martes, 28 de enero de 2025

El que no ama muere y desaparece.

El que no ama muere y desaparece 

El juicio del ateo Freud no deja ninguna esperanza: el hombre religioso se confía a Dios como un niño asustado confía su vida indefensa al poder protector de un padre idealizado. Pero esta confianza no puede salvar al hombre de su destino mortal. Es el miedo a la muerte lo que ha impulsado a los seres humanos, desde el principio de los tiempos, a rezar a los dioses. La misma idea filosófica, según Freud, de la inmortalidad del alma no sería otra cosa que una idea defensiva frente al carácter inevitablemente finito de nuestra existencia. 

En la relación de Jesús con la muerte, el juicio de Freud se ve obligado a moderarse. De hecho, Jesús no evita la muerte en absoluto, sino que la afronta en su forma más traumática. No hay remoción, por lo tanto, no hay desautorización. Jesús sabe bien que no puede aceptar el silogismo filosófico de Epicuro que quisiera separar la muerte de la vida siguiendo el famoso argumento según el cual la muerte no sería un problema porque mientras hay vida no hay muerte y cuando hay muerte no hay vida. En la noche de Getsemaní, Jesús se encuentra con la impostura de Epicuro: no hay escapatoria a la muerte. 

No es casualidad que su postura no se parezca en nada a la imperturbable de Sócrates ante la decisión de suicidarse. Su cuerpo tiembla, suda sangre, cae al suelo. La primera oración que dirige a Dios es una súplica: no quiere morir, quiere seguir viviendo, pide a su Padre que lo libere, que aparte de su boca el cáliz amargo de la muerte. Rechaza la muerte porque ha amado y ama profundamente la vida. No hay atajos, por lo tanto, no hay forma de eliminar el trauma de la muerte. 

Ni siquiera su resurrección puede aliviar este trauma. La resurrección nos es, a diferencia de lo que pensaba Freud, la negación infantil de la muerte, sino, en todo caso, el resultado de haberla cruzado. 

No es casualidad que toda la iconografía cristiana represente el cuerpo de Cristo resucitado con las heridas imborrables de su pasión. En el relato del Evangelio, la tumba de Jesús aparece vacía. Los ángeles que lo presiden preguntan a las mujeres asustadas que han ido a su sepulcro: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, pero ha resucitado” (Lc 24, 5-6). Este vacío es el gran misterio de la Pascua cristiana vista a través de los ojos humanos. Él ya no está aquí: se impone un duelo necesario ya que en todo duelo “él” o “ella” ya no está entre nosotros. Una ausencia abruma nuestra presencia en el mundo; una ausencia que es dolor pero que quizá por eso mismo es también una forma radical de amor, como escribe Roland Barthes en su extraordinario cuaderno escrito después de la muerte de su madre y titulado “Diario de de duelo”. Pero el vacío del sepulcro no sólo impone duelo. También abre la posibilidad de algo inaudito. 

Jesús no se encuentra entre los muertos. Él, aunque muerto, todavía está vivo. ¿Qué podría significar? 

En cierto sentido, Jesús ya no está aquí, ya no está disponible para quienes lo amaban, se ha ido. Incluso las apariciones posteriores a Pascua son fugaces, destinadas a disolverse en la ausencia. Esto significa que el resucitado no es un renacido. La resurrección no puede borrar la experiencia de la pérdida. Por eso, en sus apariciones Jesús inicialmente no es reconocido, sino que aparece como un extraño. Pero ¿por qué lo buscáis en su tumba? 

La resurrección no refuerza en absoluto una imagen sobrehumana de Dios. Por el contrario, la resurrección de Jesús es una desactivación radical del terrible poder de la muerte. De hecho, no puede ser la última palabra sobre la vida. En su predicación Jesús mostraba que el miedo a la muerte coincide con el miedo a la vida, proponiéndose como testimonio de una vida viva, de una vida desbordante de vida: “Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11,25). Él se preguntaba qué es una vida viva, una vida generativa, una vida capaz de vida. La mera conservación de la propia vida limita su trascendencia, su, como diría Pablo, hablando sobre la Gracia, “sobreabundancia”. 

Estar vivo no significa en sí mismo estar verdaderamente vivo. Jesús plantea la cuestión de la diferencia entre una vida muerta y una vida viva. Él es la encarnación de la vida, el “agua viva” que apaga la sed para siempre, la vida como fuerza generativa. Por tanto, no se puede buscar a Jesús entre los muertos. Porque los muertos son los que han renunciado a la vida, son los sacerdotes, los guardianes de la letra, la gente codiciosa, incapaces de amar, los muertos son los que tienen miedo a la vida. No debemos buscar a Jesús entre los muertos porque su nombre es un nombre de vida que no se deja vencer por la muerte. 

En este sentido, Jesús es la resurrección que continúa sucediendo más allá de su muerte. El vacío del sepulcro es el lugar de una ausencia que, a diferencia de lo que desearía Tomás, no se puede recuperar. La resurrección no es la resucitación de un cuerpo muerto que vuelve a la vida, sino es la vida que nunca puede ser destruida completamente por la muerte. Jesús lo dice claramente: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25). “Noli me tangere” - no me toques, no me detengas - dice el Señor resucitado a María Magdalena. La muerte es una distancia que se abre en la vida, pero no es desaparición, destrucción, putrefacción. La resurrección no es una imagen de inmortalidad. Jesús no es inmortal como lo son los dioses paganos. Jesús es un hombre que ha experimentado la muerte: debe partir, debe irse de este mundo. Ya no se puede tocar. De hecho, ningún hombre puede volver de la muerte, ya no puede recuperar su vida. Pero este irse, este volver al Padre, es también un modo de quedarse: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14,28), dice a sus discípulos. 

La fe en Jesús no exige el fetichismo del tacto, sino que conserva la distancia, el misterio de lo intangible. Si para creer hay que tocar, como exige el incrédulo Tomás, la fe implica más bien el encuentro con lo desconocido que sigue siendo tal. Mientras que el discurso religioso se basa en la creencia, el de Jesús –profundamente antirreligioso y antiidólatra– se basa en el salto al vacío de la fe. Ésta es la profunda diferencia entre Magdalena y Tomás: una tiene fe en lo que no puede tocar, mientras que el otro exige tocar para creer. Jesús muestra que su muerte no coincide con el fin de su palabra. Todo lo contrario: el vacío de la tumba se asemeja a la luz de una estrella muerta que insiste en emitir luz incluso después de su fin. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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