domingo, 26 de enero de 2025

¿Qué Vida Religiosa?

¿Qué Vida Religiosa? 

Hace ya algunos años, un dominico canadiense, Daniel Cadrin, dio un consejo particularmente adecuado para los hombres y mujeres religiosos: “Elegid vivir y tendréis un rostro, de lo contrario será vuestro derrotismo el que cavará vuestra tumba. Arriesgaos a vivir nuevas experiencias y estaréis seguros, de lo contrario vuestro descanso será el de un enfermo terminal. Seguid moviéndoos y estaréis vivos, u os convertiréis en piedra… Confiad en los jóvenes y creeréis en el futuro, de lo contrario terminaréis solos. Hablad unos con otros y oiréis nuevas voces, de lo contrario seréis silenciados. Haced un tesoro de lo nuevo y de lo viejo y estaréis a tono con los tiempos, de lo contrario caeréis en el anonimato. Buscad a Dios con todo vuestro ser y Dios os encontrará, de lo contrario lo perderéis todo” (cf. Jean-Claude Lavigne, “Para que tengan vida en abundancia”, 2013). Cincuenta años después de la renovación pedida por el Concilio Vaticano II, me parece que la Vida Religiosa está también hoy llamada a interrogarse y a confrontarse sobre todo al menos sobre tres puntos clave para su futuro: el testimonio de la sencillez, de la humanidad y de la fidelidad. 

1.- La sencillez 

La sencillez está en el corazón de la renovación de la Vida Religiosa. Lo cual no es un añadido a la vida bautismal. Si, en obediencia a nuestra vocación bautismal, entramos en la libertad de quien no tiene nada que perder, porque la muerte ya ha quedado atrás, entonces la Vida Religiosa puede estar habitada por un coraje extraordinario. Uno se puede atrever sin miedo a perder. 

Es precisamente del bautismo que viene la posibilidad de simplificar, esencializar las formas de vida espiritual que, construidas sobre los ejes del celibato por el Reino, de la vida común, de la misión (apostolado) y del primado del Evangelio y del seguimiento Jesús. No se necesita inventar carismas imaginativos ni espiritualidades barrocas y ajenas al Evangelio para justificarse. 

Es necesario alejarse de espiritualidades particulares, ligadas a una determinada devoción o figura de un santo, y atreverse a entrar en el movimiento de reforma que el Concilio Vaticano II indicó a toda la Iglesia, incluida la Vida Religiosa. 

¿Qué sentido puede tener referirse a espiritualidades anticuadas que difieren de la esencia de la vida según el Espíritu tal como la Biblia nos la plantea y nos la entrega? 

Las espiritualidades son construcciones artificiales que requieren energía para sostenerse, cuando sería mucho más sencillo volver a lo común y redescubrir que la batalla a librar es única, la vida según el Espíritu es única, como lo es el bautismo. Las distinciones son comprensibles en un mundo enteramente cristiano, pero no en un mundo que cuestiona el futuro del cristianismo y coloca el problema de la transmisión creíble de la fe en el centro de sus preocupaciones. 

Es sólo durante el segundo milenio cristiano, en Occidente (Oriente ha mantenido la unidad de la vida monástica), que la palabra "espiritualidad" comienza a declinarse en plural, dependiendo de un determinado santo o de una congregación religiosa específica, etc. Ahora bien, es evidente que el mismo Espíritu suscita siempre inculturaciones y realizaciones diferentes, pero la lógica de las espiritualidades acaba haciendo prevalecer lo secundario sobre lo esencial: esta proliferación de espiritualidades se asemeja más bien a la desintegración de la única espiritualidad cristiana. 

El camino de la espiritualidad lleva a las congregaciones a cerrarse en una búsqueda de identidad no a partir del centro unificador, simple y esencial del Evangelio, sino a través de la distinción con respecto a los demás sujetos eclesiales, a las otras congregaciones. 

Además, los grandes santos y fundadores no quisieron dar vida a una nueva espiritualidad, sino que siempre y sólo trataron de vivir la totalidad del Evangelio en su hoy. Hacer referencia a estos santos, que remiten al único fundamento de la santidad cristiana, Jesucristo, significa entrar en un movimiento pneumático y profético de traducción al hoy del «Cristo que es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Hb 13,8). 

