Pensar sinodalmente en procesos de reforma eclesial
Mi reflexión trata de ser muy concreta. Y ciertamente es muy limitada. Y ya lo adelanto desde el comienzo: el reto es facilitar y acompañar procesos de reforma en el marco específico de una Iglesia sinodal.
Dicho con otras palabras, yo no entro en la cuestión de la conveniencia de llevar a cabo una reforma de nuestro sistema eclesial parroquial y diocesano. Eso lo doy ya por supuesto.
Lo que centra mi reflexión es el «cómo» poner en marcha y acompañar procesos de reforma de nuestro sistema eclesial. Y entiendo que mi reflexión tiene que ver con un dinamismo muy particular de la fe cristiana. Me refiero a la conversión. Pero, a lo mejor, se trata de cambiar nuestra forma de cambiar.
Antes de continuar tu lectura, por favor, dedica un minuto a pensar en esta pregunta: ¿Qué significa «reformar»? …
¿Qué significa «reformar»?
El magisterio eclesial reciente nos ofrece una luz que, en mi opinión, es muy importante (yo diría incluso que es fundamental) sobre el concepto de reforma: esta constituye el proceso a través del cual la Iglesia busca la fidelidad a su propia vocación.
Así se expresaba el Papa Francisco, refiriéndose al Concilio Vaticano II, en Evangelii Gaudium:
«Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar el dinamismo evangelizador; del mismo modo, las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin la «fidelidad de la Iglesia a su propia vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo» (EG 26).
La reforma es una cuestión de fidelidad eclesial a su propia vocación. Pero ¿qué significa reformar? ¿Qué implicaciones pastorales conlleva un proceso de reforma?
Seguramente el concepto de reforma en la Iglesia se ha cargado con el tiempo de ambigüedad. A lo largo de la historia de la Iglesia se han adoptado diferentes interpretaciones.
Pensemos, por ejemplo, en la diversidad de enfoques de la reforma aplicados en la época moderna y, en particular, en el cruce de caminos de la llamada reforma y contrarreforma.
Reformar la Iglesia ha significado en algunos casos buscar un retorno a la forma eclesial original. En otros casos, la reforma ha tratado de hacer explícitos elementos que hasta entonces eran implícitos.
Algunos consideran oportuno hablar solo de reforma «en» la Iglesia. Otros, teniendo en cuenta la conciencia histórica hoy cambiada, consideran adecuado hablar de reforma «de» la Iglesia.
El Cardenal Joseph Ratzinger entendía la reforma como una «ablatio», de forma análoga a la intuición madurada por Miguel Ángel, que concebía el trabajo del artista como una liberación de la forma implícita del material en bruto, un sacarla a la luz: «quitar, para que se haga visible la noble forma, el rostro de la Esposa y, con él, también el rostro del Esposo mismo, el Señor vivo».
Un teólogo como Michael Seewald concibe el concepto de reforma hoy en día como «renegociar la frontera entre lo real y lo posible», identificando luego algunas modalidades concretas de aplicación de esta perspectiva.
Lo que me parece importante ahora es captar la connotación de «complejidad» como atributo peculiar de los procesos de reforma eclesial.
Reformar las estructuras eclesiales es una acción compleja y, como tal, no es una «acción que se puede gestionar», sino un «proceso que se debe habitar».
Este enfoque puede ser útil para adoptar una perspectiva que evite la idea que entiende la reforma como un paso eclesial que parte de una situación para llegar gradualmente, de forma lineal, a otra.
Yo no creo en los procesos lineales. El proceso de la fe de los discípulos de Jesús, desde su vocación inicial hasta el envío misionero después de su resurrección, fue todo… menos lineal. No digamos la historia de la Iglesia.
Yo creo que nos debe interesar otro enfoque, que privilegia el cambio paradigmático, es decir, que favorece la adopción por parte de las personas y las comunidades de otra forma de pensar y de actuar.
En esta perspectiva, acompañar y facilitar los procesos de una reforma eclesial, mediante la puesta en marcha de procesos pastorales transformadores, significa ayudar a las Iglesias a habitar este cambio de época —y, en particular, a habitar la complejidad que lo caracteriza— con un nuevo paradigma, es decir, con un enfoque, una mirada, una postura, …, diferentes.
