Una deseable reforma en la Iglesia
Hemos seguido todo el camino sinodal y, por tanto, también la celebración en Roma en dos etapas del Sínodo querida así por el Papa Francisco. Una innovación, es decir, un inicio de una verdadera reforma, que esperamos se retome en los próximos años.
Porque ciertamente ha sido un Sínodo de los Obispos de la Iglesia de Dios, pero también un Sínodo que ha querido tener como sujeto al Pueblo de Dios bajo la guía de los pastores. El Papa Francisco ha tenido coraje para realizar una propuesta así y ha mostrado su carisma profético que lo ha colocado junto al Pueblo de Dios que, en su mayor parte, quiere seguir viendo en él un nuevo liderazgo eclesial. Esto explica que el itinerario sinodal haya suscitado expectativas y esperanzas que el propio Papa ha declarado legítimas, pero que todavía necesitan reflexión y profundización. Y, sobre todo, de maduración en el Pueblo que es la Iglesia. Me pregunto, tantas veces me pregunto, qué recepción de hecho, más allá de buenas palabras y grandes titulares con frases redondas, están haciendo posible y acompañando los Obispos en sus Diócesis.
También será necesario afrontar la novedad del surgimiento de diferentes culturas presentes entre los cristianos católicos; culturas que, de hecho, determinan de modo diverso la fe y la expresión y vivencia de la fe, especialmente aquellas inspiradas en la Palabra de Dios y en la grande Tradición. ¿Será suficiente la fórmula de la “armonía de la diversidad”, o de la “diversidad reconciliada”, para confirmar la unidad que es ciertamente plural, pero la unidad de la fe?
Después de décadas, ¡las décadas posteriores al Concilio Vaticano II, allí donde el Magisterio no se atrevió a hablar de reforma de la Iglesia, y recurrió a la expresión ‘renovatio’, “renovación”, el Papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, ha hecho resonar esta palabra en sus labios sin miedo. Y la ha señalado como una urgencia, convencido de que la “reforma” es una dinámica sana en la vida del cristiano y en la vida de la Iglesia para tratar de volver fielmente al Evangelio.
Y estoy convencido de que si la Iglesia no avanza con valentía en la dirección de la reforma, se encontrará cada vez más en una aporía (la imposibilidad de dar una respuesta precisa a un problema), en la que perderá todo sabor como la sal de la parábola evangélica contada por Jesús. La reforma no es una revolución continua, no es un deseo de novedad a cualquier precio, sino una respuesta a los signos que vienen de la historia y que exigen un nuevo modo de vivir la Iglesia, de predicar el Evangelio, de estar en el mundo.
Hay reforma cuando se afirma radicalmente la primacía del Evangelio sobre todo; cuando se conserva el precioso tesoro del Evangelio; cuando se dejan caer riquezas innecesarias en nombre de la caridad.
Quisiera humildemente -aceptando ser incompleto y también cometer errores al delinear las formas del futuro- tratar de reflexionar e indicar algunas posibilidades de reforma, dispuesto a aceptar también correcciones de pastores y de cristianos proféticos, dotados de aquella clarividencia evangélica mayor que la mía.
Y me detengo en la liturgia que, en mi opinión, parece la realidad más rígida, casi embalsamada, cada vez menos elocuente y significativa para los creyentes de hoy. Desgraciadamente, la reforma del Concilio Vaticano II desencadenó una reacción que condujo a un doloroso cisma que ha continuado durante sesenta años. Y la Iglesia, como aturdida y asustada, sintió dificultad en continuar la reforma. En un momento se escuchó una fórmula bendita -“reforma de reformas”- pero al tener el signo de un retorno al pasado ciertamente no ha ayudado.
Abro un pequeño paréntesis. El primer documento que se aprobó en el Concilio Vaticano II fue el de la liturgia, el 4 de diciembre de 1963. Uno de los últimos, por ejemplo, fue el de la Iglesia en el mundo actual, aprobado el 7 de diciembre de 1965. ¿Qué hubiera ocurrido en el contenido y en la forma de la constitución sobre la liturgia “Sacosanctum Concilium” si hubiera sido madurada y aprobada hacia el final del Concilio Vaticano II? Cierro el paréntesis.
Uno sospecha que existe el temor de cambiar algo en el ritual. Y —hay que decirlo también— si uno se atreve a hacerlo, las autoridades intervienen con mano dura… Y, en cambio, la liturgia hoy debe ser “celebrada de otra manera”.
Naturalmente, el celebrante debe ser un ministro ordenado serio, litúrgicamente preparado, que no innove por innovar, que no se presente como un actor de teatro, sino que, con discernimiento y en fidelidad al texto prescrito, innove palabras y signos allí donde sean necesarios. La impresión que muchos tienen es que hoy la liturgia interesa poco a las autoridades de la Iglesia: ¡les preocupa que el ritual prescrito se siga y observe servilmente! Aquí debemos preguntarnos si la asamblea litúrgica, el Pueblo de Dios, no desea una celebración verdaderamente más adecuada a su realidad.
No quiero generalizar pero entre nosotros hay miedo y creo que también pereza mezclada con falta de fe en el cambio. La “Misa de otro modo” no es otra Misa, sino la Misa de todos los tiempos, en la que hay algunos cambios de palabras, de lenguajes y de signos que hablan siempre de la misma realidad: ¡la Eucaristía, la Cena del Señor! Así pues, me atrevo a indicar algunos puntos para una reforma, empezando por los que, a mi juicio, son más necesarios. ,
En primer lugar, ¿por qué no cambiar las oraciones colectas, sobre las ofrendas y después de la comunión que tienen un lenguaje típicamente medieval y se dirigen habitualmente a Dios en una actitud y con palabras que no son las de los hijos sino las de los servidores de los poderes mundanos? Así pues, en muchas de esas oraciones el lenguaje eucológico del Misal está demasiado marcado por orígenes venerables y antiguos, pero que resultan difíciles de entender por quienes participan en la Eucaristía.
Los prefacios también pueden formularse de un modo menos dogmático y más existencial. No es casualidad que algunos materiales de la Misa contengan prefacios ricos en mensajes y que al mismo tiempo sitúan las oraciones eucarísticas en el contexto en que vive la asamblea litúrgica que celebra.
Pero tengamos también el coraje de cambiar algunas expresiones de las anáforas, o plegarias eucarísticas: éstas no son intocables, no son Palabra de Dios, fueron dadas a la Iglesia en tiempos y culturas diferentes. Son varias las expresiones que insisten obsesivamente en el sacrificio. ¿Cómo se puede aún dirigirse a Dios como Majestad después de que Jesús de Nazaret lo ha invocado como Padre?
La Iglesia, yo creo, necesita un verdadero laboratorio que investigue, estudie y produzca textos. Y que comience, sin miedo, una reforma litúrgica. De lo contrario, pronto no habrá mucha gente asistiendo a Misa.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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