viernes, 28 de febrero de 2025

Alegría de Júbilo.

Alegría de Júbilo 

En el vocabulario clásico del Jubileo la palabra “alegría” es prácticamente inexistente. Sin embargo, en el origen judío del jubileo, el año sabático, la alegría era el tono subyacente que dominaba la escena de los textos y las “acciones” que lo celebraban. 

Fue una alegría que nació esencialmente porque el sufrimiento, el cansancio, las penas de la vida se interrumpieron: se habló de liberación de esclavos (Ex 21, 2-6), de anulación de deudas (Dt 15, 1-11), de descanso compartido (Dt 16, 13-15), de renovada confianza en el Dios que provee a las necesidades humanas (Lv 25, 1-7). 

El peligro evitado de que la vida fuera esencialmente sufrimiento y terminara en muerte generó en el alma de los judíos la sensación liberadora de ligereza y energía vital que caracteriza siempre la alegría. 

Pero con Jesús esta emoción adquiere otro color, mucho más potente. No sólo se confirma la experiencia liberadora de los judíos (Lc 4,16-21), sino que se anuncia y se realiza la posibilidad de la plenitud de la vida. 

Desde su nacimiento (“Os anuncio una gran alegría” – Lc 2,10), pasando por la experiencia de la conversión (“habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta” – Lc 15,7), hasta el imprevisible e inesperado anuncio de la resurrección (“las mujeres salieron rápidamente del sepulcro con temor y gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos” – Mt 28,8), el hombre es proyectado en la posibilidad de realizar sus propios deseos, hasta un punto verdaderamente impensable. 

Porque la plenitud de vida es precisamente la meta del amor de Cristo por nosotros: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10); “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene nunca tendrá hambre; y el que en mí cree nunca tendrá sed” (Jn 6,35); “En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros tenéis todo plenamente en Él” (Col 2,9). 

Por eso, en Emaús, los dos discípulos, al encontrarse con Cristo, hacen de la alegría el elemento distintivo de la fe: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?» (Mt 24,32). El carcelero de Pablo que llegó a la fe “se regocijó con toda su casa de haber creído en Dios” (Hechos 16,34). Toda la comunidad a la que escribe Pedro está llena de alegría, porque ama a Cristo, sin haberlo visto: «y ahora, sin haberlo visto, creéis en él». “Por tanto, alegraos con un gozo inefable y glorioso” (1 Pe 1,8). 

E incluso en el sufrimiento, este tono emocional subyacente no se pierde: “Bienaventurados seréis cuando por mi causa os insulten y os persigan y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. “Alegraos y regocijaos” (Mt 5, 11-12); “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas” (Santiago 1,2). 

Hasta Pablo que considera la alegría uno de los primeros frutos de la acción del Espíritu Santo en nosotros: «El fruto del Espíritu es amor, alegría y paz» (Jl 5,22); “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). 

¿Cómo, entonces, logramos colorear con esfuerzo, sacrificio y a veces hasta sufrimiento, la construcción mental que da sentido al jubileo? 

Aquellos que realmente han experimentado el Jubileo tal como es, en cambio, describen una sensación de alegría, ligereza y plenitud de vida posible, como el sello emocional de su experiencia. Por eso deberíamos realmente incluir esta palabra en el vocabulario del Jubileo y convertirla en la prueba de fuego de la verdad de nuestra experiencia jubilar. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Tiempo para la música sacra en Cuaresma.

Tiempo de música sacra en Cuaresma

Tal vez los ángeles, cuando quieren alabar a Dios, tocan música de Bach, pero no estoy del todo seguro; estoy seguro, sin embargo, de que cuando están entre ellos tocan Mozart y entonces el Señor también encuentra particular deleite en escucharlos”. Son palabras de Karl Barth, extraídas de su opúsculo de 1956, escritas con motivo del segundo centenario del nacimiento de Mozart. 

La música nace de un corazón que ama, de un corazón capaz de amar y que a menudo lleva también consigo algunas heridas. Por eso lo musicalizado y cantado puede ser expresión de la luz que brota tanto del amor como del dolor. 

Por lo que respecta a la música sacra, se dirige principalmente al Tú divino, capaz tanto de hacerse presente junto a cada hombre como de hacerle experimentar su silencio, revelándose así como el «Dios escondido», pero siempre fiel. 

El silencio divino que introduce la música sacra es el espacio de nuestra libertad, porque en la dolorosa ambigüedad del silencio de Dios el hombre está solo ante sus opciones, completamente libre respecto de Dios que se retira. Silencio fecundo, pues, el de Dios, que revela una paternidad no paternalista: en el acto mismo de su retirada introduce a cada hijo en la libertad, como si se tratara de un segundo acto generativo. 

Permíteme que abra un paréntesis. 

Es interesante la relación entre liturgia, verdad y belleza. El Papa Francisco dice en Evangelii gaudium: «La Iglesia evangeliza y es evangelizada mediante la belleza de la liturgia, que es también celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso a la entrega de sí» (EG 24). 

En otras palabras, la via pulchritudinis es el modo en que la Verdad, que es Cristo mismo, se hace presente a través de signos sensibles y acontecimientos de belleza, donde los signos expresan la concreción con la que la verdad llega a la criatura, y el acontecimiento narra el acontecer de este encuentro, no por medio del esfuerzo humano sino por medio de la gracia. 

En virtud de esta concreción y de esta dinámica de encuentro, la liturgia se sirve de todos los sentidos de los fieles, precisamente para hacerlos partícipes de la grandeza y belleza del Misterio. 

Los sentidos constituyen las puertas a través de las cuales el hombre es alcanzado por lo divino y a su vez entra en comunicación con el Señor vivo. Y la puerta entrada son los cinco sentidos, como el lugar donde Dios capta a cada una de sus criaturas: el oído, para acoger la Palabra; tocar, realizar gestos sacramentales y obras de caridad; el gusto, de nutrirse del pan eucarístico; el sentido del olfato, para saborear el perfume, evocado por el olor del crisma; vista, contemplar los gestos que se realizan en la liturgia. 

