martes, 25 de febrero de 2025

¿Qué pastoral ante lo inimaginable y un mundo que se termina?

¿Qué pastoral ante lo inimaginable y un mundo que se termina? 

Quien nunca ha pecado es menos confiable que quien ha pecado al menos una vez” (Nassim Nicholas Taleb). 

El brote de coronavirus se asoció en su momento, y con razón, con el concepto de “cisne negro”, un término acuñado para describir un evento raro e impredecible que queda fuera del ámbito de las expectativas humanas normales. 

Los cisnes negros nos obligan a reconocer nuestra fragilidad, cómo lo improbable gobierna nuestra existencia: cuanto más planificamos utilizando pequeños márgenes de incertidumbre, más nos exponemos a eventos impredecibles que podrían alterar nuestros planes. Ésta es la lección que estamos experimentando dramáticamente durante los días de la pandemia del coronavirus. 

Otra característica de los “cisnes negros” es que trascienden nuestra capacidad de dar sentido inmediato a las cosas que suceden durante su manifestación. Nos hacen descubrir que, además de frágiles, también estamos sin mapas fiables, desorientados e inseguros de qué hacer. 

La Iglesia, considerada en su aspecto terrenal e institucional, no está preparada para los “cisnes negros”, como la mayoría de las realidades organizadas. Esto es comprensible, pero cuanto menos curioso, ya que el origen de la Iglesia puede considerarse en sí mismo un «cisne negro»: un acontecimiento capaz de trastornar vidas, cambiar percepciones, a veces provocar el colapso de sistemas políticos enteros, de economías enteras, como le ocurrió al Imperio Romano y a las religiones dominantes de la época. 

La impresión es más bien la de una Iglesia rodeada y extremadamente condicionada por este “cisne negro”, una Iglesia puesta a la defensiva que ha reaccionado cerrándose y en cierta medida auto-aislándose. 

En resumen, un gran sentido de responsabilidad civil y, al mismo tiempo, una generalizada falta de discernimiento. 

Por una parte, ante la emergencia del coronavirus, las autoridades eclesiásticas reaccionaron con extrema prontitud, adaptándose inmediatamente a las disposiciones de los órganos de gobierno, con una gran reactividad organizativa. Los aspectos más evidentes fueron la suspensión inmediata de las habituales celebraciones litúrgicas, de las reuniones y de toda ocasión de vida comunitaria, la reanudación de los funerales, de las bodas e, imaginamos, también de los demás sacramentos (con excepción de la confesión, que desde hace tiempo está “auto-suspendida”). 

Por otra parte, no hubo ninguna negociación, ningún intento de incluir la visita a la Iglesia, por ejemplo, entre las razones graves (como el trabajo, las compras, la actividad física, pasear al perro, etc.) que ameritaran la exención de quedarse en casa. 

En resumen, el “coronavirus del cisne negro” pareció haber producido un resurgimiento del decisionismo desde arriba en la Iglesia, una dinámica (quizás comprensible dada la emergencia y la urgencia) que exaltó los aspectos de liderazgo de los pastores pero terminó mortificando el papel y el sensus fidei del Pueblo de Dios, de la comunidad cristiana. 

¿Cuántos órganos de participación (consejos pastorales, etc.) fueron consultados e involucrados y cómo? ¿Qué espacio quedó para el discernimiento, tantas veces invocado e impulsado? 

¿Estamos seguros de que a la loable sensibilidad hacia los peligros de contaminación mutua y a la atención a los comportamientos que marcan la frontera entre lo ‘puro’ (los ‘salvados’) y lo ‘impuro’ (los ‘perdidos’), correspondieron al menos igual atención a la misericordia y a la cercanía? 

¿Cómo se intentó combinar la paradoja de que la máxima cercanía corresponde a la distancia en el plano de las prácticas espirituales y pastorales? 

Para quien es sensible a la Escritura, es significativo también el énfasis en la necesidad de «lavarse las manos» y más aún (hasta los codos, para los judíos ortodoxos descritos en los Evangelios): no puede dejar de recordar el comportamiento legalista de los fariseos respecto a los rituales de purificación, a los preceptos y a las acciones prescritas por la Ley (precisamente). 