Me explico.
Si asumimos una perspectiva de la reforma como un proceso de habitar una realidad compleja, no podemos pensar en gestionar estos procesos de manera rígida, con un enfoque clásico de proyecto lineal.
Por el contrario, es necesario favorecer la adopción de una nueva mirada —una conversión paradigmática— capaz de conducir a una mayor fidelidad a la vocación eclesial actual.
Este enfoque requiere salir de las categorías de lo correcto/incorrecto, relacionadas en algunos enfoques con la búsqueda de un resultado, para entrar seriamente en el marco del discernimiento que se mueve en el plano de la oportunidad, es decir, de la búsqueda de lo mejor aquí y ahora, escuchando lo que el Espíritu dice a las Iglesias.
En otras palabras, se trata de asumir ese rasgo particular del estilo de la Iglesia sinodal descrito puntualmente en el Instrumentum Laboris para la primera sesión de la Asamblea del Camino Sinodal: la Iglesia sinodal es una Iglesia capaz de habitar las tensiones sin ser aplastada por ellas, con una sana inquietud por lo incompleto (cf. Instrumentum Laboris de la Asamblea Sinodal 2023).
Este enfoque caracteriza una forma de proceder en las reformas «procesuales» e imprime a los procesos de reforma un carácter sistémico transformador, que no busca en primer lugar un resultado a nivel de cambio —resolver un problema—, sino que dispone a las personas y a las comunidades a entrar en nuevos espacios de aprendizaje suscitando nuevas preguntas.
Ante de continuar, quiero detenerme un momento en el concepto de «tensión».
La realidad compleja está llena de tensiones. Son situaciones en las que se manifiesta con especial fuerza una contraposición entre dos «polaridades» determinadas (no necesariamente contradictorias).
Por ejemplo, en algunos contexto y temas eclesiales suele ocurrir que las polaridades se abordan con un enfoque de resolución de problemas, out-out: «o… o…».
Un enfoque procesual, en cambio, no considera necesariamente contradictorias algunas polaridades, sino que las entiende como diferentes y correlacionadas. Entre estos dos elementos existe una tensión que debe ser habitada, buscando en ella nuevas perspectivas de desarrollo y haciendo surgir nuevas preguntas.
En la compleja realidad, caracterizada por tensiones, reformar significa favorecer un nuevo posicionamiento del centro de gravedad eclesial, invirtiendo mayor atención y energía en aquella polaridad que parezca sinodalmente más oportuna, sin descuidar la otra.
A nivel pastoral, cuando se privilegia la inversión en la polaridad adecuada para el contexto, la otra polaridad se purifica y este dinamismo de cambio genera energía para el sistema y lo regenera desde dentro.
El Camino Sinodal pretende ser un itinerario intensivo de ejercicios que, más allá de los resultados, ayuden al cuerpo eclesial (diocesano, parroquial, …) a disolver contracturas y recalibrar tensiones. Es un trabajo siempre inconcluso - ecclesia est semper reformada -, pero lo importante es siempre iniciarlo y continuarlo con discernimiento y decisión.
Al hablar de la reforma hay que aclarar que la Tradición no es una simple repetición o fidelidad al pasado, sino continuidad según una dinámica de desarrollo evolutivo - no siempre lineal -.
De ahí la importancia de reinterpretar la Tradición eclesial para favorecer un dinamismo generativo que hunda sus raíces en los fundamentos vitales de la experiencia cristiana. Me refiero aquí al principio de «originalidad», que exige una fidelidad vital a los propios orígenes identitarios.
Voy a poner un ejemplo.
Cuando nos enfrentamos a procesos de fusión en una Diócesis o unidades pastorales, o cuando se produce la necesidad de reorganizar las parroquias, solemos encontrar las siguientes consideraciones:
· hacer juntos lo
que ya no podemos hacer solos,
· aumentar la
colaboración en algunas acciones pastorales en las que somos débiles,
· unificar las
propuestas para aumentar los números que, de otro modo, serían escasos,
· …
Son consideraciones legítimas. Pero son consideraciones pensadas desde una lógica de «reducción de costes»: de este modo no se genera «renovación», sino que se refuerza la estructura eclesial anterior dentro de una dinámica negociadora.