Y puesto que Jesús es “la” Verdad, ésta no puede ser alcanzada mediante el esfuerzo espiritual, moral o intelectual, sino que es capaz de llegar a todo hombre y mujer, hasta donde él se encuentra. Y es el Espíritu Santo quien realiza este dinamismo a través de los sentidos, de modo que gracias a su acción el toque divino nos alcanza y nos transforma en la escucha de la Palabra de Dios y de los cantos, en la vista que, educada por la fe, sabe leer el lenguaje de los signos y de los gestos, en el tacto que nos pone en relación con el sancta, en el gusto que saborea el pan eucarístico como alimento de vida eterna, en el olfato que a través del perfume de los signos se abre al perfume de Cristo. 

Esta acción divina genera en la criatura un inmenso asombro, como escribe el Papa Francisco en su Carta Apostólica Desiderio desideriovi sobre la formación litúrgica del Pueblo de Dios: «La belleza, como la verdad, generan siempre asombro y, cuando se refieren al misterio de Dios, conducen a la adoración» (n. 25). 

La belleza de la que hablo aquí, sin embargo, no depende del gusto subjetivo de la persona individual, y menos aún de su reconocimiento (aunque este último sea fundamental para la actitud de asombro de la que hablo) sino que está inscrita en las cosas, dotada de una fuerza objetiva y capaz tanto de expresar la armonía que la distingue, como de llevarnos mucho más allá de lo mundano. 

Cristo es aquella belleza y aquella verdad capaz de ofrecer, especialmente en el acontecimiento litúrgico, una vida verdaderamente renovada. 

La belleza de Jesús tiene también el poder de desenmascarar toda falsa belleza, ya que Él mismo, el más bello entre los hijos de los hombres, se dio y se reveló sub contraria specie, es decir, a través de la belleza de un amor crucificado: luz que brota del dolor ofrecido por amor: este “amor loco” de Dios es el rostro de la belleza, la única que puede ayudar a los habitantes del tiempo a “transgredir” verdaderamente la muerte y a “redimir” con la caridad el fragmento herido por el mal: es el amor humilde y generoso, recibido de lo alto, la belleza que salva. 

Hasta aquí mi paréntesis. 

Las formas más altas de la música están a menudo marcadas por los rasgos estilísticos de la nostalgia: incluso músicas como el jazz, emblemáticas de la modernidad vinculada al "sueño americano", nacieron de la nostalgia de un mundo lejano, el de los esclavos americanos, que recordaban una libertad ancestral perdida, como la de los emigrantes, que tradujeron el recuerdo de los afectos y los vínculos de su tierra natal en melodías conmovedoras. 

Diferentes formas musicales nacieron de una situación vital similar, que encontró en la música pacificación, descanso y consuelo. Se podría decir que la música, sobre todo en sus formas más elevadas, es una especie de cifra de la autotrascendencia humana en busca de la pacificación plena y definitiva, que sólo puede darse mediante el misterio de un Dios totalmente otro y al mismo tiempo totalmente cercano. 

En este sentido, resulta esclarecedora la anécdota de Karl Barth, voz significativa de la teología del siglo XX, con la que he comenzado esta reflexión: los ángeles en el Cielo tocan Bach ante Dios, pero cuando están solos tocan Mozart y el Padre Eterno va detrás de la puerta a escucharlos. 

Lo importante de la anécdota es que hasta Dios anhela y añora la belleza expresada por la mejor música humana. 

Así, el médico leproso Albert Schweitzer, que también fue un gran músico, escribió un libro titulado Johannes Sebastian Bach, le Musicien-poète (1905), en el que demostró que las cantatas de Bach tienen siempre una estructura trinitaria, que recuerda la fe de la Iglesia, expresando en ésta la profunda nostalgia del Dios que es amor en la relación del Amado, el Amante y el Amor personal que los une... 

Si todo esto corresponde a la realidad, es comprensible también cómo el amor puede ser reconocido como la fuerza inspiradora y sustentadora de la música... expresión de la necesidad humana de autotrascendencia, de ese deseo de ir más allá de los límites y de la inexorable fugacidad de la vida, que anima en cada uno de nosotros, mendigos del cielo, la lucha diaria contra la muerte en favor de la vida. 

Por eso, casi todo texto escrito para ser musicado se dirige a un tú, pronombre de la relación dual, en la que uno se pone en juego hacia el otro tanto en la escucha como en la ofrenda. 

En la música sacra, este Tú es el Tú divino, el totalmente Otro, pero totalmente cercano y próximo. Por eso la música sacra es la voz de la experiencia más profunda y hermosa que un creyente puede tener en su vida, la de sentirse amado por siempre y para siempre por un Amor infinito... 

Vale la pena destacar también en los textos vinculados a la música sacra el uso del futuro, en el continuo retorno de verbos que expresan apertura al futuro: se podría decir que quien experimenta la autotrascendencia llega finalmente al Tú capital, originario, primordial abriendo su vida a una perspectiva de esperanza y sintiendo en su corazón que la última palabra no será la de la muerte, sino la del Amor victorioso sobre la muerte. 

Detrás de la música sacra, inspirándolo y motivándolo, está la fe y su gran fuerza, inseparable de la esperanza… 

Escuchar la música sacra con fe significa vivir la autotrascendencia entregándose a Dios, y de este modo significa superar la prisión del ahora y el miedo al silencio final, que es la muerte… 

Quien cree nunca está solo, en la vida, como en la muerte. En el Cántico de las Criaturas hay una estrofa dedicada a nuestra hermana muerte: San Francisco de Asís la escribió hacia el final de su vida, mientras sentía acercarse el fin. 

Es un texto de extraordinaria belleza, porque las palabras que lo componen están pagadas con la vida de un hombre, que está recibiendo el don del encuentro definitivo con el Señor amado. En el recuerdo de lo que Jesús hizo por nosotros, San Francisco de Asís encuentra luz sobre todo: el Cántico lleva a la palabra el movimiento de trascendencia y de nostalgia, propios de toda vida humana. 

