miércoles, 5 de febrero de 2025

Afrontar la crisis de la Iglesia.

Afrontar la crisis de la Iglesia 

Estar en el mundo, no ser del mundo 

Una Iglesia que no quiere ser superflua debe estar viva y presente. Debemos ser capaces de percibirla y reconocerla –incluso en su forma actual y concreta, en su estructura y representación– como Iglesia mundial y antes aún como Iglesia local. Debe ser creíble y amigable con la gente en sus acciones y comportamientos. Su existencia debe ser una existencia para los demás. Debe explicar claramente que tiene un mensaje, una dirección y un significado que ofrecer a los seres humanos. 

Al mismo tiempo, este mensaje debe ser comunicado de tal manera que no represente una repetición o duplicación de lo que ya se sabe, se entiende y se intenta experimentar. Es necesario abrir en ella una nueva dimensión, en la que el ser humano se encuentre y se reconozca a sí mismo, en dimensiones que van más allá de lo que sucede en la vida cotidiana. 

La Iglesia en su ser y actuar debe referirse absolutamente a la historia y estar conectada con ella en el verdadero sentido de la expresión. Esto significa que debe conectar de forma convincente la tradición, el presente y el futuro como dimensiones en las que y en virtud de las cuales el hombre vive. Debe evitar la tentación de refugiarse en un mundo y un tiempo supuestamente ideales del pasado, por ejemplo en la tan cacareada Edad Media o en el Concilio de Trento, y definirlos como el non plus ultra de su ser. Igualmente irreal sería la búsqueda de un futuro poblado de ilusiones. 

La Iglesia debe reconocer y realizar –y ésta es su tarea incesante, pero también su deber y su promesa– la “actualización” correctamente entendida. Esto no significa que deba adaptarse a las modas del momento y al espíritu de los tiempos por más definibles que sean, sino que debe hacerse actual, debe hacerse presente en medio de las corrientes y movimientos que agitan diariamente al mundo y a la humanidad, y tienden a abrumarlos o barrerlos. 

Ser un cuerpo múltiple en movimiento 

La Iglesia, que tiene el deber de no parecer superflua, debe concebirse como un todo, como pueblo de Dios, como unidad en la diversidad, diversidad que no es lo contrario, sino más bien la forma de una unidad viva. Para lograr algo así se necesita siempre el coraje de la libertad, la voluntad de comprender, de escuchar, de dialogar, un coraje que incluye un espíritu de apertura y que se lanza a una búsqueda común. 

La Iglesia, que tiene el deber de no parecer superflua, no debe concebirse como una entidad estática o atemporal, como una roca o una torre en el tiempo. Bajo esta apariencia apareció, por así decirlo, elevada por encima del espacio y del tiempo y superior a ellos. Esto implicaría una pérdida de su propia realidad. Su definición es el camino y el estar en camino, que está conectado con el movimiento, la búsqueda y el esfuerzo. Pero de esta manera puede demostrar que está en relación con la gente y que la gente está en relación con ella. 

Ser un lugar acogedor para el diálogo 

La Iglesia no parecerá superflua si no es una institución capaz de hacer sólo afirmaciones arrogantes y absolutas, que van unívocamente de arriba abajo, o que van en una misma y única dirección (y que son por lo tanto afirmaciones siempre unidireccionales), sin ninguna motivación suficiente y reconocible, sino que será un lugar de diálogo que no conoce prohibición alguna de hacer preguntas; una instancia en la que creer y comprender, buscar y encontrar coexisten como deber y promesa. 

Ser una voz profética de esperanza 

La Iglesia no se vuelve superflua si no se pierde en asuntos secundarios, no se preocupa de ellos y no se concentra en ellos hasta un punto inaceptable, sino que ofrece siempre nuevas orientaciones e inspiraciones desde su centro. 

La Iglesia no resulta superflua si comprende los signos de los tiempos y ve en ellos un lugar teológico, que contiene en sí una orientación, un deber y una responsabilidad. 

La Iglesia no parece superflua si en un momento de malestar y de resignación, fuente de parálisis, infunde valor, esperanza y confianza; si vive un mensaje que abraza la vida y la muerte, según las palabras del libro de Job: «Que me mate, pero no me entristeceré, y en él esperaré». Éste es un mensaje que en el Nuevo Testamento ha encontrado una verificación sin precedentes en el mensaje y el acontecimiento de la cruz y la resurrección de Jesús. 

La tarea de la Iglesia es inyectar continuamente dosis de esperanza en el mundo, porque los signos de los tiempos no dan esperanza en este momento. 

La Iglesia, que es en particular guardián de la conciencia, no resulta superfluas, según la conocida afirmación de J.H. Newman: “¡Primero la conciencia, luego el Papa!”, una afirmación que no indica un contraste, sino una coordinación. 

Tener el estilo de reunión y transparencia 

La Iglesia no resulta superflua si no se caracteriza por una actitud defensiva ansiosa, por una simple reacción ante el mundo y el tiempo. Esta actitud se adoptó con demasiada frecuencia y durante demasiado tiempo durante la Modernidad y siguió siendo ineficaz. Se necesita el coraje de una apertura creativa, de encontrarse y de dialogar con el mundo y con la sociedad. 