Hoy en día existe una variedad tal de declinaciones de la "espiritualidad" que hace palidecer la imaginación más viva: espiritualidades que subrayan un aspecto del misterio de la fe, que derivan de algún fundador, que resaltan algún elemento ascético-práctico o se basan en un movimiento, etc. Se trata del fenómeno que se denomina “espiritualidad del genitivo” y que conduce a esta deriva corporativa. ¿Qué decir de todo esto? La opinión de Hans Urs von Balthasar quizá hasta todavía puede compartirse: “La diferenciación de espiritualidades, que hoy se ha vuelto algo común –hablamos de la espiritualidad de las diferentes órdenes, de la espiritualidad de los sacerdotes diocesanos, de los laicos y de los diferentes grupos laicos– es casi en su totalidad un aborto, a menudo bien intencionado, pero a menudo envenenado, y no sólo inconscientemente, por resentimiento. ¡Como si un santo pudiera interesarse por “su” propia espiritualidad! Como si una espiritualidad tan compartimentada no fuera indigna del Espíritu Santo, que siempre quiere inspirar en los corazones sólo la plenitud de Cristo”. 

2.- La humanidad. 

El seguimiento al que están llamados los religiosos es a vivir la humanidad siguiendo a Cristo. Se trata de “seguir a Cristo en su humanidad”, como surge del testimonio evangélico. De hecho, es el hombre Jesús de Nazaret quien narra a Dios y es en Él donde «habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). Es al hombre Jesús a quien los religiosos están llamados a seguir en una vida personal y comunitaria, ante todo humana y humanizada. El llamado a la santidad debe entenderse como un llamado a ser humanamente santo. Los santos son, dice el Concilio Vaticano II, «nuestros hermanos humanos perfectamente transformados a imagen de Cristo» (LG 50). 

Esta centralidad teológica de la humanidad de Cristo debe hacerse espiritual para renovar profundamente la Vida Religiosa. Por eso, me permito sugerir una clave de lectura de los Evangelios que, buscando la humanidad de Jesús, pueda permear y modelar la vida de quienes llevan una Vida Religiosa. Preguntémonos, leyendo cada episodio del Evangelio: ¿cuál es la humanidad del hombre Jesús? ¿Qué humanidad expresa en su discurso, en sus acciones, en su modo de tratar a los demás? 

Lo extraordinario de Jesús no es de naturaleza religiosa, sino de naturaleza humana, y es nuestra humanidad la que debe ser reformada, renovada, recreada por las energías que vienen del Espíritu que habitó la humanidad de Jesús. 

3.- La fidelidad. 

La Vida Religiosa, y precisamente porque es “vida”, va hasta la muerte y se expresa y declina como fidelidad. A la Vida Religiosa hoy se le pide aprender el arte de vivir el tiempo que se convierte en enseñanza para una sociedad “cronó-faga”, es decir, que devora el tiempo, que vive episódicamente, achatada al presente, a lo momentáneo, a lo todo y a lo inmediato, incapaz de espera, de distancia, paciencia… 

De hecho, la Vida Religiosa corre el riesgo de mundanizarse al asumir rasgos idólatras en el tiempo vivido: rendimiento, productividad, eficacia, fragmentación del tiempo… En la Vida Religiosa se puede tener un conocimiento agudo de las diferentes edades de la vida, humana y espiritual, desde la iniciación de los primeros años con el postulantado, noviciado, etc., hasta las edades de maduración, adultez, y envejecimiento, y así llegar a ser expertos en el arte de vivir, que es el arte de habitar el tiempo y el cuerpo. En particular, la Vida Religiosa es un compromiso “usque ad mortem”, hasta la muerte, porque sólo cuando llega la muerte la vida está verdaderamente completa. 

La prueba de la duración es la gran prueba de la Vida Religiosa: el riesgo del cinismo, de dejarse llevar, de cerrarse en el cultivo de los propios intereses, de la autorreferencialidad identitaria, de no escuchar más, de la desconfianza,…, son sólo algunos de los males que pueden intervenir en el flujo de la Vida Religiosa. Hay una fragilidad, humildad, minoridad, pobreza… que son más evangélicas que nunca y honra a Dios siguiendo a Cristo mediante la fidelidad “usque ad mortem”. 

Hay una fidelidad que se niega a abandonar la familia religiosa, la comunidad, incluso cuando hubiera motivos válidos. Esa fidelidad da testimonio del valor humano del vínculo y, por tanto, de la importancia del otro, de los otros, de los hermanos y hermanas en los que se inserta y se han anudado la libertad y el querer de la vida. Vivir el tiempo con fecundidad y los vínculos fraternos con fidelidad son la misma cosa. Y son un testimonio precioso que podemos dar a la humanidad hoy. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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