La auténtica creatividad musical se expresa de la manera más alta, porque la música sacra se convierte en la voz de la angustiante espera que llevamos dentro, de la nostalgia de lo totalmente Otro… 

La música sacra es la que canta la belleza de las criaturas y la sed que ellas encienden en nosotros de ver el Rostro del Amado. Es una forma humilde, alta y bella de expresar la nostalgia profunda de cada corazón que ama creyendo y espera amando, incluso más allá de cualquier medida de esperanza. 

En esta perspectiva, incluso la pasión y la muerte aparecen como una "hermana" y el umbral final se ofrece como puerta de la vida. 

Llegados a este punto te invito y propongo que, durante la Cuaresma, reserves un tiempo para escuchar música sacra… cada día… cada semana… Hay muchas y diferentes páginas de música sacra. Tú tendrás seguramente tus preferidas, es decir, aquellas que, por la razón que sea, más te alcanzan, te llenan, te… 

Yo te propongo al menos dos piezas de un mismo compositor: Johann Sebastian Bach. Y son, como seguramente ya habrás adivinado: la Pasión según San Mateo (BWV 244) y la Pasión según San Juan (BWV 245). 

No, no quiero polemizar con Karl Barth pero “para Bach, la música era religión, componerla era su credo, tocarla era una función religiosa”. Así resume Leonard Bernstein la importancia de la fe en las composiciones de Johann Sebastian Bach. Todo el repertorio de Bach se caracteriza, explícita o implícitamente, por este gran sentido del Misterio y por esta gloria continua a Dios. 

Su primer libreto para órgano se titula “Para gloria del Dios supremo, para enseñanza de los demás”, como lo son muchas de sus partituras que llevan este encabezamiento: S. D. G. Soli Deo Gloria. Una dedicatoria que expresa toda la amplitud espiritual del hombre creyente y compositor Bach. 

Más allá de las reflexiones de los estudiosos de las Pasiones, Bach realiza un trabajo de profundización de lo que la Palabra de los Evangelios afirma, y ​​refuerza, con medios musicales, lo que la Palabra quiere expresar. 

La naturaleza extraordinaria de la música, tanto en su inventiva melódica como en la estructura de su forma y armonía, recuerda la fuerza inquebrantable y la unidad de la fe cristiana, especialmente cuando se enfrenta al tema de la muerte. 

Lo Divino permanece en la historia y se convierte en la última palabra sobre todas las distorsiones de la vida. 

La Pasión según San Mateo (BWV 244): https://www.youtube.com/watch?v=SLdr09l01NA 

La Pasión según San Juan (BWV 245): https://www.youtube.com/watch?app=desktop&v=1tm27tmfEAY&t=63s

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

jueves, 27 de febrero de 2025

El rostro humano y evangélico del Papa Francisco.

El rostro humano y evangélico del Papa Francisco 

El pontificado del Papa Francisco ha marcado, desde la elección de su nombre, una profunda ruptura en el lenguaje codificado de la Iglesia. Su voz no ha sido nunca la de un soberano que guía a su pueblo con mano firme o que defiende con pericia teológica la autoridad incontrovertible de los dogmas, sino la de un pastor que se ensucia las manos, que se inclina sobre las miserias humanas sin empuñar jamás la vara inhumana de la condena. Francisco no es el Papa de la Ley y su miedo, sino el de la Gracia y la salvación inmerecida que hace posible. 

Por estas razones, la palabra clave de su pontificado es «misericordia».  Es el mensaje más radical de Jesús que, citando al profeta Oseas, dice: «Misericordia quiero, no sacrificios» (Mt, 9,13). Evidentemente, no se trata de una simple exhortación moral, sino de un corte subversivo en el tejido simbólico de la Ley. 

El perdón y el amor, a los que se refiere la figura de la misericordia, rompen drásticamente con el carácter meramente vengativo de la Ley para abrir el espacio inédito de una nueva posibilidad. El pecado, en esta perspectiva, no es una mancha indeleble, sino una condición humana que puede ser atravesada, comprendida y aceptada plenamente. 

Es el pecado de Pedro que niega, de Tomás que duda, de Saulo que persigue. Es el pecado que siempre puede convertirse en un nuevo comienzo. Es el agua pútrida que se convierte en vino sublime en las bodas de Caná. Es el paralítico que resucita después de que su vida se hubiera atascado sin remedio durante años. 

En este sentido, la Ley de la que el Papa Francisco da testimonio nunca coincide con la aplicación normativa de sus preceptos, sino que, como dice Emmanuel Levinas, se encarna en el rostro del Otro, en la llamada incondicional a la fraternidad que este rostro conlleva. 

El Dios de Francisco no es el juez implacable que infunde miedo, ni la impersonalidad metafísica de una Ley sin corazón, sino el Padre que «hace salir su sol sobre malos y justos» (Mt 5,45). 

En este sentido, la misericordia es el resto irreductible de la Ley, su «semilla santa», como diría Isaías, lo que escapa a la lógica del cálculo y del mérito, lo que supera el mecanismo legalista de la retribución simétrica. 

Como enseña la parábola evangélica del buen samaritano, la fe no es la adhesión a un dogma, sino la curación de la herida. Es la imagen de la Iglesia como «hospital de campaña» que propone el Papa Francisco. Pero también es la imagen, estos días, de su propio cuerpo enfermo, en constante equilibrio entre la vida y la muerte. 

Sin embargo, también es su forma de hablar, su manera oblicua y laxa de moverse en el espacio, sus gestos fraternales, su alegre sentido del humor. Francisco es un Papa que sabe tocar, abrazar, sonreír, mostrar su fragilidad sin reservas. Es, evangélicamente, lo pequeño que se hace grande no contra lo pequeño sino precisamente porque es pequeño, como sucede con el grano de mostaza evocado por Jesús que genera un árbol frondoso en el que incluso los pájaros pueden posarse. Por eso, incluso su propio cuerpo enfermo, que estos días vemos en el candelero, se ha convertido en el teatro de la proximidad y la cercanía. 

Si el poder de la Iglesia siempre ha tenido la tentación de cercarse tras los muros de la separación, el Papa Francisco ha optado desde el principio de su pontificado por derribar esos muros. Esto es lo que ha hecho del Papa Francisco una figura tan querida y controvertida. 

