Teología... pero ¿qué teología?
La teología es quizás la disciplina del conocimiento que, más que ninguna otra, corre el riesgo de convertirse en un sistema cerrado, sin salidas, sin diálogos, sin aprendizajes.
Una situación paradójica si se piensa que abarca muchos campos del conocimiento: desde la filología hasta el derecho; desde la historia hasta la sociología; desde las ciencias políticas hasta las ciencias naturales.
A pesar de ello, su trayectoria histórica ha desembocado en una especie de salón cerrado, impermeable e inmune.
Esto se debe a que acaba fagocitando dentro de su sistema las posibles aportaciones que encuentra procedentes de otros conocimientos.
Lo hace tanto para domesticarlos debidamente, para conformarlos a su propia antropología individual y social, como en virtud de un sentido de ‘superioridad’ que le genera la sensación de ser la disciplina más elevada y completa posible.
Luego se queja de que no se la escucha ni se la convoca al debate público; de que permanece en silencio ante los grandes dramas del mundo; de que ahora ha sido barrida por la competencia secular precisamente en el terreno de lo religioso en el plano de la comunicación pública.
Pero este es el resultado inevitable de su ser, precisamente, un sistema cerrado en sí mismo.
Cuando todo va bien, producimos llamamientos de almas bellas, reafirmamos principios sacrosantos que, en principio, son compartidos por muchos, pero difícilmente logramos ofrecer vías realistas y viables para resolver los problemas de los seres humanos y de nuestras sociedades.
Nuestra situación, que ha privatizado la teología como disciplina eclesiástica impartida en templos académicos cada vez más vacíos, ciertamente no ayuda a imaginar un futuro diferente para ella.
En nuestro país, pero no solo, parece que la teología tiene pensamientos que producen palabras (a menudo incomprensibles para los dialectos contemporáneos) y ha perdido todo pensamiento capaz de generar acciones y hechos.
La teología hecha por la Iglesia en la Iglesia, una teología hecha dentro del perímetro seguro de las facultades teológicas, corre el riesgo de convertirse en un callejón sin salida para la inteligencia cultural de la fe.
A fuerza de plantar la misma semilla en la misma tierra, estamos naturalmente condenados a la esterilidad.
No solo es urgente pensar en otros modelos y enfoques, también porque el tiempo se ha agotado hace tiempo, sino sobre todo empezar a hacer teología de otra manera.
Quizás ampliando nuestra mirada no solo epistémica, sino también geográfica...
El primer paso es, por tanto, ponerse en posición de aprendizaje, lo que también significa iniciar prácticas de resistencia al sistema teológico tal y como es hoy en día.
Es decir, dejar de esconderse detrás de la excusa de que sería bueno hacerlo de otra manera, pero no es posible porque la institución teológica no lo permite. Este es un estribillo de guardería, no de academia de saberes.
Creo que es la evanescencia de las fronteras, epistémicas y confesionales, la que produce las cosas más interesantes, las sensibilidades más eficaces, las prácticas de pensamiento y enseñanza más militantes (en el sentido de estar orientadas a la acción laboriosa en el campo de la vida, y no simplemente, cuando todo va bien, en la parroquia de la esquina).
Esta mezcla de géneros, esta pérdida de supuesta pureza teológica, genera una forma mentis et vitae que amplía el campo del cultivo teológico; es decir, enseña que gran parte de la «materia» teológica crece y se desarrolla en otros campos del saber y de las prácticas culturales.
Y que en ellos, esa «materia» se cultiva con competencias totalmente adecuadas que no requieren, en segundo lugar, la ayuda y la protección del teólogo profesional.
Es más, es bueno que este último las deje tal como están, porque dicen cosas, de la fe en acción, de la religión efectivamente practicada, de las relaciones jurídicas institucionales, de los derechos y deberes de los creyentes y los no creyentes, del impacto de las comunidades religiosas en el tejido social (y viceversa), que la teología como tal no sabría decir.
Sin este reconocimiento de que no es solo la teología la que hace teología, estamos destinados a permanecer prisioneros en el castillo encantado de nuestro conocimiento en un sistema cerrado (ahora en cortocircuito).
Otro camino de aprendizaje se refiere al enfoque metodológico, en un sentido ciertamente muy rudimentario, pero en mi opinión también decisivo.
