Una conversión misionera de la pastoral
La Cuaresma abre de nuevo para la Iglesia el camino del éxodo, el de la conversión, que es un camino de renovación interior. Sin embargo, el término conversión se aplica también a la vida pastoral y expresa la urgencia de la misión, que la Iglesia no puede eludir para no caer en una especie de introversión. “En lugar de ser sólo una Iglesia que acoge y recibe manteniendo las puertas abiertas – escribe el Papa Francisco en la exhortación Evangelii gaudium –, necesitamos ser una Iglesia que encuentra nuevos caminos, que es capaz de salir de sí misma y salir al encuentro de los demás, de aquél que no la frecuenta, de aquel que se ha ido o que es indiferente”.
“Efatá, que significa: ¡Ábrete!” (Mc 7,34): el Señor repite este mandato, dirigido a los sordomudos, a la Iglesia, llamada a observar la regla pastoral sugerida en la parábola del gran banquete, en la que se lee la invitación a salir, dirigida a los sirviente, tiene el precedencia sobre la misión que el dueño de casa le confía: compelle intrare (cf. Lc 14,15-24).
Necesitamos una Iglesia consciente de la necesidad de estar “en constante actitud de salida”. Necesitamos una Iglesia “en misión permanente” para salir al encuentro de quienes se han alejado de ella y entrar en su diálogo con altura y amplitud.
Necesitamos una Iglesia que sepa descifrar la noche contenida en la huida de tantos hermanos: una Iglesia que se dé cuenta de cómo los motivos por los que uno se aleja contienen ya en sí mismos las motivaciones para un posible regreso. Necesitamos una Iglesia que, redescubriendo la profundidad maternal de la misericordia divina, acoja con alegría a todos sus hijos.
“Para estar a la altura de esta tarea –dice el Papa Francisco- necesitamos testigos que sepan caminar en la noche, que sepan dialogar y también bajar a la oscuridad sin perderse; escuchar la ilusión de muchos sin dejarse seducir; acoger las decepciones sin desesperarse ni caer en la amargura; tocar la desintegración de los demás sin dejarse disolver y desintegrar en la propia identidad”.
Necesitamos una Iglesia consciente de ser un pueblo pobre, necesitado de perdón. Necesitamos una Iglesia pobre para los pobres, dispuesta a luchar contra la pobreza, que es pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. Necesitamos una Iglesia capaz de despojarse de lo que no es esencial y de toda mundanidad espiritual – escondida tras apariencias de religiosidad – que consiste en buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal.
Necesitamos una Iglesia peregrina, no sedentaria, porque a Dios se le encuentra caminando, se le encuentra en cada persona. “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y sucia por haber salido a la calle”, confiesa el Papa Francisco, “antes que una Iglesia enferma por el encierro y por la comodidad de aferrarse a las propias seguridades (…). Más que el miedo a equivocarnos, espero que nos mueva el miedo a encerrarnos en estructuras que nos den una falsa protección”.
Lo que se necesita, por tanto, es una Iglesia abierta a explorar fronteras y no a frecuentar laboratorios. “Siempre está latente el peligro – lamenta el Papa Francisco – de vivir en un laboratorio, donde los problemas se afrontan fuera de su contexto, en lugar de en las encrucijadas más importantes, en las periferias existenciales, en las trincheras sociales”.
Necesitamos una Iglesia que sea la casa de todos, no un nido protector que contenga sólo a un pequeño grupo de personas seleccionadas. Necesitamos una Iglesia hospital de campaña, capaz de curar las heridas y calentar el corazón de los fieles con cercanía y proximidad. Necesitamos una Iglesia formada por pastores dispuestos a caminar con el pueblo, a veces delante, a veces en medio y a veces detrás: delante, para guiar a la comunidad; en el medio, para animarla y apoyarla; detrás, para mantenerlo unido.
Necesitamos una Iglesia en la que los pastores no sean ni rigoristas ni laxos. “Ninguna de las dos tipologías –subraya el Papa Francisco– es verdaderamente un testimonio del amor de Dios, porque en ambos casos el pecador no es asumido, sino más bien descargado. El rigorista lo clava a la frialdad de la ley; el laxista, en cambio, no lo toma en serio y así adormece la conciencia del pecado”.
Necesitamos una Iglesia consciente de que “propone la verdad evangélica y la salvación en Jesucristo con plena claridad y con absoluto respeto a la conciencia – afirmaba Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi –, lejos de ser un ataque a la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad”. La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción; no necesita apologistas para sus causas ni cruzados para sus batallas, sino humildes y confiados sembradores de la verdad, que no descuiden el vínculo esencial entre diálogo y anuncio.