Porque la misericordia, cuando se convierte en testimonio activo, socava en primer lugar la estructura aséptica del poder. Quienes invocan la pureza de la doctrina, quienes defienden la rigidez de las normas sin comprender el sentido profundo de la Ley, quienes desearían una Iglesia fundada en la rígida distinción entre justos e injustos, no han podido dejar de percibir a este Papa como una verdadera perturbación. 

No es el pontífice que tranquiliza sino el que interroga, no es el guardián de la ortodoxia sino el que abre el diálogo, no es el que alienta políticas de exclusión sino el que ha hecho de la inclusión un programa político, no es el guardián de la infalibilidad de la Ley sino la encarnación testimonial de la misericordia. 

En el Evangelio, Jesús se inclina ante los pecadores, come y bebe con los publicanos, cura en sábado, escandaliza a los bienintencionados, se junta con las prostitutas, con los pobres y desposeídos. Su existencia es excéntrica, dinámica, imposible de reducir a la estática sin vida de la dogmática religiosa. Jesús es una trasgresión continua, un exceso, un deseo que no teme sino que ama el esplendor y la atrocidad de la vida. 

Es el mismo exceso que encontramos en el Papa Francisco. Nunca es la obediencia a los preceptos de la Ley lo que salva nuestras vidas, sino el reconocimiento de que en el extranjero y en el enemigo -es decir, en el Otro que nunca está a nuestra disposición- reside siempre un hijo, un hermano, un prójimo. 

En un momento en que el discurso religioso corre el riesgo de convertirse en un delirio de identidad, en que la fe se anquilosa en una ideología que siembra muerte, guerra y destrucción, el Papa Francisco de la misericordia nos recuerda que el corazón del cristianismo no es la defensa de una fortaleza vacía, sino el movimiento extático de la salida de uno mismo, del vértigo del encuentro, del duro impacto con la alteridad del Otro. 

Este es el verdadero escándalo - otros lo llaman locura o necedad -: un Papa que rechaza el ropaje del juez despiadado para ponerse el ropaje del prójimo, de los que están verdaderamente cerca de nosotros. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

¿Hasta cuándo?

¿Hasta cuándo? 

Según el último informe de Oxfam -publicado el 20 de enero de 2025- sobre la desigualdad, titulado «El saqueo continúa: pobreza y desigualdad extrema, la herencia del colonialismo», 2.769 personas, el 0,00003% de la población mundial, poseen una riqueza estimada en 15 billones de dólares; al mismo tiempo, 3.500 millones de seres humanos, es decir, el 38,8% de la población mundial, tienen que vivir con un máximo de 2.500 dólares al año. Si la riqueza de los superricos se distribuyera entre los menos afortunados, 3.500 millones de personas recibirían cada una el equivalente a casi dos años de los recursos que utilizan para alimentarse. En Suiza hay 41 multimillonarios y poseen 221.800 millones de dólares, el equivalente a más de 24.600 francos por cada uno de los 9 millones de habitantes del país, incluidos niños y centenarios. 

Más de un tercio de las grandes fortunas del mundo han sido heredadas, por lo que no tienen nada que ver con la capacidad o el mérito de sus propietarios, y esto es especialmente cierto en el caso de los multimillonarios jóvenes, menores de 30 años. La transmisión de estas fortunas entre generaciones ni siquiera se ha gravado especialmente, gracias a que muchos países han optado por reducir o suprimir el impuesto de sucesiones. 

La concentración de estas fortunas inimaginables en muy pocas manos constituye un grave problema desde varios puntos de vista. No sólo lo dicen las organizaciones progresistas, sino también algo menos de 400 multimillonarios y millonarios de 22 países que han firmado una carta abierta titulada «Debemos trazar la línea», en la que piden a los líderes presentes en el FEM de Davos que pongan fin a la enorme concentración de riqueza que socava la calidad de las democracias y la cohesión social. 

El problema no se limita, pues, a la constatación de la insoportable injusticia en el reparto de la riqueza, sino que afecta directamente a la resistencia del sistema democrático, a su defensa contra la corrupción, el poder desbordante del dinero y los caprichos de unos pocos o muy pocos. 

Si las cosas han empeorado en los últimos años, no es por casualidad. En muchos países, las mayorías políticas pensaron que era mejor jugar la carta de la alfombra roja para los ricos y los muy ricos, en una servil e indigna carrera a la baja en las condiciones fiscales, en lugar de trabajar juntos para frenar esta repugnante desigualdad. 

Junto al gigantesco problema de la injusta distribución de la riqueza, aparece también hoy el de la voluntad de algunos de los superricos de apropiarse del bien público o de ocupar privadamente espacios que normalmente son responsabilidad del ente público. 

La participación directa de los ricos y los muy ricos en la escena política y su interés por la propiedad de los medios de comunicación de masas y de los ámbitos económicamente más prometedores del servicio público y de las instituciones públicas (líneas ferroviarias de alta velocidad, sanidad, instituciones universitarias con investigación puntera, medios de comunicación, instituciones asistenciales, empresas energéticas, etc.) no son nada nuevo, pero estos fenómenos se han acentuado, entre otras cosas por el crecimiento de las fortunas privadas que se invierten en estos ámbitos. Los líderes políticos que no disponen de grandes fortunas personales antes de entrar en política empiezan a convertirse en bienes escasos, lo que desmiente una vez más el principio del mérito. 

Y como lo peor no tiene fin, lo forzoso es constatar que algunos de los ricos o muy ricos que se han metido en política, tal vez empuñando rosarios y crucifijos, también hacen fortuna en este ámbito promoviendo la guerra contra los desesperados, que no sólo no se benefician de un reparto menos brutal de la riqueza, sino que son tratados como bestias a las que hay que capturar y deportar. 

Desesperados, entre otros, obligados a emigrar, ya sea como resultado de conflictos decididos o apoyados por los mismos dirigentes políticos que hoy montan la cuestión de la inmigración como un problema para las naciones occidentales, ya sea como resultado de la inaceptable desigualdad económica, ya sea como consecuencia de los primeros problemas graves causados por el cambio climático. 