La Iglesia no se vuelve superflua a menos que esté plagada de "falsas preocupaciones". En una época en que ser cristiano se hace cada vez menos obvio, los católicos a menudo tropiezan consigo mismos con sus problemas eclesiales… A esto hay que añadir: también los obispos son responsables de esto con su falta de coraje. La Iglesia hoy también tiene mucho que ofrecer como lugar de solidaridad, de orientación religiosa y de reflexión sobre las cosas verdaderamente importantes de la vida. Es verdaderamente trágico ver cómo este “capital” es desperdiciado por instituciones inmóviles. 

La Iglesia no es superflua si, en su calidad de comunidad de sujetos falibles, no oculta sus propios errores y deficiencias históricas y actuales, sino que los admite y los deplora. Con esto no se vuelve menos, sino más creíble. 

La Iglesia no se vuelve superflua si no comunica un mensaje hecho de decretos, mandamientos y prohibiciones, sino que vive el mensaje de Jesús: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar". 

La Iglesia no parecerá superflua si sus palabras quieren ser respuestas a preguntas concretas y vitales. Las respuestas que no se basan en ninguna pregunta caen en oídos sordos, no impactan y no convencen. Es como si nunca los hubieran dado, porque nadie los escucha. La predicación de la Iglesia debe realizar un trabajo continuo de traducción, por así decirlo, desde la orilla del pasado a la orilla del presente. Debe ser fiel a sus orígenes y adecuado a la situación. Cualquiera que reflexione sobre ello también reconoce que no es una tarea fácil y que puede tomarse a la ligera, especialmente por quienes deben emprenderla. 

Ser el custodio de la novedad cristiana 

La Iglesia no se vuelve superflua si, ante el dolor, el sufrimiento y la muerte, no ofrece palabras vacías de consuelo, sino que reitera las grandes promesas cristianas, de acuerdo con lo que escribió Dietrich Bonhoeffer en prisión y bajo la constante amenaza de muerte: «Dios no cumple todos nuestros deseos, sino todas sus promesas». Él verificó estas palabras con su muerte. El mensaje de la fe abarca, con su potencial de esperanza, la vida y la muerte. 

La Iglesia no se vuelve superflua cuando habla y porque habla incesantemente de la realidad de la trascendencia, de la realidad del "ante Dios". ¿Quién lo haría de otra manera? Si la Iglesia fuera declarada superflua, ¿dónde estarían las instancias que hablan de “delante de Dios”? 

La Iglesia no se vuelve superflua si y porque conserva y mantiene viva la «memoria Jesu», la memoria consoladora y peligrosa de Jesús en la predicación, en los sacramentos, en la liturgia y en la vida cotidiana. Jesús es la imagen del hombre: “Ecce Homo”. Se ha manifestado como imagen, como icono de Dios. Lo que esto significa nos lo explica un pensamiento de Blaise Pascal: No sólo no conocemos a Dios sino a través de Jesucristo, sino que tampoco nos conocemos a nosotros mismos sino a través de él. No conocemos la vida ni la muerte sino a través de Jesucristo. Sin Jesucristo no conocemos nuestra vida, nuestra muerte, ni a Dios, ni a nosotros mismos (Pensamientos, n. 548). 

Ser una comunidad cohesionada y que escucha 

El mayor obstáculo al prestigio y credibilidad de la Iglesia es su división en confesiones, que desde hace mucho tiempo se han enfrentado de manera hostil, se han condenado y luchado entre sí, no pocas veces en guerras sangrientas, y que así han desacreditado su mensaje, el Evangelio. Los signos de los tiempos se mueven en la dirección del ecumenismo, en el que tomamos conciencia del dolor y del escándalo de la división del cristianismo, y las diferencias indiscutibles buscan convertirse en los elementos constructores de una diversidad reconciliada. 

Sólo una Iglesia en la que la unidad vive en la diversidad puede ofrecer pruebas creíbles de que ésta no es superflua. Una Iglesia no se vuelve superflua si permanece abierta al mundo, si se interesa por él y si no olvida ni descuida su función y tarea de crítica social. Una tarea que no debe llevarse a cabo con sentido de superioridad y pedantería, sino con sentido de solidaridad y sincera responsabilidad. Esto demuestra su función como sal de la tierra.

La Iglesia no se vuelve superflua si logra mostrar lo que falta a quienes la consideran superflua. 

Si la Iglesia no quiere ser superflua, no debería haber ninguna prohibición de hacer preguntas en ella y hacia ella. Las preguntas revelan la grandeza y los límites del ser humano, que no desaparecen si es cristiano. La fe es también guardiana de la razón humana. 

La Iglesia no es superflua si no se presenta según los modelos de la sociedad y de las organizaciones actuales, con todas sus cualidades y componentes (administración, burocracia, ejercicio del poder), sino si se presenta como comunidad de quienes creen, esperan y aman; si cada día se forman más y más comunidades de este tipo; si pone en práctica las palabras de Jesús: «El que es mayor entre vosotros, que sea como el que sirve». Podemos imaginar esta imagen como realidad en muchas comunidades. La Iglesia no se vuelve superflua si no reflexiona sobre sí misma y no se preocupa sólo de su propia vida, de su propia supervivencia y de su propio bienestar; a menos que sea estufa que se calienta a sí misma. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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