Necesitamos una Iglesia que, con serena confianza, sepa reconocer la necesidad del Evangelio que está presente en todas partes. “Dios siempre llega antes que nosotros – asegura el Papa Francisco – ¡siempre nos precede! Incluso en los lugares más lejanos, en las culturas más diversas, Dios esparce por todas partes las semillas de su Palabra”.
Necesitamos una Iglesia convencida de que el corazón humano está hecho para el trigo y que el tiempo de la cizaña ya se ha fijado irrevocablemente (cf. Mt 13,24-30). “La Iglesia –precisa el Papa Francisco- necesita hombres que sean custodios de la doctrina para no medir cuán lejos vive el mundo de la verdad que contiene, sino fascinar al mundo, encantarlo con la belleza del amor, seducirlo con la oferta de libertad que da el Evangelio”.
Necesitamos una Iglesia que sea consciente, por una parte, de que la fe ve en la medida en que camina, en que entra en el espacio abierto por la Palabra y, por otra, de que la solidez de la fe se mide por la capacidad dar testimonio de ello, es decir, transmitirlo en forma de contacto, de persona a persona, como una llama es encendida por otra llama.
Necesitamos una Iglesia que testimonie el Evangelio de manera más sencilla, más profunda y más radiante, si es necesario también con palabras.
Necesitamos una Iglesia dispuesta a vivir un tiempo de evangelización más ferviente y alegre, más generoso y contagioso. “Si no sentimos el deseo intenso de comunicar al Señor –subraya el Papa Francisco-, necesitamos detenernos en la oración para pedirle que nos fascine de nuevo”.
Necesitamos una Iglesia que no pueda prescindir del pulmón de la oración, pero sin refugiarse en ninguna falsa espiritualidad porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño. Para ser auténticos evangelizadores, debemos desarrollar también el gusto espiritual de permanecer cerca de la gente.
La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, es una pasión por su pueblo. “La evangelización no sería completa –advierte el Papa Francisco– si no tuviera en cuenta el atractivo recíproco que el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre se plantean continuamente (…). La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, genera siempre historia”. Dios se manifiesta en el tiempo y está presente en los procesos de la historia. Dios es como una rama de almendro que florece primero en primavera (cf. Jr 1,11).
Necesitamos una Iglesia capaz de discernir los medios pastorales adecuados para afrontar los desafíos actuales con la luz y la fuerza que vienen del Evangelio. Una identificación de objetivos sin una adecuada búsqueda comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en fantasía.
Necesitamos una Iglesia que sea consciente de que existe una tensión bipolar entre idea y realidad: el divorcio entre pensamiento y realidad crea una dicotomía que olvida la lógica de la encarnación, que es esencial, a la evangelización.
Necesitamos una Iglesia que no se obsesione con cuestiones limitadas y particulares, sino que esté dispuesta a ampliar su mirada sin desarraigar, a trabajar a pequeña escala con una perspectiva más amplia, a reconocer que el todo es más que las partes individuales y es también más que su simple suma.
Necesitamos una Iglesia que esté dispuesta a reconocer que el conflicto no se puede ignorar ni ocultar, pero si permanecemos atrapados en él perdemos la perspectiva.
Necesitamos una Iglesia capaz de caminar juntos, pues la sinodalidad es la mejor expresión de la colegialidad. Necesitamos una Iglesia formada por una red de testigos que busquen no la unanimidad, sino la verdadera unidad en la riqueza y la armonía de la diversidad. Así como en una sinfonía varios instrumentos tocan juntos, cada uno manteniendo su timbre y características inconfundibles, así en la Iglesia cada persona aporta lo que Dios le ha dado, para enriquecer a los demás. “El discernimiento –precisó Benedicto XVI– no precede a la acción eclesial sino que es fruto de un paciente camino de verificación dentro de una auténtica vida de comunión”.
El discernimiento comunitario no es un sistema de lógica deductiva y, menos aún, la suma matemática de diferentes opiniones. Requiere serenidad de juicio y desapego de opiniones personales, capacidad de leer los signos de los tiempos y, sobre todo, afinidad con las intenciones de la Iglesia. “Las decisiones no pueden estar dictadas por nuestras exigencias –advierte el Papa Francisco–, condicionadas por posibles estamentos, consorcios o hegemonías (…). Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: sí, sí; no, no; nuestras actitudes son las de las Bienaventuranzas y nuestro camino es el de la santidad”.
Necesitamos una Iglesia que tenga memoria de futuro, porque su mañana está siempre en sus orígenes, en sus fundamentos apostólicos.
Si queremos ver lejos debemos interrogar la tradición de los Apóstoles, combinando la sabiduría de los siglos, la experiencia de la historia, los signos presentes y futuros de los tiempos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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