En otras épocas, conflictos basados en estos elementos han desencadenado levantamientos, piénsese en la lucha contra la esclavitud, el nacimiento de movimientos socialistas y comunistas, las luchas anticoloniales, las luchas de las mujeres, por lo que es de imaginar que alguna forma de reacción surgirá en los próximos años. 

La parte rica y democrática del mundo, en lugar de sufrir esta inmundicia, haría bien en trabajar seriamente para reducir las diferencias, evitando así futuros conflictos sociales. Pero como las lecciones de la historia sólo en contadas ocasiones conducen a decisiones políticas atrevidas y de altura de miras, es muy difícil que esto ocurra realmente, entre otras cosas por falta de mayorías populares dispuestas a apoyar tal perspectiva. 

Así pues, a la espera de que el Titanic se encuentre con el iceberg de la revuelta, sin renunciar a solicitar un grito ahogado de quienes no están de acuerdo con lo que está ocurriendo, no puedo sino unirme a aquellos que dicen que estamos en otra Edad Media. Son horas oscuras para la igualdad y, por lo tanto, tiempos de hierro para la humanidad. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Una conversión a los pobres y desde los pobres.

Una conversión a los pobres y desde los pobres 

Rezar por los ricos, los sabios, los hipócritas. Rezar «para que el Señor cambie sus corazones». Más aún: «Sonreírles de corazón, desearles el bien y pedir a Jesús su conversión». 

Este es el «favor» que el Papa Francisco pedía a los participantes en una peregrinación de pobres de las diócesis francesas de la Provincia de Lyon encabezada por el cardenal Philippe Barbarin, recibidos en el Aula Pablo VI allá por el lejano… 6 de julio de 2016. La iniciativa había sido promovida por la organización Amigos del Padre Jospeh Wresinski, con motivo del centenario del nacimiento del sacerdote que dedicó su vida a los pobres. 

«Estáis en el corazón de la Iglesia», dijo el Papa en tono espontáneo: «Me acuerdo de lo que pensaba la gente cuando veía a María, José y Jesús por las calles, huyendo a Egipto. Eran pobres, estaban afligidos por la persecución: pero allí estaba Dios». «Las teorías abstractas nos llevan a las ideologías y las ideologías nos llevan a negar que Dios se hizo Carne, ¡uno de nosotros! Porque es la vida compartida con los pobres la que nos transforma y nos convierte», prosiguió el Papa Francisco dirigiéndose a los compañeros de los pobres: “Suscitad una comunidad en torno a ellos, devolviéndoles así una existencia, una identidad, una dignidad”. 

Y añadió: «Me habéis pedido que recuerde a la Iglesia de Francia que Jesús sufre a la puerta de nuestras iglesias si los pobres no están allí. Si no están los pobres... Los 'tesoros de la Iglesia son los pobres', dijo el diácono romano San Lorenzo». 

Luego el Papa Francisco mencionó el «favor»: «Más que un favor -dijo-, quisiera daros una misión: una misión que sólo vosotros, en vuestra pobreza, seréis capaces de cumplir. Me explico: Jesús, a veces, era muy severo y reprendía duramente a las personas que no aceptaban el mensaje del Padre. Y así como dijo aquella hermosa palabra `dichosos' a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los que son odiados y perseguidos, dijo otra, que viniendo de Él ¡espanta! ¡Ay! Y lo dijo a los ricos, a los sabios, a los que ahora se ríen, a los que les gusta que les halaguen, a los hipócritas». 

«Os doy la misión de rezar por ellos -añadió-, para que el Señor cambie sus corazones. También os pido que recéis por los culpables de vuestra pobreza, ¡para que se conviertan! Rezad por tantos ricos que se visten de púrpura y bisoño y banquetean a lo grande, sin darse cuenta de que a su puerta hay tantos Lázaros deseosos de alimentarse con las sobras de su mesa. Rezad también por los sacerdotes, por los levitas, que -viendo a aquel hombre golpeado y medio muerto- pasan de largo, mirando para otro lado, porque no tienen compasión. A todos estos sonreídles de corazón, deseadles el bien y pedidle a Jesús que se conviertan». 

«Amados hermanos -concluía-, os pido sobre todo que conservéis el valor y que, en medio de vuestra angustia, conservéis la alegría de la esperanza. Que no se apague esa llama que habita en vosotros. Porque creemos en un Dios que repara todas las injusticias, que consuela todas las penas y que sabe recompensar a los que mantienen la fe en Él. Mientras esperamos ese día de paz y de luz, vuestra contribución es esencial para la Iglesia y para el mundo: sois testigos de Cristo, sois intercesores ante Dios, que responde a vuestras oraciones de un modo muy especial». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

La conversión cristiana: hacerse prójimo como Jesús, el Buen Samaritano.

 La conversión cristiana: hacerse prójimo como Jesús, el Buen Samaritano

¿Pero quién ha dicho que las parábolas evangélicas son simples recursos didácticos, ideados por el rabino Jesús para captar la atención de sus oyentes? ¿O pueden interpretarse como relatos sinceros y edificantes, diseñados artísticamente por el único Maestro verdadero para instruir a los discípulos, ablandar a los curiosos y suavizar a los adversarios? ¿O deberían tomarse como un dossier inofensivo de “buenos ejemplos” y exhortaciones moralistas genéricas? 

De hecho, la parábola se sitúa en una dinámica conflictiva. Es una provocación que hiere y empuja a elegir, a tomar partido: con o contra Jesús. Es un relato simbólico que pretende cambiar mentalidades y convertir la vida. Si el fin último de toda parábola es despertar nuestro corazón, entonces la regla fundamental para comprender su mensaje es dejarnos sorprender por la parábola. 

1.- El icono de proximidad 

Pero ¿cómo podemos todavía sorprendernos por una parábola que conocemos casi de memoria, como la del Buen Samaritano? 

Debemos tener presente que el género literario de Jesús se asemeja al de los profetas, pero lo supera por la brillante frescura del lenguaje utilizado y la novedad inédita del mensaje propuesto. De hecho, es un lenguaje vivo, colorido e imaginativo. Es un discurso encendido, a través de comparaciones y paradojas. El género parabólico de Jesús esculpe pequeñas historias verosímiles ambientadas en la vida cotidiana. Pero he aquí que en medio de la normalidad, a menudo surge lo asombroso, lo más sorprendente e impredecible. 

