Las Bienaventuranzas, el mayor acto de esperanza cristiana -Mateo 5, 1-12-
Ante el Evangelio de las Bienaventuranzas, cada vez siento el temor de estropearlo con mis intentos de comentario, porque sé que aún no lo he comprendido. Porque después de años de escucha y de lucha, esta palabra sigue sorprendiéndome y escapándose de mí.
Gandhi decía que estas son «las palabras más elevadas del pensamiento humano». Te hacen reflexionar y te desarman, reavivan la nostalgia dominante de un mundo hecho de bondad, sinceridad, justicia, sin violencia y sin mentiras, una forma completamente diferente de ser hombres.
Las Bienaventuranzas, de alguna manera, se han ganado nuestra confianza, las sentimos difíciles y, sin embargo, nos suenan amigas. Amigas porque no establecen nuevos mandamientos, sino que proponen la Buena Noticia de que Dios da vida a quien produce amor, que si uno se hace cargo de la felicidad de alguien, el Padre se hace cargo de su felicidad.
Lo primero que me llama la atención es la palabra: Bienaventurados vosotros. Dios se alía con la alegría de los hombres, se preocupa por ella. El Evangelio me asegura que el sentido de la vida es, en su intimidad, en su núcleo más profundo, la búsqueda de la felicidad. Que esta búsqueda está en el sueño de Dios, y que Jesús vino a traer una respuesta.
Una propuesta que, como de costumbre, es inesperada, contraria a la corriente, que despliega nueve caminos que dejan sin aliento: felices los pobres, los obstinados en proponerse la justicia, los constructores de paz, los que tienen el corazón dulce y los ojos de niño, los no violentos, los que son valientes porque están desarmados. Ellos son la única fuerza invencible.
Las bienaventuranzas son el mayor acto de esperanza del cristiano. El mundo no está ni estará, ni hoy ni mañana, bajo la ley del más rico y del más fuerte. El mundo pertenece a quienes lo hacen mejor.
Para comprender algo más del significado de la palabra bienaventurados, observo también cómo aparece ya en el primero de los 150 salmos, el de los dos caminos, es más, es la palabra que abre todo el salterio: «Bienaventurado el hombre que no permanece en el camino de los pecadores, que camina por el camino recto». Y también en el salmo de las peregrinaciones: «Bienaventurado el hombre que tiene el camino en el corazón» (Sal 84,6).
Decir bienaventurados es como decir: «Levantaos, los que lloráis; adelante, en camino, Dios camina con vosotros, seca las lágrimas, venda el corazón, abre caminos». Dios solo conoce a los hombres en camino.
Bienaventurados: no os rindáis, vosotros los pobres, vuestros derechos no son derechos pobres. El mundo no será mejorado por aquellos que acumulan más dinero. Los poderosos son como vasijas llenas, no tienen espacio para nada más. Les basta con prolongar el presente, no tienen caminos en el corazón.
Si acoges las Bienaventuranzas, su lógica te cambia el corazón, a la medida del de Dios; te lo sanan para que puedas así cuidar bien del mundo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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