jueves, 11 de diciembre de 2025

El arte de bendecir.

El arte de bendecir 

Incluso el Hijo de Dios, para adentrarse en la aventura de la encarnación, necesitó habitar el vientre de una mujer como una bendición. 

Sin bendición, la vida permanece como un caparazón cerrado, inexpugnable, 

sin bendición, la vida no se deja sorprender, se limita a una triste réplica de lo conocido, 

sin bendición, en nosotros habita una acumulación de decepciones, se pudre el resentimiento, 

sin una bendición que rompa la corteza exterior, la vida no logra alcanzar el flujo de la sangre, no se expone a la fecundación, 

sin una bendición, la vida no se da cuenta de que está viva. 

Bendecir, gesto antiguo y misterioso, gesto arriesgado y solo posible para unos pocos, porque no son solo palabras, no es la letanía de una liturgia repetida, no es el movimiento solemne de una mano, no basta la ordenación sagrada… 

Para bendecir de verdad es necesario que el que bendice pierda algo de sí mismo, cada gesto de verdadera bendición es una entrega de parte de la vida, solo perdiéndose se puede bendecir de verdad. No puede bendecir quien lo tiene todo bajo control, quien tiene miedo a morir. 

Bendecir es reconocer una vida más grande que nosotros, es reconocerse como parte transitoria en la trayectoria de cumplimiento del misterio. No se puede bendecir si no se cree en la resurrección, si no se tiene la firme convicción de que nuestra vida ha sido moldeada para ser lanzada a los brazos de Dios. 

«Bendita tú entre las mujeres», le dice el ángel Gabriel a María, y en ese momento Dios mismo se pone en juego, se hace carne, se compromete, se expone, se deja marcar por el tiempo. Sin ese paso, el Hijo de Dios nunca habría nacido. 

Nacemos solo para bendiciones valientes, pero se necesitan hombres y mujeres que sepan morir, que lleguen a bendecir porque han sido probados por la humildad, la verdadera, la que transforma la anulación en una entrega. 

Solo los místicos saben bendecir. Solo quien tiene confianza en lo eterno, solo un anciano sabio como Simeón que ha hecho de la espera paciente el amor de toda su vida hasta la muerte. Solo aquellos que se atreven a creer en la resurrección. 

A veces pienso que solo esto deberíamos saber hacer, como Iglesia, como comunidad: ejercitarnos en el arte de la bendición, aprender el silencio, el ocultamiento, el aprendizaje humilde de las cosas de la vida. 

Aprender a bendecir… lo que significa dejar de luchar contra enemigos que están fuera, dejar de buscar siempre a alguien contra quien luchar, comenzar la verdadera lucha que tiene sentido llevar adelante, la que es contra uno mismo, contra el egoísmo que no nos abandona, contra el miedo a morir que no nos permite ejercitarnos en la libertad, una lucha encarnizada contra el terror que tenemos de no ser reconocidos, apreciados, buscados, valorados… 

Dejar de luchar contra quienes no piensan como nosotros, contra quienes no forman parte de nuestro grupo, de nuestra Iglesia, de nuestro círculo. Dejar de defender con arrogancia nuestra forma de gestionar el poder, de soñar con un proyecto, de celebrar una liturgia, de apoyar a unas consignas... No somos los únicos que podemos dar forma a la Verdad. Quien no concibe la diversidad nunca sabrá bendecir sino solamente ejercer el poder. 

Bendecir es exponerse a lo desconocido, es perder algo vital, es aceptar que el Señor ama a quienes no viven como nosotros. 

Bendecir es desmontar las barricadas, es saber pedir perdón, es reconocer otros caminos posibles, es dejar que Dios hable por fin, es dejarse herir, hasta la muerte. 

«Bendecid, sí, no maldigáis» 

porque duele ver a hombres y mujeres resentidos con la vida, convencidos de que todo es una lucha y que solo gana quien se impone; 

porque es dolorosa la vida de los hijos que creen haber decepcionado a sus padres, o de las parejas que no saben entregarse el uno al otro con gratitud; 

porque el verdadero drama de la vida es atacar cada espacio con la ansiedad de tener que demostrar siempre que estamos a la altura. 

Pero ocurre que nunca alcanzaremos la altura divina contando solo con nuestras fuerzas, necesitamos una bendición, que no es otra cosa que el Eterno inclinándose sobre nuestra bajeza. 

Necesitamos encarnar nuestro Magnificat personal. No, nunca estaremos a la altura, no es posible elevarse por sí mismo a la altura divina. Entonces, habrá que rendirse tarde o temprano, esperar encontrar y reconocer al menos a un sabio, al menos a uno, en la vida, que con los ojos de Dios sabrá bendecir lo que somos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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