lunes, 3 de febrero de 2025

Corrupción.

Corrupción 

Los medios de comunicación nos actualizan día tras día sobre los episodios de corrupción que nos llaman la atención: un saqueo imparable de los asuntos públicos, que suscita también indignación e ira. Regularmente se invocan, de un lado o del otro del espectro social y político, las "manos limpias" para luego pillar a los mismos moralizadores, más pronto que tarde, con sus manos en la misma masa. 

Cada vez nos escandalizamos como si fuera la primera vez, pero la corrupción y su uso instrumental ciertamente no son nada nuevo. Al comentar sobre Tito Livio, Maquiavelo ya explicó con qué facilidad los seres humanos pueden corromperse, incluso si son buenos y bien educados, porque siempre están dispuestos a "utilizar la malignidad de su alma siempre que tengan la oportunidad". 

Todos decimos ser enemigos jurados de la corrupción y el soborno, especialmente si los criminales son nuestros adversarios políticos. Pero no podemos erradicarlo y luchamos por limitar sus daños. También nos cuesta entenderlo. Si lo abordamos sólo desde un punto de vista legal o moral utilizamos las herramientas equivocadas. Para comprender la corrupción, su distribución geográfica y su percepción, es necesario integrar otros conocimientos, especialmente históricos y sociológicos. 

Podemos incluso recordar prácticas que la modernidad debería haber superado y que se fundamentaban en un horizonte social que no se basaba en "derechos" sino en "privilegios": una visión que resurge cuando hoy hablamos de "casta". En la antigua Roma, el clientelismo identificaba relaciones informales de poder basadas en el intercambio de recursos entre individuos o grupos de diferente estatus. "El 'patrón' aprovechaba sus medios para ganar influencia o autoridad, y otorgaba beneficios a los 'clientes'". 

El evergetismo identifica otra práctica muy extendida en la antigüedad grecorromana, cuando algunos individuos, "gracias a sus donaciones, contribuían a la ciudad o a la organización de grandes fiestas públicas", como indicaba Aristóteles, para quien la munificencia era un valor eminente, una virtud social, que requería sin embargo la capacidad de evaluar con precisión un gasto considerable, y en cierto sentido siempre excesivo, pero sin que llegara a ser desproporcionado. 

El Antiguo Régimen practicaba la venalidad de los cargos públicos: el soberano vendía partes de su poder a un funcionario que pagaba una licencia, tanto por motivos de lucro (esto servía para amortizar el precio de compra del cargo), como por motivos simbólicos y personales de prestigio. 

La corrupción y la extorsión son posibles gracias a la combinación de órdenes que deberían seguir siendo distintos: público y privado, individuo y función. Hoy nos inspira la presunción de igualdad de derechos entre ciudadanos conscientes y responsables, que reconocen la igualdad mutua y actúan de forma autónoma. Pero la realidad sigue basándose en relaciones sociales desequilibradas y el libre albedrío de los ciudadanos, como lo demuestran los hechos, no es tan libre. Lo que inspira estos comportamientos es también la racionalidad económica, es decir, la fuerza impulsora del liberalismo individualista dominante hoy. 

Pero ciertamente es un problema. Tal vez el posible antídoto contra la corrupción pasa por la recuperación de las "virtudes cívicas", tan apreciadas por el mejor pensamiento republicano, que considera la sociedad no sólo un conjunto de individuos, sino una comunidad. Sin embargo, en una sociedad abierta, basada en el principio del pluralismo de valores, no es posible imponer un código ético a toda la sociedad, ni siquiera a su clase dominante. 

También porque hoy la política se encuentra atrapada en un doble vínculo. Por un lado, los conflictos de intereses se han vuelto endémicos en nuestra sociedad e inevitablemente involucran también a la política. Por otro lado, la política se ha vaciado de sentido e idealidad, después de que las ideologías hayan sido arrolladas por la lógica capitalista y el predominio de la ciencia y la tecnología. Habiendo perdido su "vocación" y sus ideales, la política queda reducida a una función técnica y se convierte en pura mediación entre intereses, pasiones y demandas en conflicto. 