Si, en cambio, adoptamos otra mirada, no se trata de gestionar mejor lo que hoy ya no podemos administrar, ni de estar más presentes donde ya estamos ausentes. Tampoco se trata de invertir mejor nuestros recursos. No se trataría de optimizar costes, sino de aumentar valor: es decir de generar un «más» de vida.
Por eso es importante ayudar a las personas y a las comunidades a no iniciar procesos de reforma orientados a resolver problemas o dar respuestas a necesidades.
¡La conversión no puede nacer de una necesidad, sino que es generada por un sueño!
Por eso, el primer acto de conciencia es reconocer el «sueño misionero» de Dios sobre la realidad que evalúa la oportunidad de una reforma. Esta atención se recuerda en Evangelii Gaudium en relación con los organismos de participación, recordando que estos no están orientados principalmente a la organización eclesial, sino a delinear el sueño misionero (cf. EG, 31).
¡Atención!
La reforma no puede surgir de un análisis de la realidad, ni de una exhortación, ni de un acto declarativo, ni siquiera si estos elementos se insertan en el marco de una carta pastoral, de un documento eclesial, de un proyecto parroquial, de...
La reforma surge del impulso que se genera a partir de una experiencia de discernimiento orientada a identificar y compartir un «sueño misionero», que en esencia hace comunicable la vocación que Dios dirige a esa realidad determinada hoy.
Ir hacia una «tierra extranjera o a los cruces de los caminos o a las periferias», como pide el Camino Sinodal y como es propio de la experiencia de reforma, parte de una «promesa» —el sueño misionero— que se revela en la escucha corresponsable del Espíritu.
El discernimiento del sueño, en escucha del «deseo de Dios», tiene como sujeto al «Pueblo de Dios» en un contexto eclesial determinado, que en el discernimiento hace progresivamente evidente y comunicable un horizonte de sentido.
Hay quien dice que tiene que pasar una generación completa para que se produzca una verdadera reforma. El período de tiempo más comúnmente citado para un cambio de generación suele ser de 20 a 30 años.
En todo caso, y esto es importante, para llevar a cabo una reforma es necesario probar el pensamiento a lo largo del tiempo para que dé sus frutos.
Es otra manera de recordarnos aquello que Evangelii Gaudium ya decía: «el tiempo es superior al espacio», según la cual hoy es necesario iniciar procesos, es decir, «privilegiar acciones que generen nuevos dinamismos» (EG 223).
Quiero salir al paso de un malentendido que suele ser frecuente: creer que «proyecto» y «proceso» son sinónimos. Y es necesario distinguirlos.
Me explico.
Cuando planificamos estamos lanzando una idea sobre la realidad. En cambio, «proceso» no es lanzar hacia adelante, sino avanzar. Iniciar un proceso y reconectarse con la realidad para purificar la idea.
El proceso nace del compartir un «sueño», es decir, de una visión que se materializará con el tiempo y no de una necesidad.
El proceso no invierte muchos recursos en la «detección», sino que se dispone a acoger una «revelación» a través de la práctica del discernimiento en común.
En el proceso no se persiguen principalmente objetivos, sino que se reconocen prioridades: se procede buscando y reconociendo de forma progresiva lo que es importante y en sinergia con la visión que va emergiendo.
Mientras un proyecto opera generalmente a corto y medio plazo, porque en un tiempo predeterminado espera los resultados previstos en la fase analítica inicial, un proceso, en cambio, opera a largo plazo y no trabaja en términos de eficiencia, sino de eficacia.
En el proceso, la comprensión se produce a través de la acción - pensamiento en acción -, ya que su finalidad es el aprendizaje de lo nuevo que se revela y no el resultado.
El proyecto suele constituir una modalidad adecuada para una buena gestión de las actividades, pero no es capaz de funcionar eficazmente en una perspectiva transformadora o reformadora.
El proceso es un enfoque sistémico y no lineal que, cuando se asume en el contexto eclesial, facilita la revelación de la naturaleza más profunda del dinamismo de conversión que es espiritual y hace emerger un plus de vida necesario para avanzar hacia una mayor fidelidad a la propia vocación.
