¿Hasta cuándo?
Según el último informe de Oxfam -publicado el 20 de enero de 2025- sobre la desigualdad, titulado «El saqueo continúa: pobreza y desigualdad extrema, la herencia del colonialismo», 2.769 personas, el 0,00003% de la población mundial, poseen una riqueza estimada en 15 billones de dólares; al mismo tiempo, 3.500 millones de seres humanos, es decir, el 38,8% de la población mundial, tienen que vivir con un máximo de 2.500 dólares al año. Si la riqueza de los superricos se distribuyera entre los menos afortunados, 3.500 millones de personas recibirían cada una el equivalente a casi dos años de los recursos que utilizan para alimentarse. En Suiza hay 41 multimillonarios y poseen 221.800 millones de dólares, el equivalente a más de 24.600 francos por cada uno de los 9 millones de habitantes del país, incluidos niños y centenarios.
Más de un tercio de las grandes fortunas del mundo han sido heredadas, por lo que no tienen nada que ver con la capacidad o el mérito de sus propietarios, y esto es especialmente cierto en el caso de los multimillonarios jóvenes, menores de 30 años. La transmisión de estas fortunas entre generaciones ni siquiera se ha gravado especialmente, gracias a que muchos países han optado por reducir o suprimir el impuesto de sucesiones.
La concentración de estas fortunas inimaginables en muy pocas manos constituye un grave problema desde varios puntos de vista. No sólo lo dicen las organizaciones progresistas, sino también algo menos de 400 multimillonarios y millonarios de 22 países que han firmado una carta abierta titulada «Debemos trazar la línea», en la que piden a los líderes presentes en el FEM de Davos que pongan fin a la enorme concentración de riqueza que socava la calidad de las democracias y la cohesión social.
El problema no se limita, pues, a la constatación de la insoportable injusticia en el reparto de la riqueza, sino que afecta directamente a la resistencia del sistema democrático, a su defensa contra la corrupción, el poder desbordante del dinero y los caprichos de unos pocos o muy pocos.
Si las cosas han empeorado en los últimos años, no es por casualidad. En muchos países, las mayorías políticas pensaron que era mejor jugar la carta de la alfombra roja para los ricos y los muy ricos, en una servil e indigna carrera a la baja en las condiciones fiscales, en lugar de trabajar juntos para frenar esta repugnante desigualdad.
Junto al gigantesco problema de la injusta distribución de la riqueza, aparece también hoy el de la voluntad de algunos de los superricos de apropiarse del bien público o de ocupar privadamente espacios que normalmente son responsabilidad del ente público.
La participación directa de los ricos y los muy ricos en la escena política y su interés por la propiedad de los medios de comunicación de masas y de los ámbitos económicamente más prometedores del servicio público y de las instituciones públicas (líneas ferroviarias de alta velocidad, sanidad, instituciones universitarias con investigación puntera, medios de comunicación, instituciones asistenciales, empresas energéticas, etc.) no son nada nuevo, pero estos fenómenos se han acentuado, entre otras cosas por el crecimiento de las fortunas privadas que se invierten en estos ámbitos. Los líderes políticos que no disponen de grandes fortunas personales antes de entrar en política empiezan a convertirse en bienes escasos, lo que desmiente una vez más el principio del mérito.
Y como lo peor no tiene fin, lo forzoso es constatar que algunos de los ricos o muy ricos que se han metido en política, tal vez empuñando rosarios y crucifijos, también hacen fortuna en este ámbito promoviendo la guerra contra los desesperados, que no sólo no se benefician de un reparto menos brutal de la riqueza, sino que son tratados como bestias a las que hay que capturar y deportar.
Desesperados, entre otros, obligados a emigrar, ya sea como resultado de conflictos decididos o apoyados por los mismos dirigentes políticos que hoy montan la cuestión de la inmigración como un problema para las naciones occidentales, ya sea como resultado de la inaceptable desigualdad económica, ya sea como consecuencia de los primeros problemas graves causados por el cambio climático.
En otras épocas, conflictos basados en estos elementos han desencadenado levantamientos, piénsese en la lucha contra la esclavitud, el nacimiento de movimientos socialistas y comunistas, las luchas anticoloniales, las luchas de las mujeres, por lo que es de imaginar que alguna forma de reacción surgirá en los próximos años.
La parte rica y democrática del mundo, en lugar de sufrir esta inmundicia, haría bien en trabajar seriamente para reducir las diferencias, evitando así futuros conflictos sociales. Pero como las lecciones de la historia sólo en contadas ocasiones conducen a decisiones políticas atrevidas y de altura de miras, es muy difícil que esto ocurra realmente, entre otras cosas por falta de mayorías populares dispuestas a apoyar tal perspectiva.
Así pues, a la espera de que el Titanic se encuentre con el iceberg de la revuelta, sin renunciar a solicitar un grito ahogado de quienes no están de acuerdo con lo que está ocurriendo, no puedo sino unirme a aquellos que dicen que estamos en otra Edad Media. Son horas oscuras para la igualdad y, por lo tanto, tiempos de hierro para la humanidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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