Y no podemos dejar de pensar en aquellas seis tinajas vacías (cada una de ellas con una capacidad de unos 600 litros) de Caná, que una vez llenas "hasta el borde" no habrían contenido agua para el lavado ritual, sino "agua" que, al probarla, hace saborear el vino de la Alianza. Otro ‘cisne negro’ podríamos decir, un aspecto en el que Jesús era especialista… 

La Iglesia reaccionó al coronavirus con obediencia “sin peros ni condiciones” a la ley, a las autoridades políticas y científicas. Las Iglesias, lugares de lo sagrado por definición, fueron inmediatamente prácticamente cerradas por un celoso acto unilateral de las autoridades eclesiásticas, y luego devueltas 'entreabiertas' a los fieles solo gracias a una posterior intervención correctiva del Papa, habiendo comprendido el carácter autodestructivo de la decisión. 

Casi parece que la Iglesia, más allá del gran sentido de responsabilidad y atención a la vida, quería dar la 'mejor impresión' a los ojos de las autoridades. Como un niño a los ojos del maestro. 

¿Cómo leer esta actitud? La cuestión –lo sabemos muy bien– fue delicada. En cierto modo, podría leerse como otra deriva de la institución eclesial como “religión de Estado”, una acción encaminada a acreditarse como una entidad leal y confiable en su contribución al “bien común” (definido, sin embargo, por otros). 

Más que un gesto de diálogo con el mundo, pareció haber sido una concesión a la mundanidad. Ninguna lectura crítica, ninguna distinción, ningún “Diogneto”, ninguna profecía. Más bien, se trató de alinearse con el miedo social y el aislamiento preventivo. 

Simplemente someterse a la mundanalidad es muy diferente a captar críticamente las oportunidades que trae consigo. No se trata de soñar con un pasado que no regresa, ni de rendirse ante ninguna situación. 

En mi opinión, en todo aquello faltó la voz pastoral. Y tomo dos momentos claves de la existencia cristiana como son la Eucaristía y el funeral, la vida y la muerte y la fe en la resurrección que une ambos momentos. 

¿Cómo es posible renunciar a celebrar un funeral de manera tan aséptica e impersonal de un día para otro, sin intentar imaginar formas alternativas pero no pasivas de proximidad y presencia? ¿Apoyar la negación de un aspecto antropológicamente constitutivo como el culto a los muertos? La civilización comienza con el entierro de cadáveres, lo cual es un signo de fe en la otra vida. 

¿Cómo es posible renunciar a la expresión comunitaria de la celebración eucarística, momento culminante en el que la Iglesia está formada por rostros, historias, personas concretas, que el Señor, gracias precisamente a la Eucaristía, constituye como su cuerpo “histórico”? 

Algunos creen que esto rayó en el escándalo, dando lugar inadvertidamente a la idea, que debería ser totalmente rechazada por razones obvias, de que se puede prescindir de ritos y sacramentos. 

La pastoral perdió la oportunidad de ser creativa, de partir de las heridas producidas por la emergencia para transformarlas en aperturas de Gracia. 

Sabemos que toda crisis es generativa, que en ella emerge la profecía que da verdadero fundamento a la esperanza. De lo contrario, permitamos que la esperanza sea el resultado de modelos probabilísticos desarrollados sobre datos inciertos: ¡poco más que una profecía pagana! 

Las decisiones de autoaislamiento a nivel comunitario provocaron que hoy se hayan perpetuado una serie de iniciativas “a distancia”, el desarrollo de una espiritualidad vía streaming que antes ni siquiera era imaginable. 

¿Es posible que la iniciativa pastoral se redujera a encender una vela doméstica en horarios preestablecidos o a la indicación de seguir haciendo sonar las campanas para sentirnos comunidad? ¿O incluso compartir algún vídeo eclesial vía streaming? ¿Bastaba con nutrir o alentar propuestas de oración con sabor devocional? 

¿Era posible, por otra parte, que la pastoral elaborara una “agenda” alternativa, que pudiera pensar y practicar una “tercera vía”, una “nueva vía”, entre el simple cierre y la espera de una reapertura como antes? 

Aquel ‘cisne negro’ advierte al ministerio pastoral contra los peligros de una planificación demasiado rígida y poco atenta a los cambios que ocurren a nuestro alrededor. 

El desenlace es una especie de epifanía imprevisible de fracaso y al mismo tiempo de esperanza: sorprende, obliga a veces a cambiar la visión de las cosas, mina certezas o prejuicios. Esperemos que esto también se aplique a la atención pastoral ahora y mañana. 

«Todo estará bien», nos decimos y esperamos. Pero lo que es seguro es que “todo será diferente” y ¡de ello estamos seguros! 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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