La historia enseña que la historia no enseña nada
Y “la experiencia enseña que los hombres nunca aprenden nada de la experiencia” (George Bernard Shaw).
El tiempo cura las heridas sólo si le das la oportunidad. Reconocer la violencia mutua puede conducir a la paz, a aceptar lo sucedido y dejarlo atrás. Pero más a menudo, el recuerdo de dramas pasados da origen a otros nuevos en el presente, en una cadena de sufrimiento que no encuentra fin. Cuando las guerras cesan, todo el mundo dice 'nunca más', pero los conflictos se repiten. Un tiende a pensar que, desgraciadamente, la historia no enseña nada. El estado de guerra es una condición normal en la historia humana y los comportamientos humanos – intereses, errores y riesgos – hacen que se repita continuamente, aunque de maneras diferentes.
Tengo la molesta sensación de que el Día de cualquier Memoria –y hago mías las palabras de la escritora judía Elena Loewenthal– se ha convertido en "un gran error colectivo de quienes quieren intentar, un día al año, endulzar la conciencia civil y aligerar la sentimiento de culpa”. En resumen, el 27 de enero como una especie de evento póstumo conveniente para una compensación simbólica ante la abominación del Holocausto.
Si es así, como me parece, el Día de la Memoria del Holocausto esconde una forma de hipocresía. Se condena con palabras inflexibles el horrible atropello y se promete “nunca más” pero luego, pasado el acontecimiento, los ciudadanos volvemos a la indiferencia del día anterior y los poderosos de esta tierra vuelven a hacer algo aún peor que el día antes.
“Hermanos todos. Sobre la fraternidad y la amistad social” es el título de la encíclica de Francisco de 2020. Es el equivalente ecuménico de lo que nos recomienda de manera secular la Carta de Derechos Humanos de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Están dotados de razón y conciencia y deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. ¿Crees que estamos honrando el precepto? En resumen, el Día de la Memoria, tal como lamentablemente se vive, pretende confirmar la hipótesis de que el recuerdo público del horrendo exterminio, el sentimiento de culpa que conlleva, ayuda a prevenir una recaída en la barbarie y nos hace mejores.
De hecho, los discursos del 27 de enero, loables y llenos de buenas intenciones, terminan proponiendo una retórica surrealista si los comparamos con lo que nos rodea: la realidad niega rotundamente las buenas intenciones. “El conocimiento no necesariamente te hace mejor”, afirma Elena Loewenthal, y los acontecimientos políticos actuales lo confirman. Es esencial recordarlo, pero no suficiente. Si es importante conmemorar, es más importante aún ponerse a trabajar al día siguiente…
Lamentablemente el mundo parece estar eligiendo otro camino y la brutalización es general, universal, planetaria. Una conclusión se desprende: que “No olvidar” equivalga a “nunca más” es una ecuación simplista y no tiene base real. El Día de la Memoria debería llevarnos a buscar el bien colectivo, pero no es así: las reivindicaciones de pertenencia, la xenofobia, la intolerancia,…, crecen desproporcionadamente y caminar juntos es cada vez más difícil. El mundo está salpicado de guerras de todo tipo, de todas las intensidades, y se están desarrollando debates cínicamente delirantes para establecer si toda o cualquier masacre debe considerarse un crimen contra la humanidad y si es apropiado hablar de genocidio.
Hasta no deja de ser, por lo menos, paradójico: incluso el Gobierno de Israel se destaca en las masacres indiscriminadas de los indefensos… Entre los cincuenta o setenta mil muertos en la Franja de Gaza, la mayoría son ancianos, niños, y mujeres… Es una breve y necesaria advertencia. El antisemitismo está condenado por los principios en los que se basan las democracias liberales, pero el respeto a esos mismos principios exige denunciar a quienes los violan, como Netanyahu, que lo hace con la brutalidad de quien ha olvidado el pasado. ¿Cómo encaja todo esto con el Día de la Memoria del Holocausto?
En otro orden de cosas, está el término “genocidio”. Como la historia, el lenguaje se presta al uso político, pero confundir las palabras y mezclar los conceptos que expresan es la mejor manera de no entenderlas en esa ceremonia de la confusión.
