lunes, 24 de febrero de 2025

A propósito del Día del Seminario.

A propósito del Día del Seminario

Me escribía un presbítero secular que a sus 80 años conduce un coche, todos los domingos y días festivos de precepto, para poder llegar a algunas de sus muchas parroquias de, rotando las celebraciones: “Joseba, dentro de unos años seremos una panda”. Y es que tiene la impresión de que los números indican el colapso inminente de todo un sistema eclesiástico que durante siglos, al menos desde el Concilio de Trento, ha pivotado sobre la figura del sacerdote-párroco. La tendencia a la implosión es evidente desde hace décadas, probablemente desde hace al menos treinta años. 

¿Qué se puede hacer? Me temo que hoy, al menos en Occidente, hay que buscar soluciones más allá del presbítero tal y como lo representamos. Me parece que en el imaginario colectivo, también por cuestiones de edad, hoy seguimos de hecho con el 'Cura de Ars' -quizá con retoques menores-, en un retraso que sería grotesco si no fuera dramático. 

La tendencia de los últimos, por ejemplo, 50 años nos dice que, dentro de 10 o 15 años, los presbíteros, si no se han extinguido, serán como los pandas o, mejor, como los dinosaurios, vestigios de una época antigua. Así pues, la idea de amalgamar parroquias, más allá de las mejores intenciones, me parece efímera y sigue siendo un tanto ingenua: la desproporción cada vez mayor entre párrocos y parroquias es evidente. ¿Hasta cuándo se puede pensar en sobrecargar a un clero que será cada vez más escaso y cada vez más anciano? 

Hoy me temo que necesitaríamos la honestidad de reconocer que las soluciones para el futuro ya no pasarán por esta figura del presbítero. Creo que la verdadera cuestión del futuro -sobre la que deberíamos empezar a trabajar hoy, para estar preparados cuando llegue el momento, si es que ya no es demasiado tarde- ya no es la del clero, sino la más amplia del ministerio: ¿quiénes serán las figuras a las que se confiará la responsabilidad del ministerio que antes era del párroco que mañana ya no estará, pero cuya figura corre el riesgo de seguir siendo enormemente pesada incluso en su ausencia? Y así pienso en qué dolorosos y radicales cambios de horizonte serán necesarios para avanzar hacia el futuro. 

Sí hay que reconocer, a decir verdad, que la Iglesia lleva tiempo cuestionándose la situación, unos más, otros menos. La Iglesia no es sólo el clero. Los presbíteros no son hongos, no se clonan, no se crean con campañas de promoción vocacional. Los presbíteros nacen en el seno de las comunidades cristianas, allí descubren su fe y, por tanto, su vocación. Provocadoramente diría que tenemos el número justo de presbíteros en comparación con el número de fieles laicos. Es obvio que es un tiempo de fatigas, pero a mí me parece muy claro que iremos hacia pequeñas comunidades creyentes, más evangélicas y verdaderas. 

El problema es amplio y yo diría que concierne ante todo a la realidad eclesial en su conjunto en equilibrio. Es verdad que disminuye el número de presbíteros, como disminuye el número de personas cristianas, pero no los edificios y las responsabilidades de gestión, que por tanto en realidad se multiplican. El riesgo es pensar en resolver el problema de mañana con las soluciones de ayer, quizás revisadas y corregidas (quizás replicando de alguna manera la realidad parroquial de hoy, que me parece ya bastante anticuada, pensando en modernizarla un poco para adaptarla al futuro). 

Y no me gustaría que el problema se resolviera en términos de relación entre el número de fieles y el número de párrocos. El problema, en cambio, me parece que está en la relación entre el párroco y los fieles. Y, por tanto, también en la propia figura del párroco, y no simplemente en el número más o menos reducido de párrocos. 

Por un lado, está el problema de los «pandas», y éste es un problema numérico y de gestión al que pronto tendremos que enfrentarnos -si es que no nos hemos enfrentado ya- nos guste o no, pero por otro lado está el problema de los «dinosaurios», es decir, de una figura clerical (y por tanto de una estructura parroquial) que corre el riesgo de permanecer prisionera de su pasado, porque está marcada históricamente por la cultura socio-religiosa que la configuró, y que ahora ha llegado a su atardecer… si no al anochecer de su ocaso. 

Quiero decir que tengo la impresión de que habrá que repensar y remodelar la identidad del presbítero para y según la situación actual, y con ello toda la configuración de la comunidad cristiana, no sólo en su equilibrio interno, sino sobre todo en su vertiente de relación con el mundo exterior si es que la evangelización, la misión, el testimonio es su principal razón de ser. 

Por ejemplo, estamos acostumbrados a decir: vamos a la parroquia, pero quizá más bien la parroquia tenga que acostumbrarse a decir: vamos a la ciudad, vamos fuera. Por eso decía que ya hoy, en mi opinión, la cuestión ya no es tanto la del clero, sino la del ministerio -que implica a toda la comunidad cristiana-, es decir, de quién debe tener la responsabilidad sacramental en una comunidad cristiana en la que el presbítero actual será el «panda» de la situación. 