En la reforma no se debe partir de una imagen abstracta de la Iglesia, sino tener en cuenta la realidad concreta del cuerpo eclesial (Diócesis, parroquia, …). De hecho, no debe tratar de introducir algo nuevo en la experiencia eclesial, sino favorecer su regeneración.
Seguramente en esto se vislumbra un principio muy querido por la teología pastoral, el de la encarnación. En Evangelii Gaudium se evoca a través de la tensión: la realidad es más importante que la idea (EG 231).
En un proceso se trata de acompaña a las personas a salir de un contexto pastoral conocido hacia una experiencia nueva y en discontinuidad con el presente, en la que los puntos de referencia anteriores ya no son válidos.
Esto ayuda a repensar lenguajes, gestos, símbolos y, mientras se produce la experiencia, cambia la realidad, el pensamiento y el corazón: es una acción pascual de muerte y resurrección, que presupone la conciencia de que solo haciendo «cosas nuevas» pueden transfigurarse nuestros pensamientos.
Al compartir pasos «más allá», al poner en práctica signos nuevos, formas nuevas, ... se produce una apertura natural a la novedad que se revela. El camino del cambio no se explica de antemano, solo se puede recorrer.
El impulso espiritual del sueño misionero madurado en el discernimiento no es suficiente para mover una dinámica de conversión eficaz: de hecho, también podría resultar una declaración estéril.
Para evitarlo, el «sueño misionero» debe injertarse de inmediato en las prácticas de la realidad eclesial en conversión, mediante la definición y la aplicación de «puntos de ruptura sistémicos», es decir, de elecciones concretas que cambien el marco de la acción pastoral y no permitan seguir actuando según las anteriores categorías.
Así se inicia una experimentación.
No se trata simplemente de una prueba empírica, sino de una experiencia de aprendizaje que nace de un impulso espiritual —el sueño misionero— y que es acompañada y releída, activando nuevas narrativas.
La práctica experimental evita el riesgo inherente de un discernimiento que se cierra inmóvil sobre sí mismo y se convierte ella misma en un lugar efectivo de discernimiento dinámico.
Es importante que la experimentación comience y termine después de un tiempo adecuado. Además, es importante documentar los aprendizajes que surgen de ella y hacer que le siga una fase de consolidación.
Iniciar y acompañar procesos de reforma exige a una realidad eclesial entrar en una situación des-estructurante que implica permanecer en un estado de crisis.
Esto puede requerir la facilitación del proceso por parte de figuras expertas, pero sobre todo debe ir acompañado desde dentro.
Y para ello se necesitan figuras que se dediquen exclusivamente al cuidado del proceso de reforma, que formen parte de la realidad en conversión.
Los procesos deben ser acompañados por figuras de custodia: el sentido de esta expresión está ligado a la conciencia de que, después de encender el «fuego» del sueño misionero, este, como cualquier fuego, se apaga si no se cuida.
Los «guardianes del fuego», indispensables para el éxito de un proceso de reforma, ejercen un «ministerio de unión» (cf. Ef 4,16; Col 2,19), es decir, no son un organismo pastoral consultivo o funcional, sino que favorecen principalmente un «cambio en el conjunto» de la realidad en conversión, ayudando a las personas y a las comunidades a vivir las tensiones.
Los «guardianes» ejercen principalmente tres funciones:
· custodian el sentido del proceso, en primer lugar con la oración, sobre todo cuando el sueño misionero corre el riesgo de apagarse ante las dificultades;
· custodian la comunión entre los diferentes sujetos de la comunidad, ya que —al ser la fase de experimentación una fase de desestructuración que eleva el nivel de tensión y los conflictos— en el proceso se necesita un continuo retejido de las relaciones;
· custodian el proceso mismo, coordinando algunos pasos y acompañando su desarrollo.
Una atención práctica que favorece un posicionamiento adecuado ante la tensión actual es el uso del «mandato eclesial».
De hecho, solo unos pocos «exploradores» deben emprender la experiencia experimental. Lo hacen por todas las comunidades, como se describe en el libro de los Números (Nm 13). Solo algunos exploradores entran primero en la tierra prometida reconociendo los frutos y las insidias. Y regresan para narrar al pueblo el resultado de su exploración.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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