Desgraciado el que solo se mira a sí mismo
Jesús, dirigiéndose a quienes se sienten justos y desprecian a los demás, nos denuncia también a nosotros los riesgos de la oración: no se puede rezar y despreciar, adorar a Dios y humillar a sus hijos. Nos alejamos de los demás y de Dios; volvemos a casa, como el fariseo, con un pecado más.
El fariseo comienza con las palabras correctas: «Dios, te doy gracias». Pero todo lo que sigue es erróneo: «Te doy gracias porque no soy como los demás, ladrones, injustos, adúlteros». No se compara con Dios, sino con los demás, y los demás son todos deshonestos e inmorales.
En el fondo es un infeliz, está mal en el mundo: la inmoralidad se extiende, la deshonestidad triunfa... El único que se salva es él mismo. Honesto e infeliz: quien solo mira a sí mismo nunca se ilumina.
Yo ayuno, yo pago los diezmos, yo... El fariseo está fascinado por dos letras mágicas, hechizadas, que no deja de repetir: yo, yo, yo. Es un Narciso ante el espejo, Dios es como si no existiera, no sirve para nada, es solo una superficie muda sobre la que rebotar su propia autosuficiencia.
El fariseo ya no tiene nada que recibir, nada que aprender: conoce el bien y el mal, y el mal son los demás. Es una forma terriblemente equivocada de rezar, que puede convertirnos en «ateos».
En cambio, en el Padrenuestro, modelo de toda oración, nunca se dice «yo» o «mío», sino siempre «tu» o «nuestro». Tu reino, nuestro pan.
El fariseo ha olvidado la palabra más importante del mundo: tú. La vida y la oración recorren el mismo camino: la búsqueda incansable de un tú, ser humano o Dios, en el que reconocernos, amados y amables, capaces de un encuentro verdadero, el que hace florecer nuestro ser.
El publicano ni siquiera se atrevía a levantar los ojos, se golpeaba el pecho y decía: «Ten piedad de mí, que soy pecador». Dos palabras lo cambian todo en su oración y la hacen verdadera.
La primera palabra es tú: ten piedad. Mientras que el fariseo construye su religión en torno a lo que él hace, el publicano la construye en torno a lo que Dios hace.
La segunda palabra es: pecador, yo pecador. En ella se resume todo un discurso: «Soy un ladrón, es cierto, pero así no estoy bien; no soy honesto, lo sé, pero así no estoy contento; me gustaría mucho ser diferente, pero no puedo; entonces, perdóname y ayúdame».
El publicano volvió a su casa justificado, no porque fuera más humilde que el fariseo (Dios no se merece ni siquiera la humildad), sino porque se abre —como una puerta que se entreabre al sol, como una vela que se hincha con el viento— a un Dios más grande que su pecado, viento que le hace partir de nuevo. Se abre a la misericordia, a esta extraordinaria debilidad de Dios que es su única omnipotencia.
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