La teología se ha acostumbrado a cultivar su propio conocimiento dentro de sí misma, para luego leer los acontecimientos del mundo y de la vida a través de las lentes de ese conocimiento incapaz de relaciones generativas.
Uno de los aspectos más interesantes de gran parte de la inteligencia de la fe se refiere precisamente a la inversión de este enfoque metodológico rudimentario.
Es decir, la dureza, y a veces el cinismo, de los hechos se convierten en el principio de una relectura y una nueva interpretación del conocimiento de los credos religiosos.
Y como los hechos de la vida exigen respuestas concretas, y no vaguedades del pensamiento aderezadas con palabras bonitas, las teologías están llamadas a medirse exactamente por su capacidad de desencadenar prácticas, ciertamente alternativas y contrafactuales, que respondan concretamente a las exigencias de la vida y a las cuestiones sociales del vivir humano.
Los hechos de la vida nunca son puros e implican, para bien o para mal, un amplio espectro de pertenencias religiosas y visiones del mundo.
Ante este hecho, ninguna teología puede concebirse a sí misma de forma aislada, por un lado, y la teología en su conjunto ya no puede producirse solo a partir de sí misma, por otro.
El saber teológico es portador de una mezcla de saberes, de una intriga de conocimientos, a la hora de afrontar los hechos de la vida.
Porque los hechos de la vida son fenómenos complejos, que solo pueden comprenderse adecuadamente a través de lecturas entrelazadas, donde ninguna disciplina o confesión puede avanzar una primacía epistémica. Y solo así es posible dar respuestas viables y realistas a las preguntas de la vida, a las injusticias sociales, a los conflictos geopolíticos.
La existencia, junto a las facultades universitarias típicas, de centros de investigación ad hoc en los que se trabaje a diario, unas junto a otras, diferentes competencias académicas y una pluralidad de inteligencias culturales de las religiones, representa un eje sistémico decisivo para imaginar otra teología, finalmente liberada de la insondable ligereza de su propia inmanencia.
Porque estos centros no existen para hacer academia, sino para ofrecer soluciones concretas, para trazar caminos viables, para dar sugerencias estratégicas.
Y también para desarrollar proyectos sobre el terreno, tejer redes de colaboración, entrar in medias res para activar procesos de transformación.
Ciertamente no en la organización institucional, pero en la práctica yo creo que hemos llegado al final del modelo de teología de las facultades teológicas, sean del tipo que sean.
Porque el modelo ya no es eficaz, ya no produce una teología que sirva al mundo, ya ni siquiera consigue responder a las exigencias de la fe que vive concretamente en el día a día de nuestras sociedades.
Esto no significa necesariamente el fin del saber teológico, pero sí indica la necesidad imperiosa de su desplazamiento con respecto al sistema actual.
Permanecer en la inercia del sistema significa, sin embargo, convertirse en cómplices de la extinción de la relevancia pública de la inteligencia cultural de la fe.
La urgencia, hoy en día, es organizar la convocatoria de teólogos y teólogas procedentes de diferentes áreas culturales y lingüísticas, no para hablar de «contenidos» teológicos, sino para poner en marcha proyectos transversales de organización estructural del saber teológico declinado junto con otros saberes (no como solución cosmética de un congreso, sino como marco sistémico de una teología que aprende a ser ella misma en la exposición a los hechos de la vida y del mundo tal y como son leídos e interpretados por otras disciplinas).
Creo que cuando el Papa Francisco hablaba de la teología como un gran «laboratorio» tenía en mente algo muy parecido a esto.
Es cierto que todavía existe una secuela secularista dentro de las universidades públicas, pero mucho más débil que en el pasado y sin duda menos extendida.
Pero también es cierto que todas nuestras facultades de teología han permanecido idénticas a sí mismas, iniciando como mucho algún experimento extracurricular, pero dejando inalterada la forma mentis general del cuerpo teológico.
En esta situación, los teólogos permanecen en silencio porque la teología no tiene nada que decir a nuestro mundo, y no hace nada o muy poco para salir de este estado de cosas.
Pero esto no es un destino inevitable, ni es culpa del mundo.
Es la consecuencia de una adaptación sistémica de la teología al «caldo eclesiástico» de la cultura de nuestra Iglesia.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF





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