En una sociedad cada vez más compleja e interconectada, los límites entre comportamientos y funciones se han vuelto cada vez más borrosos, en todos los sectores. Hay un continuo que va desde la defensa de los intereses legítimos hasta el lobby y la corrupción, desde los conflictos de intereses hasta la extorsión (incluso sin que un euro cambie de manos), desde las recomendaciones de clientelismo hasta el intercambio de votos y hasta la gestión de los paquetes de votos. La cuestión no concierne sólo a la política: las fronteras entre información y publicidad editorial son problemáticas (pasando por las limitaciones determinadas por la propiedad de los medios de comunicación), entre la remuneración de los directivos (pagada con las acciones de la empresa que gestionan) y la ' el uso de información privilegiada en bolsa, entre las campañas humanitario-ambientales y el marketing de empresas que quieren renovar su logotipo, entre los objetos de películas y programas de televisión, la colocación de productos y publicidad oculta. 

Un primer antídoto es obviamente la transparencia: no es casualidad que el sitio que documenta periódicamente las tendencias de la corrupción a nivel mundial desde hace años se llame ‘Transparencia Internacional’. También sería útil disponer de información correcta y no escandalosa. Pero eso sería para otra reflexión. 

Los códigos de ética cada vez más extendidos parecen menos eficaces, como los que imponen las multinacionales depredadoras a empleados y proveedores que obviamente ni siquiera pueden discutirlos (y a quienes se les pide que bajen los costes, precios,…). Estos documentos suspendidos entre la ley y la moral son poco más que nada, como el clientelismo con el que los ultra ricos que explotan sin piedad a los trabajadores y los recursos del planeta lavan sus conciencias. 

Ante episodios como, por poner solamente un ejemplo, el del caso ‘Koldo – Ábalos’… a mí al menos me surge la nostalgia por términos obsoletos como los que se recuerda en la arqueología política: dignidad, prestigio, decoro, conveniencia, honor, probidad, ética, coherencia... 

En esa arqueología política apunto un concepto: la honestidad. Yo creo que los filósofos han escrito muy poco sobre el concepto de honestidad y sobre la idea de honestidad como virtud. Al menos desde un punto de vista etimológico, existe un estrecho vínculo entre "honestidad" y "honor". Honestus, nos enseña Cicerón, es alguien digno de honor. Ya en Cicerón y en los autores latinos, el término revela una ambigüedad intrínseca, destinada a condensarse en una polivalencia estructural. Por un lado, honestum traduce del griego kalon, es decir, belleza moral, y como tal no representa una virtud en particular sino el conjunto de virtudes o la virtud misma. Por otra parte, el homo honestus denota al honorable, es decir, a alguien que, teniendo un cargo público y actuando adecuadamente para él, goza de respeto y buena reputación. Los dos aspectos -que incluso podrían aludir a una cualidad interna y externa, a lo individual y a lo social- no están necesariamente en contraste: el honesto, el virtuoso, es honrado por los hombres virtuosos, mejor aún si es su igual. 

Hay que esperar a la modernidad para que el término "honesto" se imponga, especialmente en su giro comercial. Hoy, en el sentido común, y en plena coherencia con la idea del mundo-como-mercado, honesto es aquel que no roba ni estafa, alguien que no toma dinero ajeno. 

Para llegar al fondo de la polisemia del término "honestidad" se podría recurrir, entre otras cosas, al análisis de algunos pares conceptuales de importancia decisiva. Entre ellos se encuentra este par de oposición: honestidad y corrupción. El significado comercial de honestidad tiene su polo negativo en la conocida costumbre de la corrupción o el robo, a menudo público, administrativo o en definitiva político. Con raíces en el latín cum-rumpo, la palabra corrupción en realidad significa decadencia, descomposición, putrefacción… Todo lo contrario a la incorruptibilidad y a la integridad que se suponen más afines o, mejor aún, propias de la honestidad. 

En los corruptos que son sobre todo aquellos que se dejen comprar, la deshonestidad es una integridad quebrantada, violada. El honesto, en este sentido, es el recto. Y es que incluso en otro sentido, como en el caso del honest inglés, es él quien dice la verdad, la persona sincera quien recibe la aprobación de sus amigos. O es la persona digna de confianza. Podríamos decir entonces que la persona honesta es la recta y la correcta… tan en las antípodas de la corrupción. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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