Preguntémonos entonces: ¿dónde encontrar el centro de la parábola del Buen Samaritano, ese punto magnético alrededor del cual irradian todos los elementos narrativos? ¿Dónde podemos interceptar ese corazón palpitante de la parábola que nos permite captar la «buena noticia» evangélica, con una intuición global, más cercana a la percepción artística que a la deducción científica? 

No hay duda de que el punto central de la parábola se encuentra en la aparición del samaritano. 

Aquí el texto lucano nos reserva una triple sorpresa. 

La primera viene dada por el hecho de que el protagonista del relato aparece en escena después del paso del sacerdote y el levita. Si tenemos en cuenta que la narrativa popular ama el número tres y que en el desarrollo del relato la serie de personajes va en dirección descendente -primero pasa el sacerdote, luego, en segundo lugar, el levita, y no al revés-, los oyentes esperarían que finalmente ahora surgiera del fondo de la escena la figura de un laico, quizá no sin un toque de polémica, en sintonía con la polémica secular, querida por los antiguos profetas, contra un ritualismo, toda exterioridad e hipocresía nauseabunda. 

En resumen, se podría esperar que, como máximo, un simple hombre del pueblo –un laico, es decir, un israelita común– interviniera para ayudar al desafortunado. Y el mensaje ya sería más que asombroso. Pero, inesperadamente, aparece un samaritano: no un simple laico, sino incluso un hereje. 

Así que, ¡sorpresa dentro de la sorpresa! A diferencia de los dos primeros transeúntes – correligionarios y compatriotas del pobre desventurado, abandonado medio muerto al borde del Jerusalén-Jericó – es precisamente este extranjero el que acude en ayuda de aquel pobre hombre. 

Entre paréntesis, conviene recordar que para un judío decir ‘samaritano’ era como decir ‘enemigo’: un ser digno de desprecio, cultural y espiritualmente ‘distante’. ¡Todo menos “próximo”! 

Pero aquí viene la tercera sorpresa. El samaritano aparece en el relato no como el personaje necesitado de ayuda, sino como el salvador que se hace cargo de la emergencia del pobre. Al fin y al cabo, si se quería inculcar el deber de ayudar al necesitado, aunque fuera extranjero o enemigo, el herido debía ser samaritano y el ayudador judío. En cambio –y ésta es precisamente la tercera paradoja– aquí ocurre exactamente lo contrario. 

En este punto el mensaje de la parábola parece completamente transparente. 

¿Quieres realmente entender a quién debes considerar tu prójimo? Trata de imaginarte en el lugar de ese desafortunado hombre, herido por bandidos y abandonado, ahora al final de su vida, al costado del camino. Me gustaría mucho ver si en ese momento de pesadilla, y después de que dos compatriotas de impecable ascendencia judía continuaran sin parar, tú continuarías sacando a relucir toda esa cantinela infantil de tabúes y te negarías a ser tocado por las manos impuras de ese samaritano. ¿O qué pasaría si no quisieras desesperadamente que ese samaritano se detuviera, ignorara la barrera étnico-religiosa y finalmente te considerara su prójimo... simplemente porque eres un hombre y punto? 

2.- La gramática de la proximidad 

Ahora podemos dedicarnos a una relectura, casi a cámara lenta, de nuestra parábola. 

El trasfondo: una historia criminal que ocurrió en la línea Jerusalén-Jericó. “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron y, hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto”. 

“Un hombre…”: pero ¿quién es el hombre? Es la gloria de Dios. “Gloria Dei homo vivens”, escribió San Ireneo. Dios encuentra su gloria en el hecho de que el hombre viva y alcance la plena realización de su humanidad. Pero este hombre, que cayó en manos de bandidos, fue asaltado, golpeado hasta sangrar y dejado inconsciente, es un ser pobre, herido, frágil, indigente y sufriente. Él es el hombre que interesaba al Concilio Vaticano II, definido por Pablo VI como «el hombre trágico de sus propios dramas, el hombre frágil e infeliz de sí mismo». Pero – añadió – ​​“la antigua historia del samaritano fue el paradigma de la espiritualidad del Concilio. El descubrimiento de las necesidades humanas ha absorbido la atención de nuestro Concilio”. 

Por tanto, el hombre como ser-necesitado. En este punto San Óscar Romero completa a san Ireneo: “Gloria Dei vivens pauper” -“La gloria de Dios es la vida de los pobres”-. Dios no ama tanto lo que el hombre tiene y es, sino ese ser-en-necesidad que es necesidad de tener y de ser. El leproso de Asís no tiene derecho al beso de San Francisco… pero lo necesita. Y San Francisco lo abraza y lo besa. Desde aquel día, San Francisco dejó de adorarse a sí mismo y comenzó a convertirse en un auténtico prójimo de los pobres y en un hermano universal. 

Los verbos de la no proximidad 

Tanto el sacerdote como el levita “ven y pasan de largo”. 

Es interesante el verbo griego “antiparerchomai”, que significa “pasar por encima”. Es un verbo compuesto con dos preposiciones: antì (al otro lado, en el lado opuesto) y parà (al lado de). Podríamos traducir fácilmente ese verbo griego de esta manera: los dos primeros transeúntes pasan por encima del pobre hombre, guardando una distancia de seguridad para no contaminarse. 

Pero ¿por qué Jesús elige a un sacerdote y a un levita como figuras negativas? Probablemente para resaltar su miedo a la contaminación –y a la sangre contaminada– y, por lo tanto, su preocupación por salvaguardar su propia pureza religiosa. Pero de esta manera, al distorsionar el mensaje de los profetas, olvidan que el culto a Dios no es verdadero si no se traduce también en servicio a los demás. De hecho, como leemos en el pasaje paralelo de Marcos, “amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (12,33b). 

El dodecálogo del hacerse cercano 

Retrocedamos ahora e intentemos recorrer el recorrido del samaritano, avanzando casi a cámara lenta y tratando de conjugar los doce verbos que fotografían su acción, su estilo y sus sentimientos. 

