcado por los judíos durante su vida como
«samaritano» (Jn 8,48), superó todo límite para acoger a los pecadores y nos
reveló así el amor del Padre.
Pero ¿cómo podemos reconocer que Jesús es el
verdadero buen samaritano? Lo puedes reconocer por sus ojos. No sabemos su
color, pero sí su calor. En los ojos de Jesús arde el fuego de la compasión.
Es
sábado y Jesús está enseñando en una sinagoga. Entre las muchas personas que lo
escuchan, hay una pobre mujer que está enferma desde hace dieciocho años. Ella
estaba encorvada y no podía mantenerse erguida en absoluto. “Jesús la vio, la llamó y le dijo: “Mujer,
quedas libre de tu enfermedad”. Él puso las manos sobre ella, y al instante
ella se enderezó y glorificaba a Dios” (Lucas 13,10-13). Los ojos de Jesús
se llenan de tristeza al ver al joven rico alejarse tristemente (Lucas 18,24).
Están cubiertos de lágrimas al contemplar la ciudad santa y al pensar en el mal
que se cierne sobre ella y sus hijos, cuando un día sería sitiada y destruida
(Lc 19,41-44). Están llenos de dolor, pero imbuidos de profunda misericordia
cuando Pedro lo niega por tercera vez y, traspasado por la mirada del Maestro,
«salió y lloró amargamente» (Lc
22,61ss).
El Buen Samaritano-Jesús se nos revela a través de
sus preferencias.
Una de ellas, muy destacable, es la convivencia. Siguiendo con el evangelista
Lucas, lo encontramos resaltándolo 10 veces: 3 veces con ocasión de Jesús
resucitado (cf. Lc 24,30.43; Hch 1,4) y 7 veces durante su vida pública. A
Jesús le gusta comer juntos, y no con las almas bellas y piadosas de Palestina,
sino con los publicanos y pecadores; con el fariseo que desprecia al pecador;
con la multitud cansada; con el fariseo obsesionado con la ablución; con uno de
los jefes de los fariseos que lo espía para ver si tiene el coraje de curar a
un hidrópico en sábado; con los Doce dispuestos a abandonarlo en la tarde de la
Última Cena.
El Jesús samaritano se reconoce por sus gestos
típicos,
en particular por lo que se convertirá en su signo especial de reconocimiento:
el gesto de partir el pan. Véase la multiplicación de los panes (Lc 9,16); en
la Última Cena (22,19); al final del encuentro con los dos en Emaús, cuando «se les abrieron los ojos y le reconocieron»,
así cuando los dos regresen a Jerusalén contarán «cómo le habían reconocido al
partir el pan» (24,31.35).
Pero hay un último signo que supera a todos y que en
cierto sentido permite al Jesús samaritano superarse a sí mismo: es el signo de
la cruz.
En
la Cruz lo ha dado todo: tiempo, talentos, sabiduría, mansedumbre, bondad sin
límites, perdón gratuito,… Y un amor total, incondicional, in-creíble. Aún le
queda dar la señal del amor más grande: dar la vida por sus amigos. Pero ahora
se supera a sí mismo porque da su vida incluso por sus enemigos. Lo asaltan los
insultos de los transeúntes, de los jefes del pueblo, de los soldados: “Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz”.
El evangelista Lucas añade que uno de los dos malhechores insistía en
desafiarlo: «¡Sálvate a ti mismo y a
nosotros!» Pero Jesús ya no puede salvarse a sí mismo. Y es precisamente
así, es precisamente habiendo renunciado por nosotros a la salvación de sí
mismo, que puede salvarnos a todos.
En conclusión, la parábola del Buen Samaritano,
reflejada en la historia de Jesús, nuestro verdadero Buen Samaritano, nos
interpela y, al mismo tiempo, nos permite redefinir todos los personajes en
juego de la espiritualidad evangélica de proximidad.
El yo. No puedo definirme girando sobre mí
mismo, ni retirándome o encerrándome en la jaula dorada de mi ego. No soy ni el
padre ni el dueño de mí mismo. Si el Buen Samaritano es el yo que encuentra su
identidad ayudando a los demás, entonces son verdaderas las palabras de Jesús:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que
deje de pensar en sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar
su vida, la perderá» (Mc 8,34s). Negarme a mí mismo no es sólo la condición
indispensable para salvar al otro, sino también la premisa esencial para
salvarme verdaderamente a mí mismo. A medida que me acerco al otro, mi “yo” se
convierte en un “tú” para el otro, y de este modo llega a ser más
verdaderamente “yo”. Mi ser y el de los demás está en juego.
El otro. Él es mi hermano. Y desde que Caín
mató a Abel, ya no puedo decir: “¿Soy yo
acaso responsable de mi hermano?” Del cuerpo torturado del pobre surge la
voz de la sangre que llama al samaritano a “hacerse prójimo”. Estar necesitado
es la nueva identidad de los pobres. Es la necesidad de ser la que hace que
desde su frágil y negada humanidad brote el grito de ayuda, la sentida súplica
de salvación del naufragio del no-ser. El Papa Francisco dedica un pasaje a
nuestra parábola en su exhortación apostólica Gaudete et Exsultate (98):
Cuando me encuentro con una persona durmiendo a la
intemperie en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un obstáculo
imprevisto en mi camino, un criminal ocioso, un obstáculo en mi sendero, un
aguijón persistente en mi conciencia, un problema que los políticos deben
resolver y tal vez incluso un pedazo de basura que ensucia el espacio público.
O puedo reaccionar desde la fe y la caridad y reconocer en él un ser humano con
la misma dignidad que yo, una criatura infinitamente amada por el Padre, una
imagen de Dios, un hermano redimido por Cristo. ¡Esto es ser cristiano! ¿O
acaso se puede entender la santidad sin este reconocimiento vivo de la dignidad
de todo ser humano?
Dios. Así como la redefinición del yo está
entrelazada con la del otro, así ambas están entrelazadas con la redefinición
de Dios. De hecho –nos enseña insinuantemente la parábola– la compasión
visceral que siente el samaritano, que lo empuja a hacerse prójimo del
desdichado, es la participación del amor mismo de Dios Padre que envía a su
Hijo para hacerse prójimo y buen samaritano de la humanidad, herida de muerte
por el Maligno. El Papa Francisco, en la misma exhortación (n. 106) cita a Santo
Tomás de Aquino: “No practicamos el culto a Dios con sacrificios y ofrendas externas para
su beneficio, sino para nuestro propio beneficio y el del prójimo. Por eso la
misericordia con que uno ayuda la miseria del otro es un sacrificio más
aceptable para él, porque asegura más estrechamente el bien del prójimo”.
Hermano, hermana ¿quién es tu prójimo? Es el
samaritano quien te salvó. ¡Alégrate! Inscríbete en su escuela. Aprende de él.
Préstale sus ojos para verlo en el sagrario de la carne herida de los pobres.
Que te trasplanten el corazón para amarlo en cada hermano que sufre. Dale tus
manos para ayudarlo, para sanar y para acariciar. Préstale también tus pies
para acercarlo a los más necesitados. Entonces ve y sé un buen samaritano tú
también.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF