Un esbozo de las raíces y alcance de la corrupción
Los fenómenos de corrupción tienen que ver con el uso y el abuso del poder. Cuando un juez vende una sentencia, cuando un agente de policía actúa como un delincuente o un ladrón, cuando un profesor concede una promoción a cambio de una compensación, cuando un funcionario público asciende a un empleado por complicidad en beneficios personales, cuando un directivo público adjudica un contrato a una empresa a cambio de sobornos, cuando un médico privilegia a un paciente a cambio de dinero, cuando los jefes de Estado venden los recursos de su país a cambio de apoyo a su poder y se apropian de una parte, cuando los obispos y los sacerdotes defienden y encubren a los responsables de abusos a menores para que no se cuestione la estructura del poder eclesiástico, en todos estos casos se puede hablar de fenómenos diversificados de corrupción.
Pero también en niveles más cercanos a la vida cotidiana hay situaciones a veces difíciles de definir, pero que pueden calificarse como episodios de «corrupción de baja intensidad» que marcan la vida ordinaria: son las recomendaciones, la solicitud y concesión de favores basados en la amistad y en alguna pequeña ventaja, las formas de ilegalidad y la indiferencia ante ellas, las recomendaciones de apoyo familiar.
La corrupción a nivel político y en los sectores neurálgicos de la economía y la vida social es uno de los datos de nuestro tiempo. Esto plantea la cuestión de la identificación y el análisis de las causas, en relación con una definición que permita captar sus características y expresiones y, sobre todo, la formulación de una estrategia para combatir o, al menos, frenar e intentar curar este fenómeno que se caracteriza como una enfermedad mortal que desintegra profundamente los vínculos sociales, produce desigualdad y genera un uso del poder desvinculado de la participación y el control democrático.
Es importante tratar de identificar los significados del término corrupción. Plantear esta cuestión implica, en primer lugar, tratar de trazar al menos algunos contornos de una actitud que se convierte en estilo de vida y se traduce en elecciones y comportamientos, pero que en sus raíces se refiere a una forma de entender la vida, de concebir el mundo, se podría decir con una visión global que tiene puntos de contacto con el universo de lo religioso.
La corrupción es el abuso de un poder fiduciario para obtener un beneficio privado y cuyo problema moral subyacente es la ruptura de un vínculo de confianza. El coste de la corrupción es muy elevado.
Un dato a tener en cuenta en los fenómenos de corrupción es el valor que se atribuye al conocimiento personal de quienes detentan algún tipo de poder. La forma de la recomendación puede tomarse como ejemplo del nivel elemental y quizás mínimo en el que puede presentarse un dinamismo de corrupción. Se trata de ese tipo de comportamientos en los que se intenta superar dificultades y trámites engorrosos, en una oficina pública, en un centro sanitario o en la búsqueda de empleo, aprovechando la influencia de algún conocido.
La recomendación agiliza los trámites, permite superar obstáculos que probablemente llevarían al rechazo y abre puertas que de otro modo permanecerían cerradas. Muchas veces, la recomendación, basada en el conocimiento de alguien que cuenta en ese entorno y que tiene cierto poder, genera la posibilidad y el deber de devolver el favor. Y así se establece una cadena de intercambios y favores, en una red en la que, en cierto momento, resulta difícil distinguir la frontera entre lo que es lícito y lo que es ilícito.
Es esta la frontera incierta en la que a menudo se esconde el caldo de cultivo de un malestar que no parte de grandes decisiones, sino de una atmósfera de descuido ordinario y cotidiano. De hecho, hay un nivel en el que la recomendación como intercambio de favores ve intervenir otra variable: ya no solo el conocimiento y el favor, sino el elemento del dinero. Se pide un favor a una persona que tiene algún poder en un intercambio en el que se obtiene una ventaja económica, para uno o ambos sujetos implicados, de diferentes maneras.
En este punto se produce un salto cualitativo y se pasa de una mala gestión a un acto de corrupción. Los casos son múltiples y se derivan de la escucha de las noticias cotidianas, a veces de episodios escandalosos de dramáticos actos ilícitos, más a menudo de la indiferencia de una aquiescencia a un sistema en el que todos actúan así y que no suscita reacción ni protesta. La compra de políticos para inducirlos a votar de una determinada manera, la prescripción de medicamentos inadecuados, las intervenciones quirúrgicas innecesarias, la compra de sentencias favorables por parte de un juez son todas expresiones concretas en las que la corrupción genera en la percepción de la sociedad una impresión más fuerte y, a veces, una reacción, porque involucra a un funcionario público. Son fenómenos diferentes de los pequeños regalos para obtener facilidades, pero las conexiones son fuertes y deben ser conscientes.
La corrupción tiene el rostro de un sistema en el que existe un sutil mecanismo de silencio, en cierto modo similar al de la mafia: las personas se convierten en cómplices de intereses que pueden estar entrelazados, pero en este proceso se produce la explotación, la imposición y la esclavitud de los más débiles. El silencio puede estar causado por el clima de miedo que imponen las mafias, pero también es el resultado del carácter bilateral de la propia corrupción, que implica una complicidad entre el que corrompe y el que es corrompido. En tiempos de reducción del estado del bienestar, la delincuencia encuentra nuevos espacios de acción y, a menudo, esto ocurre en los ámbitos del blanqueo de dinero ilícito y la adquisición de puestos de ventaja o de poder.
No se trata solo de comportamientos individuales, sino también de agentes sociales dentro de una red. En este sentido, la corrupción es un sistema de comportamiento en red en el que participan agentes (individuales o sociales) con intereses privados y con poder de influencia para garantizar condiciones de impunidad con el fin de lograr que un grupo de funcionarios públicos o de personas privadas, investidos de poder decisorio, realicen actos ilegítimos que violan los valores éticos de honestidad, probidad y justicia, y que pueden ser también actos ilícitos que violan normas legales para obtener beneficios económicos o de posición política o social en detrimento del bien común.
Los efectos de la corrupción son desintegradores de los vínculos sociales, pesan más sobre los pobres, inciden fuertemente en las estructuras económicas y generan daños incalculables. Pero sus consecuencias también se reflejan en el ámbito de la vida social y política. Las actividades corruptas socavan la referencia a una ley común y generan una pérdida de confianza y solidaridad entre las personas. Sin embargo, no se trata solo de un fenómeno que marca la vida de las personas y los pueblos. A nivel mundial, cada vez es más evidente que el medio ambiente es una de las principales víctimas de la corrupción y, con él, la calidad de vida de las generaciones futuras.
Hay quien dice que la difusión de la corrupción se ha convertido en el verdadero humus de nuestra vida política, se ha convertido en una especie de constitución material. Es un mecanismo omnipresente que alcanza su punto álgido en los casos de delincuencia organizada, pero que podemos observar en nuestra vida cotidiana. Este mecanismo funciona en sociedades desiguales en las que hay alguien que cuenta y que puede, y alguien que no puede y que, para conseguir algo, debe vender su lealtad, es decir, lo único que puede ofrecer a cambio. Este mecanismo de lealtad-protección se basa en la violación de la ley. Si viviéramos en un país en el que los derechos se garantizaran como derechos y no como favores, seríamos un país de hombres y mujeres libres. Eso es libertad y honestidad. Por eso debemos exigir que los derechos estén garantizados por la ley y que no sea necesario prostituirse para obtener un derecho, obteniéndolo como un favor.
En una perspectiva internacional la cuestión de la gran desigualdad es también el principal problema mundial. Hay ejemplos concretos y datos reales de muchos países en los que podemos darnos cuenta de que vivimos en un mundo en el que las élites que detentan el poder económico tienen amplias oportunidades de influir en los procesos políticos, reforzando así un sistema en el que la riqueza y el poder se concentran cada vez más en manos de unos pocos, mientras que el resto de los ciudadanos del mundo se reparten las migajas. Un sistema que se perpetúa porque los individuos más ricos tienen acceso a mejores oportunidades educativas, sanitarias y laborales, a normas fiscales más ventajosas y pueden influir en las decisiones políticas para que estas ventajas se transmitan a sus hijos.
La cuestión de la difusión de comportamientos corruptos lleva así a considerar la responsabilidad ética en la vida. Existe una reflexión ética que considera el ámbito de la vida social y otra propia de la vida individual que interpela la responsabilidad de cada uno. Sin duda, hoy en día ha aumentado la sensibilidad hacia la ética social, pero esta no puede desvincularse de un crecimiento paralelo de la responsabilidad en el ámbito de la vida individual.
El término corrupción encierra la idea de destrozar algo que debe mantenerse íntegro, una especie de ruptura de los lazos que lo mantienen unido. También está la idea de un deterioro que afecta no solo a una dimensión exterior, sino también a la interior, y conduce a una descomposición que afecta a las cualidades profundas. Se trata de un proceso asimilable a la descomposición de las sustancias orgánicas, que conduce al deterioro y la decadencia.
El término corrupción también lleva consigo la referencia a un corazón destrozado. No se trata de una referencia a la dimensión afectiva, sino que la etimología inherente al término cor-ruptum nos lleva a considerar cómo el «corazón», según una derivación de la cultura semítica atestiguada en el uso bíblico, es la sede de las leyes no escritas y el lugar donde se formulan las decisiones de la persona. De ahí que la corrupción pueda interpretarse como un movimiento de incumplimiento de la responsabilidad, incapacidad de orientarse según el bien y, por tanto, renuncia a las referencias éticas para tomar decisiones que hagan crecer la humanidad.
El hecho de que la corrupción surja en el marco de una red de intercambios lleva a considerar un aspecto adicional del fenómeno: se trata del paso que implica de la dinámica del don a la perversión de la lógica del don. De hecho, la corrupción se caracteriza por ser un don transformado en comercio, en compraventa. Mientras que el don y el intercambio establecen un vínculo social basado en la apertura al otro y en la importancia de esa relación, la corrupción se caracteriza como una perversión del don. Desestructura el tejido de la confianza y la solidaridad social. En el acto corrupto, el don ofrecido o exigido a cambio de un favor, con el uso indebido del poder, se convierte en un don vaciado y trastocado en su significado, tomando la forma de un proceso que desintegra el vínculo social, lo contamina y lo somete a la lógica del chantaje y al poder del dinero.
No es casualidad que la corrupción se extienda en un contexto cultural en el que todas las dimensiones de la vida humana, desde la corporeidad hasta el trabajo, el tiempo y las competencias, se reducen únicamente a mercancía y se someten a una cuantificación de utilidad y funcionalidad, sin tener en cuenta la dimensión personal y la relación.
La corrupción está estrechamente ligada a una visión individualista de la existencia, en la que prima la mirada hacia el propio interés sin tener en cuenta los vínculos y la vida social. Un entorno corrupto, una persona corrupta, no permite crecer en libertad. El corrupto no conoce la fraternidad ni la amistad, sino la complicidad. Para él no vale el precepto del amor a los enemigos ni la distinción que subyace en la ley antigua: o amigo o enemigo. Se mueve en los parámetros de cómplice o enemigo. Por ejemplo, cuando un corrupto ejerce el poder, siempre involucrará a los demás en su corrupción, los rebajará a su nivel y los convertirá en cómplices de su elección de estilo.
La corrupción adquiere así los contornos de un mal «banal», que no se percibe en toda su gravedad, que se materializa en muchas pequeñas decisiones sin conciencia crítica, hasta convertirse en una forma de actuar que parece «terriblemente normal» y que dirige la vida. No es un fenómeno sin repercusiones en la salud de la vida social; su acción puede compararse al lento avance de las enfermedades tumorales, que poco a poco crecen y debilitan todo el organismo a partir de unas pocas células, extendiéndose y aumentando. Lo mismo ocurre con el crecimiento de la corrupción dentro del organismo social.