“Genocidio” (prefijo griego ghenos “linaje”, sufijo “-cidio”, del latín occidere), es un término relativamente reciente: fue acuñado en 1944 por un jurista polaco de origen judío, Raphael Lemkin (1900-1959), para definir las políticas nazis de exterminio sistemático de los judíos de Europa. Al proponer este nuevo término, Raphael Lemkin tenía en mente el conjunto de acciones coordinadas para la destrucción y aniquilación del grupo étnico: no se refería simplemente al exterminio en sí, a los millones de muertos en los campos de concentración, al sufrimiento infligido, sino al proyecto racional que había inspirado y guiado el exterminio mismo.
En la historia moderna y contemporánea se han cometido muchas atrocidades que han afectado a algunas comunidades, llevándolas al borde de la extinción: es el caso de las masacres sufridas por los nativos americanos a manos de los "colonizadores" europeos, y las perpetradas entre los Siglos XIX y XX por parte de los ingleses en Sudán, de los alemanes en Namibia, de las potencias coloniales en el Congo; o las masacres de armenios por los turcos en 1915, la eliminación sistemática de los kulaks en la Unión Soviética de Stalin, las matanzas en masa de los Jemeres Rojos en Camboya, la vergüenza vista hace treinta años en la guerra interétnica en la ex Yugoslavia,… Suma y sigue…
La especificidad del término “genocidio”, sin embargo, va más allá del número de víctimas. Lo que ocurrió en la Europa conquistada por los ejércitos de Adolf Hitler representa un acontecimiento único en la historia de la humanidad, tanto porque tuvo como objetivo la eliminación de un grupo entero sin posibilidad alguna de salvación (ni abjuración, ni conversión, ni salida), como porque fue puesto al servicio de muerte todo el aparato del estado nazi, su ciencia, su tecnología, su conocimiento,…
Fueron los periódicos, la radio y las escuelas los que transmitieron a la sociedad germánica un antisemitismo visceral que penetraba cada fibra. Fueron las decenas de miles de hombres del aparato represivo quienes encarcelaron a los judíos alemanes y fueron los cientos de miles de soldados movilizados quienes los acorralaron en la Europa ocupada. Fueron los ingenieros quienes diseñaron los múltiples hornos crematorios, los químicos quienes identificaron los gases más letales y baratos, los psicólogos quienes estructuraron el sistema de despersonalización de los campos de concentración, los industriales quienes explotaron la mano de obra esclavizada. Y había millones de alemanes que miraban para otro lado, fingiendo no "ver" las filas de deportados con cabezas rapadas, números tatuados en los brazos, zuecos en los pies, demacrados, desnutridos, en fila, que trasladaban traviesas para construir nuevos tramos de ferrocarril, limpiaban de escombros las ciudades bombardeadas y llevaban su desesperación por las calles.
Precisamente porque todo esto formaba parte de un proyecto global, capaz de involucrar a todo un pueblo. Alguien escribió que si "todo esto ha sucedido, todavía puede suceder". El 27 de enero, o cualquier otro día de cualquier otra Memoria, no puede ser el día dedicado a la Memoria del Horror. Debería ser el día de reflexión sobre “cómo” y “por qué” ese horror fue posible. En este sentido, el “genocidio”, en su especificidad y singularidad, es un concepto clave.
Sí, podemos hablar de crímenes, de instrumentos de destrucción desproporcionados a los objetivos, de estrategias de intimidación que en lugar de resolver los problemas, los desplazan a un futuro indeterminado, indefinido,… Pero quizá, ¿o seguramente?, no debamos llamar a todo o cualquiera con el término “genocidio”, porque eso es engañoso. “Genocidio” no admite treguas ni mediación diplomática. No se trata de una lucha entre hombres armados, sino de la voluntad colectiva de aniquilar. No involucra a minorías radicalizadas, sino que se alimenta de un sustrato cultural amplio y profundamente arraigado. El uso político de las palabras refleja la misma lógica que el uso político de la Historia: alzar la voz de execración para ocultar la falta de estrategias.
Nos sentimos indefensos ante la vergüenza del presente, como reacción moral condenamos enérgicamente lo que está sucediendo. Pero al final, al pronunciar cualquier afirmación gratuita y libre sobre genocidios, corremos el riesgo de limpiar el Holocausto y transformarlo en nada más que una de las muchas masacres de la historia de la humanidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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