viernes, 7 de marzo de 2025

San José, siervo bueno y fiel de Dios.

San José, siervo bueno y fiel de Dios 

Caminar con Dios” o “seguir a Jesús, el Hijo”, todos los amigos del Señor manifiestan siempre su fe elocuente a través de la obediencia, de la escucha puntual y práctica de la Palabra que se les envía. Para casi todos ellos, la fe se convierte a su vez en palabra, palabra de diálogo con Dios, palabra dirigida a los hermanos. 

Pero hay un amigo del Señor que muestra la elocuencia de su fe sólo a través del silencio, del silencio obediente: José de Nazaret, el carpintero, padre de Jesús el Mesías. 

En los Evangelios se dice muy poco de él, no conocemos ni una palabra de él: es más, en los Evangelios se le olvida inmediatamente. Abandona la vida de Jesús tan pronto como entra en ella en silencio. El misterio de José es el misterio del pobre, del sencillo, del pequeño, del hombre del silencio... 

Es importante acoger a José como nos lo presentan los Evangelios, es decir, en su silencio, un silencio que es elocuencia de la fe como lo son las palabras de los demás amigos del Señor. 

En la historia de la salvación, de hecho, muchos servidores del Señor aparecen silenciosos, incluso anónimos. Sin embargo, ellos están en diálogo con Dios, son sus servidores esenciales para el cumplimiento del plan de salvación. 

José es “narrado” en el Evangelio a lo largo de las noches. 

José recibe un anuncio en sueños que le ilumina sobre la grandeza de María. José no debe tener miedo de tomar a María como su esposa porque el niño que está en su seno no es de otro hombre, sino obra del Espíritu Santo. José debe ser su padre porque sólo él es hijo de David y padre del hijo de David. Ésta es su contribución a la encarnación: declarar a Jesús su hijo para que se cumpla la promesa hecha a David (cf. 2 Sam 7,12-13) y la profecía de Isaías (Is 7,14). 

He aquí el justo que se muestra como el obediente. José hace todo en plena sumisión. Él contradice su decisión de despedir a María y la lleva a su casa, convirtiéndola en su esposa de una vez por todas. Su silencio llega a ser tan elocuente como las palabras de María: «Hágase en mí según tu palabra». 

A José no se le da una «revelación» sobre el Hijo, sino una «vocación»: como a Oseas se le pide casarse con una prostituta, a Jeremías permanecer célibe, a Ezequiel permanecer viudo, a José se le pide acoger a Jesús como hijo suyo, un hijo que en realidad no es su hijo, sino el Hijo de Dios. 

Así José da a su esposa María no sólo una casa, sino también una estirpe, la de David, permitiéndole entrar en la estirpe mesiánica, para cumplir la promesa de Isaías e imponer al hijo el Nombre que contiene también una misión. Por eso Mateo anota: «Todo esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por el Señor por medio del profeta: “He aquí que la joven muchacha concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa: Dios con nosotros” (Is 7,14)». 

El José que, cuando despertó, sin oponer ninguna objeción, “hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y tomó a su esposa, quien no la conoció hasta que dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús” nos invita a contemplarle como justo, creyente y obediente a la Palabra del Señor en el silencio. 

El silencio de José envuelve el misterio de la maternidad de María y el misterio del «Dios-con-nosotros»: José es su custodio por excelencia. Designado como el último eslabón de la genealogía entre Abraham y Jesús, a José se le exige renunciar a la paternidad biológica, esa función tan esencial para los judíos, para el cumplimiento del plan de salvación y la venida del Mesías. 

José deja que Dios actúe. Lo que María aceptará bajo la cruz, José lo acepta ya aquí, al inicio de la encarnación. 

José es invitado a convertirse en padre, a sentirse padre de un hijo que no viene de su deseo, de su decisión, sino sólo de Dios: será el padre de Jesús según la Ley y será llamado así por sus conocidos que no conocen la profundidad del misterio (cf. Lc 4,22). José debe ejercitar su calidad de hijo de David en Aquel que es el Hijo de David prometido y aclamado (cf. Mt 21,9). 

Después del nacimiento de Jesús, siguen los años en Nazaret en los que el niño crece en estatura gracia, sabiduría… 

Es en ese espacio familiar donde Jesús aprende a orar, a leer las Escrituras, descubre que es judío, recibe la fe que se le transmite, forma su personalidad espiritual... 

La educación y el crecimiento de Jesús quedan en la sombra por parte de los evangelistas y respetamos este silencio, pero también hay que decir que Jesús alcanza la personalidad adulta de hombre y creyente también gracias a José y María y que poco a poco pasa de decir "padre" a José a llamar a Dios Abbá también gracias a ellos. 

Cumplida su misión, José desaparece: no sabemos cómo ni cuándo murió, pero la única muerte que importa es la que se realizó a sí mismo con plena obediencia acogiendo a María, acogiendo a Jesús, acogiendo las palabras del Señor recibidas en sueños. 

No sabemos cuánto tiempo pasó Jesús en Nazaret después de los doce años, pero durante ese período el amor de José influyó en el amor filial de Jesús y ciertamente su inconsciente quedó impregnado de la figura de José, de sus palabras, de sus miradas y de su silencio y así José, que no generó a Jesús según la carne, lo generó como hombre y lo hizo pasar de la relación de paternidad humana a la de Dios. 

Las vocaciones son diversas: hay quienes son llamados por Dios a hacer su voluntad proclamando, anunciando, incluso gritando (como Juan el Bautista, cf. Mt 3,3 e Is 40,3); y hay quienes están llamados a ejecutar, a hacer concretamente, en un abismo de silencio. Si en los Evangelios no se nos testimonia palabra alguna de José, sí se nos atestigua su obediencia y su silencio: no mutismo, sino silencio de adoración, de custodia, de profundización del misterio. 

La figura de José puede ser una gran lección para nosotros: nos dice que Dios puede sorprendernos y que cuando, según nuestra justicia ante Él, hemos elaborado y decidido un camino, el Señor puede pedirnos de repente que cambiemos de dirección y de camino, hacia un horizonte que nos permanece oscuro. 

Es tiempo de obedecer poniendo un paso delante del otro, seguros de que “andando se abre el camino” -Antonio Machado- y que sólo el Señor nos precede. Esto debería ser suficiente para nosotros. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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