miércoles, 22 de enero de 2025

Tratando de simplificar.

Tratando de simplificar 

Siempre es mejor simplificar que complicar. La antigua religión judía acabó siendo una complicación cultual agotadora. El culto debía celebrarse según reglas precisas y muy sofisticadas. Un pequeño error podría costarle la vida al culto y a quien lo practicara erróneamente. Algo lo sabe un tal Uza, que en tiempos de David (primeras décadas del siglo X a. C.), habiendo tocado con las mejores intenciones algo que no le pertenecía, inmediatamente fue ajusticiado por la ira de Dios (2 Samuel 6,1-8). Por lo tanto, el culto no era sólo una complicación, ¡sino una complicación arriesgada, peligrosa! 

A la hora de realizar sacrificios, entendidos como una acción sagrada, se sacrificaban manadas y rebaños enteros. Hoy los activistas por los derechos de los animales habrían protestado enérgicamente y con razón. ¡En la dedicación del templo de Jerusalén (alrededor del 960 a.C.) el rey Salomón habría sacrificado veintidós mil bueyes y ciento veinte mil ovejas (2 Crónicas 7,5)! (Ya sabemos que en determinadas circunstancias los números bíblicos están un poco disparados). 

Era una creencia generalizada que Dios era feliz, no por sus posibles gustos propios de los holocaustos, sino porque la sangre derramada implicaba una donación de vida si se llevaba a cabo por un conveniente representante. Pero incluso entonces no faltó el distanciamiento de estos ‘carniceros cultistas’ (Salmo 49,12-15; Isaías 1,10-13). 

Por suerte, Jesús llegó para recuperar el sentido de la proporción, simplificándolo todo. En lugar de matar pobres bestias que nada tienen que ver con el sacrificio de alabanza, aceptó ser condenado y ajusticiado de una vez por todas (Hebreos 7,27; 9,12; 10,10). Y dejó de antemano el recuerdo de su abnegación consumada en la cruz: la institución de la Eucaristía durante la Última Cena, entregada a los Apóstoles con la memorable fórmula "haced esto en memoria mía" (Lucas 22,19, 1 Corintios 11,24.25). Curioso que el recuerdo se produzca antes del suceso recordado. Generalmente sucede lo contrario, ¡pero Jesús murió al día siguiente a su Última Cena! 

El acto supremo de culto confiado a la Iglesia, la Eucaristía, fue instituido por Jesús en un ambiente hasta cordial de convivencia y celebración. He aquí la máxima e ingeniosa simplificación introducida por Jesús: las mega celebraciones que tuvieron lugar en el Templo de Jerusalén quedan automáticamente deslegitimadas. Al poco tiempo, ni siquiera practicables porque el Tempo fue destruido en el año 70 d.C. y nunca reconstruido. 

No parece haber habido ninguna advertencia previa a los Apóstoles acerca de lo que Jesús haría esa noche. En Cafarnaún hubo anticipaciones eucarísticas en un largo y desconcertante discurso que pronunció (Juan 6,22-59), sin embargo, sin jugar abiertamente sus cartas, dejó a todos en suspenso hasta la Última Cena en la que reveló a unos pocos, los doce apóstoles, lo que quiso decir en Cafarnaúm presentando su cuerpo y su sangre como alimento de vida eterna (Juan 6,52-58), disfrazado bajo la apariencia los símbolos del pan y del vino, y del gran símbolo que todo lo engloba: el banquete de una comida. 

Para el culto ya no se necesitan estructuras especiales como un templo y un altar: basta con una mesa alrededor de la cual sentarse. Y sobre esa mesa se realiza la Eucaristía, dándose cuenta de la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo. El genio de Jesús reside, pues, en haber insertado lo extraordinario en lo ordinario, es decir, el sorprendente descubrimiento eucarístico en la vida cotidiana de una mesa puesta. Lo más probable es que la Última Cena se consumiera en un contexto pascual. 

Pero si Jesús fue un brillante simplificador, el ser humano es un complicado complicador. Progresivamente la mesa de madera como cuna eucarística parecía insuficiente e irrespetuosa. Luego pasamos de la madera a la piedra, pero siempre con apariencia de mesa. Pero al profundizar en la Eucaristía con el pensamiento teológico, su contenido sacrificial emergió a la conciencia eclesial: de hecho, la Eucaristía es el sacramento del sacrificio de la cruz. 