Los dos primeros verbos – viajar, pasar al lado – podrían considerarse los verbos del azar y del riesgo. Así como “por casualidad” (v. 31) el sacerdote y el levita habían pasado poco antes por aquel camino, así también el samaritano viajaba en la misma dirección y por tanto era inevitable para él encontrarse con aquel desdichado hombre, herido y a punto de morir. Este samaritano es un hombre normal: no es un fariseo observante ni un ministro escrupuloso del culto, como lo eran los dos primeros personajes. Él sabe bien que tomar ese camino significa correr graves riesgos de alguna emboscada, para él y para los demás. Amar es correr riesgos. 

He aquí dos verbos que deben mantenerse inseparablemente unidos: ver y tener compasión. Podríamos llamarlos los verbos de los ojos y del corazón. 

El evangelista Lucas ya las utilizó refiriéndose a Jesús: cuando, entrando en Naín, se encuentra con el cortejo fúnebre del hijo único de una viuda pobre, el Señor «al verla, se compadeció de ella» (Lc 7,13). ¿Quizás el evangelista quiera insinuar que Jesús es el Buen Samaritano? 

Recordemos que “tener compasión” traduce un verbo típicamente femenino, y que literalmente se debería traducir como “sentir que se agita el seno”: como una madre, cuando ve a su hijo correr hacia ella, siente que sus entrañas se agitan de emoción, así hace Jesús. Y así hace Dios: de hecho, los dos verbos volverán a aparecer también en la parábola del padre misericordioso para describir los sentimientos de ese padre en el momento en que corre al encuentro de su hijo: “lo vio y se compadeció” (Lc 15,20). «Tener compasión»: es el signo del reconocimiento del samaritano y de aquel que se ha hecho prójimo, como reconoce el mismo escriba (cf. Lc 10,37). Amar es dejar que te rompan el corazón. 

Y aquí estamos con los tres verbos de “primeros auxilios”: el samaritano se acercó a él, vendó sus heridas, vertiéndoles aceite y vino. Podemos llamarlos los verbos de los pies y de las manos. Son los verbos de la concreción y de la competencia, sin los cuales la compasión sería estéril y retórica. Se hizo cercano a él, es decir, próximo a él, y esta proximidad se traduce en una intervención experta y experta: el vino desinfecta, el aceite alivia las heridas. Amar es ensuciarse las manos. 

Finalmente vienen los tres verbos: “lo cargó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él”. Éstos son los verbos del cuidado: después de la intervención de urgencia, el samaritano compasivo debe organizar el “después”, para no arruinar su propia sala de urgencias. Por eso, al día siguiente, cuando estaba a punto de reanudar su viaje, planeó todos los tratamientos posibles para el enfermo, hasta su completa curación: Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y  todo lo que gastes de más, te lo pagaré cuando regrese”. 

Dar y pagar: estos son los dos últimos verbos. El samaritano no le dice al posadero: «Basta, ya está dado». Sino “te doy y te daré lo que sea necesario para la pronta y completa recuperación de este pobre hombre”. No es posible donar sin gastar. Pero es posible, desgraciadamente, gastarse sin entregarse. Amar es cuidar. Es darse y gastarse. 

3.- La sintaxis de la proximidad 

Ahora vayamos a la conclusión de la parábola. Como hemos visto, la chispa que desencadenó la respuesta de Jesús fue la pregunta del escriba: «¿Y quién es mi prójimo?» 

Al final del relato del samaritano, Jesús contraataca con la contra-pregunta: “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los ladrones? 

El doctor de la Ley quería saber quién tiene derecho a su amor. Jesús responde indicándole a quién él, doctor y maestro, tiene el deber de amar. Del prójimo como objeto a amar, Jesús nos invita a pasar al prójimo como sujeto que ama. Vosotros –dice Jesús– no tenéis prójimo. Vosotros os hacéis prójimos, es decir, cercanos a alguien. 

Pero esto nunca será posible si mantienes la distancia: tienes que acercarte a él, tienes que aproximarte a él, tienes que convertirte en su prójimo, entonces no podrás evitar sentir una sincera compasión por él. 

El verdadero problema no es teórico: ¿a quién debo considerar mi prójimo? sino de carácter ético-práctico: ¿de quién debo estar cerca? 

Y tengo que hacerme cercano a todos, derribando distancias y barreras dentro de mí, derrumbando muros y vallas fuera de mí. En resumen: el problema no es tener un prójimo a quien amar, seleccionándolo con cuidado. El problema es estar cerca de quienes necesitan ser amados. 

Pero eso no es todo. 

Ahora debemos identificar quién es el verdadero samaritano de la parábola. Jesús es el verdadero “Buen Samaritano”. Él nunca se preguntó si estábamos cerca de Él. Él vino para estar cerca de nosotros. 

Esta no es una interpretación devota. Se trata de una identificación correcta, que se remonta a varios Padres de la Iglesia. Dos entre muchos. Escuchemos a San Ambrosio: “Este samaritano que bajaba, ¿quién es el que bajó del cielo, sino el que subió al cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo? – viendo al hombre medio muerto, (…) se acercó a él, es decir: se hizo semejante a nosotros tomando sobre sí nuestra compasión, y se acercó a nosotros dándonos su misericordia”. 

Escuchemos a San Agustín: “Nuestro Señor Jesucristo nos hace comprender que fue Él mismo quien ayudó a aquel hombre medio muerto que yacía junto al camino, maltratado y abandonado por los ladrones. Por eso nuestro Señor y Dios quiso llamarse nuestro prójimo”. Jesús, marcado por los judíos durante su vida como «samaritano» (Jn 8,48), superó todo límite para acoger a los pecadores y nos reveló así el amor del Padre. 

Pero ¿cómo podemos reconocer que Jesús es el verdadero buen samaritano? Lo puedes reconocer por sus ojos. No sabemos su color, pero sí su calor. En los ojos de Jesús arde el fuego de la compasión. 