Los fenómenos de corrupción en la política, en el sector sanitario, en el ámbito de los recursos naturales en diferentes continentes, en... muchos y diferentes campos, plantean una cuestión central: ¿dónde están las víctimas? La reflexión sobre la corrupción adquiere una orientación diferente cuando se sitúa en el centro la consideración de las víctimas.
De hecho, la corrupción no se produce sin graves consecuencias, porque hay quienes se benefician de ella, pero también hay quienes pagan un precio muy alto. Son los pobres quienes soportan el peso de una sociedad corrupta, son ellos quienes pagan el precio con la falta de servicios, con la privación de derechos económicos y sociales, con la falta de reconocimiento de su dignidad. La ventaja de unos pocos enriquece con oportunidades y bienestar a una mínima parte. Por eso hay que tener en cuenta la fuerte relación entre la concentración de la riqueza en manos de unos pocos y la corrupción generalizada.
Ante algunos episodios de corrupción ocurridos en Argentina en los años noventa, monseñor Jorge Bergoglio, entonces Arzobispo de Buenos Aires, escribió un artículo que luego se convirtió en un pequeño libro -“Corrupción y pecado”- en el que esbozaba la figura del corrupto y describía la corrupción como una enfermedad. Como tal, no es apropiado un enfoque de perdón, sino que hay que poner en marcha una terapia que identifique las causas y acompañe a la curación: «Pecador, sí. Qué hermoso poder sentir y decir esto, y al mismo tiempo sumergirnos en la misericordia del Padre que nos ama y nos espera a cada instante. «Pecador, sí, como decía el publicano en el templo (...) ¡Pero cuán difícil es que el vigor profético derrita un corazón corrupto! Está tan atrincherado en la satisfacción de su autosuficiencia que no permite que se le cuestione. «Acumula tesoros para sí mismo, y no se enriquece ante Dios» (Lc 12,21). Se siente cómodo y feliz como aquel hombre que planeaba construir nuevos graneros (Lc 12,16-21) y, si las cosas se ponen mal, conoce todas las excusas para salir del paso, como hizo el administrador corrupto (Lc 16,1-8) (...) El corrupto ha construido una autoestima que se basa precisamente en este tipo de actitudes fraudulentas: pasa la vida entre los atajos del oportunismo, a costa de su propia dignidad y la de los demás. (...) Podríamos decir que el pecado se perdona, pero la corrupción no se puede perdonar. Simplemente porque en la raíz de cualquier actitud corrupta hay un cansancio de la trascendencia: ante un Dios que no se cansa de perdonar, el corrupto se erige como autosuficiente en la expresión de su salvación: se cansa de pedir perdón (...) En el corrupto existe una autosuficiencia básica. Que comienza como inconsciente y luego se asume como lo más natural (...) De ahí se deduce que la corrupción, más que perdonada, debe ser sanada».
La lectura que el Arzobispo Jorge Bergoglio ofrece de la corrupción se basa en la distinción que él mismo presenta como delicada entre pecado y corrupción. La corrupción no se sitúa en la línea de un momento, de un acto único, sino que constituye un hábito, un modus vivendi, una lógica que impregna todo el estilo de vida y se plantea en términos de implicación de otros, se convierte en costumbre y se vuelve omnipresente: actúa para agregar a otros y hacer proselitismo, contagia e implica a otros en una red. Propia de la actitud del corrupto es vivir en la simulación para salvar las apariencias, en un intento continuo de autojustificarse. En este sentido, requiere un enfoque no tanto de perdón cuanto más y mejor aún de sanación.
Las leyes anticorrupción son un medio importante para luchar contra estos fenómenos, pero la ley por sí sola no es suficiente si falta una toma de conciencia generalizada, la aplicación de buenas prácticas y, sobre todo, una vigilancia que corresponda a la maduración de un ethos civil compartido y vivido en la vida cotidiana.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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