Recuerdo las clases de teología cuando el profesor preguntaba provocativamente: ¿se acabará la Iglesia cuando se acaben los presbíteros? Evidentemente no, pero he aquí, en mi opinión, un bonito desafío, concreto, real,…, actual y apremiante porque la figura heredada de ese presbítero tiene todavía mucho de «dinosaurio». 

No es fácil ser presbítero hoy en día. Incluso hasta puede ser más aún si es párroco. Sí, porque el mundo, el de los mil campanarios, ha cambiado profundamente, mientras que la teología del ministerio ordenado no. 

No es fácil ser presbítero hoy en un mundo en el que el mismo celibato, quizá también a causa de los escándalos conocidos por todos, se considera un elemento de sospecha, o que debe abolirse lo antes posible. 

No es fácil ser presbítero hoy, más aún si estás llamado a vivir en un contexto en el que, cuando no te atacan, a lo sumo eres tolerado como un elemento contextual, un poco “folklórico”, útil todavía para ese segmento de población de pelo blanco a los que, por decirlo sin demasiada suavidad, no les gustan realmente estos cambios en la Iglesia. 

Hoy el ministerio del presbítero hasta puede estar llamado a lidiar cotidianamente con ese sentimiento de frustración personal que lo acompaña en cada una de sus acciones. Hay una conciencia de una civilización parroquial muerta, y dentro de esta situación se nos pide hacer como si no pasara nada, minimizar, mantener en pie lo que ya no existe. 

Cualquier presbítero, viejo o joven, siente en su piel que es anacrónico, un cuerpo extraño en un mundo cada vez más plural al que su propuesta ya dice poco o, incluso, no dice nada. O tal vez es que no dice nada la forma de proponer tal y como estaba acostumbrado a hacerlo. 

Habrá presbíteros que sienten hoy en el corazón el peso de los jóvenes que se van, de las personas que ya no ven en la Iglesia un lugar donde ser acogidos y libres, de las quejas de los ancianos que ya no encuentran sus certezas religiosas, ligadas a prácticas de un tiempo definitivamente pasado. 

Y mientras el Papa Francisco pide una Iglesia con las puertas abiertas, buena parte de la estructura y organización de la institución que dirige habla y actúa con un lenguaje muy diferente, especialmente hacia aquellos que han encontrado, y encuentran, esas puertas bien selladas. 

Y quien, como cualquier presbítero – del centro o de la periferia, de la ciudad o del campo – se encuentra en este momento en primera línea, siente la complejidad y la dificultad del momento presente y, previsiblemente, de mañana. 

Yo, también presbítero (de una congregación religiosa), pertenezco a un mundo en peligro de extinción, ¿o ya extinto? O al menos en caída libre y en picado. El de los presbíteros. No tiene sentido enterrar la cabeza en la arena. Hay una manera de vivir este seguimiento del Señor Jesús que ya no resulta atractiva para nadie y quizá –pero la historia lo dirá– Dios mismo también le esté dando su toque de atención y su llamada a reconsiderar y replantear. 

De hecho, si se observa con atención, semejante aceleración del cambio en nuestra Iglesia no puede ser obra únicamente del hombre. Estoy profundamente convencido de que se está produciendo una “pérdida de peso forzada” terriblemente dolorosa, cuyas raíces no están todas en la tierra sino que nos vienen del aire del espíritu que sopla como y cuando quiere. 

No, no es fácil ser presbítero hoy en día. No lo sé si fue fácil ayer. Preveo que no será fácil mañana ni pasado mañana.  El fin de la civilización eclesial (y parroquial), sin embargo, no significa el fin de la Iglesia, sino sólo, como muchos observan agudamente, el fin de un cierto modelo de Iglesia. Y quizá seguirá también el fin de un cierto modelo de presbítero (y de párroco). De ella surgirán presbíteros (y parroquias) más adecuados al mundo venidero. 

En su última entrevista concedida, el arzobispo Martini afirmó que “La Iglesia está 200 años atrasada: ¿Por qué no se sacude? ¿De qué tenemos miedo? 

El que firma estas líneas es presbítero desde el 3 de mayo de 1992. He estudiado la teología del sacramento del orden (y también la he explicado en la Facultad de Teología). Trato de vivir con alegría y esperanza este don, servicio y ministerio presbiteral en medio de un Pueblo de Dios todo Él sacerdotal. 

Confío tanto en el magisterio como en la teología. Creo que ambos están caminando. Con sus propios tiempos. Pero sería necesaria cierta celeridad en la reflexión y clarividencia en las opciones de presente y de futuro porque estamos en una situación, por lo menos, compleja. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Posdata: 

Nótese, por favor, que reservo el título "sacerdotal" para el Pueblo de Dios. En ese Pueblo de Dios, todo Él sacerdotal, algunos son "presbíteros" al servicio del sacerdocio bautismal del Pueblo de Dios.

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