Es sábado y Jesús está enseñando en una sinagoga. Entre las muchas personas que lo escuchan, hay una pobre mujer que está enferma desde hace dieciocho años. Ella estaba encorvada y no podía mantenerse erguida en absoluto. “Jesús la vio, la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Él puso las manos sobre ella, y al instante ella se enderezó y glorificaba a Dios” (Lucas 13,10-13). Los ojos de Jesús se llenan de tristeza al ver al joven rico alejarse tristemente (Lucas 18,24). Están cubiertos de lágrimas al contemplar la ciudad santa y al pensar en el mal que se cierne sobre ella y sus hijos, cuando un día sería sitiada y destruida (Lc 19,41-44). Están llenos de dolor, pero imbuidos de profunda misericordia cuando Pedro lo niega por tercera vez y, traspasado por la mirada del Maestro, «salió y lloró amargamente» (Lc 22,61ss). 

El Buen Samaritano-Jesús se nos revela a través de sus preferencias. Una de ellas, muy destacable, es la convivencia. Siguiendo con el evangelista Lucas, lo encontramos resaltándolo 10 veces: 3 veces con ocasión de Jesús resucitado (cf. Lc 24,30.43; Hch 1,4) y 7 veces durante su vida pública. A Jesús le gusta comer juntos, y no con las almas bellas y piadosas de Palestina, sino con los publicanos y pecadores; con el fariseo que desprecia al pecador; con la multitud cansada; con el fariseo obsesionado con la ablución; con uno de los jefes de los fariseos que lo espía para ver si tiene el coraje de curar a un hidrópico en sábado; con los Doce dispuestos a abandonarlo en la tarde de la Última Cena. 

El Jesús samaritano se reconoce por sus gestos típicos, en particular por lo que se convertirá en su signo especial de reconocimiento: el gesto de partir el pan. Véase la multiplicación de los panes (Lc 9,16); en la Última Cena (22,19); al final del encuentro con los dos en Emaús, cuando «se les abrieron los ojos y le reconocieron», así cuando los dos regresen a Jerusalén contarán «cómo le habían reconocido al partir el pan» (24,31.35). 

Pero hay un último signo que supera a todos y que en cierto sentido permite al Jesús samaritano superarse a sí mismo: es el signo de la cruz. 

En la Cruz lo ha dado todo: tiempo, talentos, sabiduría, mansedumbre, bondad sin límites, perdón gratuito,… Y un amor total, incondicional, in-creíble. Aún le queda dar la señal del amor más grande: dar la vida por sus amigos. Pero ahora se supera a sí mismo porque da su vida incluso por sus enemigos. Lo asaltan los insultos de los transeúntes, de los jefes del pueblo, de los soldados: “Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz”. El evangelista Lucas añade que uno de los dos malhechores insistía en desafiarlo: «¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!» Pero Jesús ya no puede salvarse a sí mismo. Y es precisamente así, es precisamente habiendo renunciado por nosotros a la salvación de sí mismo, que puede salvarnos a todos. 

En conclusión, la parábola del Buen Samaritano, reflejada en la historia de Jesús, nuestro verdadero Buen Samaritano, nos interpela y, al mismo tiempo, nos permite redefinir todos los personajes en juego de la espiritualidad evangélica de proximidad. 

El yo. No puedo definirme girando sobre mí mismo, ni retirándome o encerrándome en la jaula dorada de mi ego. No soy ni el padre ni el dueño de mí mismo. Si el Buen Samaritano es el yo que encuentra su identidad ayudando a los demás, entonces son verdaderas las palabras de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que deje de pensar en sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá» (Mc 8,34s). Negarme a mí mismo no es sólo la condición indispensable para salvar al otro, sino también la premisa esencial para salvarme verdaderamente a mí mismo. A medida que me acerco al otro, mi “yo” se convierte en un “tú” para el otro, y de este modo llega a ser más verdaderamente “yo”. Mi ser y el de los demás está en juego. 

El otro. Él es mi hermano. Y desde que Caín mató a Abel, ya no puedo decir: “¿Soy yo acaso responsable de mi hermano?” Del cuerpo torturado del pobre surge la voz de la sangre que llama al samaritano a “hacerse prójimo”. Estar necesitado es la nueva identidad de los pobres. Es la necesidad de ser la que hace que desde su frágil y negada humanidad brote el grito de ayuda, la sentida súplica de salvación del naufragio del no-ser. El Papa Francisco dedica un pasaje a nuestra parábola en su exhortación apostólica Gaudete et Exsultate (98): 

Cuando me encuentro con una persona durmiendo a la intemperie en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un obstáculo imprevisto en mi camino, un criminal ocioso, un obstáculo en mi sendero, un aguijón persistente en mi conciencia, un problema que los políticos deben resolver y tal vez incluso un pedazo de basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad y reconocer en él un ser humano con la misma dignidad que yo, una criatura infinitamente amada por el Padre, una imagen de Dios, un hermano redimido por Cristo. ¡Esto es ser cristiano! ¿O acaso se puede entender la santidad sin este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano? 

Dios. Así como la redefinición del yo está entrelazada con la del otro, así ambas están entrelazadas con la redefinición de Dios. De hecho –nos enseña insinuantemente la parábola– la compasión visceral que siente el samaritano, que lo empuja a hacerse prójimo del desdichado, es la participación del amor mismo de Dios Padre que envía a su Hijo para hacerse prójimo y buen samaritano de la humanidad, herida de muerte por el Maligno. El Papa Francisco, en la misma exhortación (n. 106) cita a Santo Tomás de Aquino: “No practicamos el culto a Dios con sacrificios y ofrendas externas para su beneficio, sino para nuestro propio beneficio y el del prójimo. Por eso la misericordia con que uno ayuda la miseria del otro es un sacrificio más aceptable para él, porque asegura más estrechamente el bien del prójimo”. 

Hermano, hermana ¿quién es tu prójimo? Es el samaritano quien te salvó. ¡Alégrate! Inscríbete en su escuela. Aprende de él. Préstale sus ojos para verlo en el sagrario de la carne herida de los pobres. Que te trasplanten el corazón para amarlo en cada hermano que sufre. Dale tus manos para ayudarlo, para sanar y para acariciar. Préstale también tus pies para acercarlo a los más necesitados. Entonces ve y sé un buen samaritano tú también. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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