El escenario es comensal pero el contenido es sacrificial, porque se trata del cuerpo y la sangre de Alguien, ofrecido a Dios como sacrificio por la salvación de los hombres. De hecho, en las oraciones eucarísticas actuales se lee: "... este es mi Cuerpo ofrecido en sacrificio por vosotros". Es un refinamiento litúrgico, porque en los Evangelios no leemos referencias sacrificiales sino simplemente "esto es mi cuerpo". Lucas implementa aquello de “entregado por vosotros”. Sin embargo, los textos litúrgicos especifican y subrayan el carácter sacrificial de esa donación. Por tanto, si la Eucaristía es un sacrificio, la mesa ya no es adecuada y hay que darle la apariencia de un altar. Y aquí se encuentran los altares monumentales que se levantan en el presbiterio, coronados por escalones decorados con alfombras, candelabros y demás. Y allá vamos. ¿Es todo esto exagerado? Quizás no y quizás sí. 

Quizás no, porque en el origen están las mejores y más sinceras intenciones: respeto, veneración, adoración hacia la Eucaristía que merece estas actitudes de religiosidad. Quizás sí, porque las intenciones fundacionales de Jesús, que quería una Eucaristía comensal y no sensacionalista, hasta pudieron ser no del todo bien interpretadas y realizadas inconscientemente. Sin embargo, sólo unos pocos comensales pueden sentarse alrededor de una mesa. Cuando la Iglesia se convirtió en multitud, se comprendió fácilmente que no podían sentarse todos a la mesa. Y en las grandes basílicas abarrotadas, sin posibilidad de diálogo con la asamblea por falta de amplificación sonora, el celebrante se aislaba progresivamente en el ábside de la iglesia, dando la espalda al pueblo, que se sentía cada vez más aislado también porque ya no entendía la lengua litúrgica, el latín. Por todas estas razones, y algunas otras, la mesa se convirtió en el altar. 

El único contacto entre el celebrante y la asamblea fue la homilía. Pero para hacerlo llegar a oídos de todos era necesario acercar al celebrante a la asamblea: el ambón fue trasladado al centro de la iglesia, a una posición elevada, y tomó el nombre de púlpito. Desde allí arriba el sermón descendió sobre la asamblea de abajo. 

¡Pero la historia también sabe de cambios radicales! Las modernas técnicas de amplificación acústica han facilitado el encuentro entre el celebrante y la asamblea: la voz del primero llega a los múltiples oídos de los segundos. Sólo quedaba la distancia espacial, ya no la de la comprensión acústica. Y el problema de la comprensión intelectual también persistía, porque la liturgia hablaba latín. El Concilio Vaticano II se encargó de esto, reduciendo o incluso demoliendo el latín para dejar espacio a las lenguas vivas y habladas. ¿Qué impedía entonces que el altar volviera a ser mesa y que el celebrante pudiera decir "haced esto en memoria mía", mirando a los destinatarios del mandato, como es espontáneo en todo tipo de comunicación? 

Y así comienza con impulso el giro de los altares. Se instalan pequeños trucos al principio y progresivamente se van alcanzando soluciones definitivas: algunas cuestionables, otras dignas, otras incluso nobles. Pero tampoco faltaron auténticas devastaciones arquitectónicas. Independientemente de la valoración de los arreglos, la Eucaristía se ha adaptado a las intenciones de su creador: una mesa en torno a la cual nos miramos a la cara; en el que se realiza el acto más sublime que Dios ha concedido a los seres humanos: renovar el sacrificio de la cruz bajo la apariencia del pan y del vino en una convivencia simbólica. 

De esta manera se transmite el mensaje de que la Eucaristía es necesaria para el cristiano como alimento ordinario. Pero no es el único alimento, si es cierto que "no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Deuteronomio 3,8; Mateo 4,4). Con estas palabras Jesús vence al diablo en su primera tentación fallida en el desierto. El conmovedor episodio nos enseña que la Biblia es la Palabra de Dios no menos que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Se da así un doble alimento canalizado a través de dos itinerarios nutricionales diferentes pero complementarios: la Eucaristía por vía oral y la Palabra de Dios a través del oído. Ambos se metabolizan en la mente de los usuarios, si tienen buenas intenciones. 

No soy ni lector ni intérprete del pensamiento y de las decisiones del Papa Francisco. Pero cuando me he acercado, a través de los medios de comunicación, a la noticia de su deseo de cambiar la celebración de los funerales de los Papas, me ha venido a la mente esta imagen de Jesús simplificando nuestra tendencia habitual a complicar el culto litúrgico. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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