De frutos y de raíces
Una vez más escuchamos la palabra de Jesús en el Sermón de la Llanura.
Después de la invitación a asumir la “alta” medida de misericordia que se nos ha mostrado, Lucas refiere una serie de parábolas donde dos elementos antitéticos reaparecen insistentemente: un ciego que, pretendiendo ver, se erige en guía de otro ciego; un discípulo y su maestro; un hombre con los ojos oscurecidos por una viga que se atreve a señalar a otro hombre la mota que le impide ver; un árbol bueno y un árbol malo; frutos buenos y frutos malos; un hombre bueno y un hombre malo; un constructor cuidadoso y un constructor torpe.
Ante las figuras de estas parábolas contrastantes, estamos llamados a tomar posición, a elegir una de las dos posibilidades como camino para nuestra vida. Este camino indicado por Jesús pasa por una elección de profundidad y coherencia, como surge de las mismas parábolas de hoy.
No olvidemos que estas palabras las dirige Jesús a sus discípulos para ayudarles a crecer como tales. Un discípulo es ante todo un hombre que ha injertado su vida en Cristo: “…¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección” (Rm 6,3-5).
Con nuestro bautismo fuimos plantados en Él y por tanto el árbol de nuestra vida dará el fruto correspondiente a esta raíz. También la parábola de la casa construida sobre la roca no hace más que reafirmar la necesidad de que el discípulo ponga los fundamentos de su vida sobre la roca que es Cristo («Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como perito arquitecto, puse el cimiento; y otro edifica encima. Pero cada uno mire cómo edifica, porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, que es Jesucristo» cf. 1 Cor 3,10-11).
El futuro de ese árbol y de esa casa depende de sus raíces y cimientos. No es extraño que una casa sin cimientos se derrumbe cuando el río la golpea. ¿Quién puede presumir de estar en pie sin tener buenos fundamentos? Se trata de tener unos fundamentos “auténticos”, para lo cual es necesario cavar profundamente hasta encontrar la roca que nunca falla: Cristo. Las grandes aguas del río de la vida vendrán, pero no podrán dañar una casa construida sobre «cimientos firmes» (cf. Hb 11,10: «Porque esperaba la ciudad con cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios»).
Incluso el árbol “bueno” no puede dejar de dar buenos frutos. Pero ¿qué puede marcar la diferencia entre un buen árbol y uno malo? O mejor dicho, podemos preguntarnos, suponiendo que somos “buenos” árboles: ¿qué puede impedirnos dar buenos frutos?
Si en su tiempo el profeta Isaías había narrado la parábola de una viña que Dios había cuidado y que había dado “fruto verde” (cf. Is 5), ¡descubrimos la posibilidad real de dar también fruto “malo”, en una no correspondencia con la espera amorosa de Dios delante del árbol de nuestra vida!
La bondad/belleza del árbol -para el que Lucas utiliza el término “kalos”- corresponde a su semejanza con la “bondad/belleza” de su plantador, aquel que es el “buen/hermoso pastor que da la vida por sus ovejas” (cf. Jn 10,11). La bondad del Maestro corresponde a la bondad/calidad de sus discípulos.
Sarmientos de aquella vid verdadera (cf. Jn 15), los discípulos podrán dar el fruto bueno de una vida semejante a la suya: es decir, ¡entregada! Pero para que el árbol “bueno” dé frutos buenos, debe estar enraizado cada vez más profundamente en Aquel que dio el único fruto bueno y bello. ¿No es Él mismo ese «árbol de vida» que da fruto doce veces al año (cf. Ap 22,2)?
«Tu fruto es obra mía» (Os 14,9), dice el Señor a Israel que buscaba una fecundidad de vida lejos de su Señor y Dios. Estas palabras de Jesús son, por tanto, una fuerte llamada a verificar si nuestro «fruto» revela que estamos injertados en el único árbol que es el Señor.
Miramos el fruto para descubrir nuestra raíz. Y si el fruto de nuestra vida nos desenmascara como espinas o zarzas, no tengamos miedo de volver al Señor porque Él puede hacer florecer y madurar incluso las “uvas de los espinos”. ¡Y no es ninguna exageración!
Si miramos a Pablo, el fariseo que perseguía a los discípulos de Cristo, a quien el Resucitado transformó en testigo y apóstol de su Iglesia, ¿no reconocemos que Dios es capaz de cambiar “la naturaleza” del árbol que somos? ¿Qué fruto podrían dar las espinas de Pablo?
Y sin embargo, el Señor no tuvo miedo de buscar fruto también en esta «zarza», hasta encontrar el «fruto de conversión» (cf. Lc 3, 8) que transformó radicalmente la vida de Saulo para convertirlo en Pablo. Si el árbol de la vida de Pablo ha dado el buen fruto de una vida conforme a la de su Señor, no temamos por el fruto de nuestra vida. Sólo una advertencia es oportuna: ¡tener cuidado de la raíz!
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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