jueves, 11 de diciembre de 2025

José, el hombre que soñaba - San Mateo 1, 18-24 -.

José, el hombre que soñaba - San Mateo 1, 18-24 - 

Quizás José tenía miedo, o quizás sentía esa sensación de insuficiencia típica de los pobres y los justos. 

La vida estaba explotando, impredecible y divina, y él, en ese cálido susurro de milagros, se sentía de más… Demasiada vida, demasiado Dios, demasiado todo. 

Esa sucesión de acontecimientos milagrosos traspasaba los gestos habituales del justo, forzaba los límites de la fe sencilla y devota, la sorpresa divina chocaba con la simplicidad del carpintero. 

Incluso dudar de María era un sentimiento demasiado grande para José, se necesitaban actitudes del corazón que él había aplanado mucho antes de que brotara la sombra del orgullo. Se necesita predisposición al ataque para dudar, se necesita querer salvarse a sí mismo para acusar a la mujer que se ama. 

El sudor de un día de trabajo, sentarse al abrigo del hogar contemplando una puesta de sol, criar a los hijos, rezar y ser obediente a la Ley, eso era suficiente, esos eran los límites a los que se sentía preparado para responder. Y además bien. Él no habría traicionado. No tenía esa aptitud. 

¿Había traicionado María, en cambio? ¿O era este Dios inesperado el verdadero traidor, Aquel que le estaba pidiendo demasiado, Aquel que le estaba pidiendo que forzara los límites de su obediencia? 

No le importaba de quién fuera la culpa, eso no cambiaba las cosas, se sentía como una viga demasiado frágil bajo el peso de los acontecimientos, el riesgo de rotura era evidente, la decepción del colapso insostenible. Hubiera preferido echarse atrás, pedir perdón, pedir comprensión. 

Le parecía sencillo creer en Dios. Hasta ese momento, le parecía algo ordinario la fe, como creer en el sol, en el agua y en las montañas, y tenía razón, creer en el Creador, para quien tiene ojos que saben ver y manos que saben construir, no es nada difícil, todo habla de Él. 

José se sentía parte viva de una historia más grande, la historia de profetas, reyes y guerreros, la historia milagrosa de Israel, y esto le consolaba, le parecía haber nacido para no molestar, para mezclarse con el pueblo, para ser un fiel comparsa del éxodo, para sumergirse y dejarse llevar en la historia de la salvación. No habría traicionado, habría creído sin lugar a duda. Desaparecería en el calor del abrigo de la fe en Dios. 

No es difícil creer en Dios, lo difícil es aceptar que Él quiera creer en nosotros, cambiar nuestra vida y obligarnos a exponernos a una transgresión, a una redefinición de la identidad que exige un cambio radical, que exige morir antes de tiempo. Esto no solo parecía demasiado para José, sino que le parecía simplemente imposible. 

Una cosa es creer en la historia de la salvación, otra cosa es convertirse en parte viva y responsable de ella. Por eso José intentó dejarse atrapar por la oscuridad y el silencio. Intentó desaparecer. 

Quién sabe cómo fue ese sueño, quién sabe cuánto duró, quién sabe si sintió la burla de llamarse como aquel iluso soñador del Antiguo Testamento. Alguien dijo que José, a partir de ese momento, no dejó de soñar ni por un instante. Se durmió y, en el sueño, perdió el control y no supo recuperarlo, sus defensas cedieron y no fueron sustituidas por otros muros. 

El sueño de los justos es peligroso porque no tiene frenos, porque no se puede contener, porque no duda. En el sueño, los justos disfrutan de las revelaciones divinas, en el sueño es Dios quien habla al hombre, es una oración al revés. En el sueño no puedes escapar por miedo o por humildad, en el sueño estás expuesto. Los corazones sencillos tienen hambre de coherencia. 

No es que el sueño se hiciera realidad… Es que ya no habría diferencia entre sueño y realidad. Si eso era lo que el Señor le pedía, él lo haría, se convertiría en el sueño viviente de Dios, se convertiría en algo diferente de lo que esperaba, se dejaría atrapar, a costa de perderse, a costa de no reconocerse más. Pero, al fin y al cabo, ¿no es eso la fe? 

Empezó a tomar la vida tal y como venía. Eso hizo José. Y con la dura obstinación que tienen los tímidos después de decidirse. Tomó a María por esposa, tomó ese rostro en el que Dios le pedía que confiara, tomó los acontecimientos y las preguntas y los miedos. Un día también tomó al Hijo de Dios para llevarlo a un lugar seguro, a Egipto. Cuando Dios interpela al hombre, suceden cosas increíbles, como tener que salvar al Salvador. 

José maduró la firme decisión de dejarse habitar por Dios y ponerse en camino hacia lo desconocido. José comenzó a creer en el momento exacto en que se resignó a creerse digno de haber sido visitado, amado y elegido por Dios. Un acto de rendición y acogida, un verdadero acto de fe, creer que hoy las profecías, para cumplirse, todavía nos necesitan a nosotros. 

A José le consoló el nombre – Emmanuel -, el nombre de este Dios niño, de este enigma balbuciente y adorable. Le consoló el nombre, que es el nombre que solo pueden pronunciar las personas de fe. Emmanuel, Dios con nosotros. 

El sueño había permitido la intrusión del Misterio en la vida ordinaria de un hombre sencillo. Pero ese nombre - Dios con nosotros -, ese nombre para José tenía el sonido seco de un designio: Emmanuel, ahora Dios con nosotros, para siempre. Y aquel sueño le había elegido precisamente a él. Si todos los proyectos de una vida normal habían sido derribados por Su profecía, ahí estaba él, José, formando parte de aquel sueño. 

Un sueño en el que Dios se veía obligado a no abandonar nunca más a sus hijos, a implicarse en la historia de los hombres, a mezclarse e inmiscuirse aún más de lo que lo había hecho hasta ese momento, convirtiéndose en carne de la carne, divinizando la carne. Un sueño en el que el aquel carpintero, de nombre José, hombre bueno y justo, iba a tomar parte. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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