De la memoria y su abuso
Los griegos, que describieron (casi) todo sobre el comportamiento humano, no por casualidad idearon la figura de dos gemelas complementarias, Mnemosyne, diosa de la Memoria, y Lete, diosa del Olvido. Como para sugerir que las dos actitudes deben calibrarse y que un exceso de cualquiera de ellas sería deletéreo. Lete es también el río en el que uno se sumerge para olvidar y renacer a una nueva vida. Platón decía en la República: «Las almas partían hacia la llanura del Lete, acampaban junto al río Amelete, eran obligadas a beber y poco a poco los que bebían olvidaban todo». Este más que breve excursus literario muestra cómo el tema del buen uso de la memoria es antiguo. Y siempre vuelve a la palestra en momentos en que la crónica atraviesa la historia, la llama como testigo para dirimir razones y agravios, se recupera a la carta según lo que se necesite para justificar el propio derecho.
Ocurre entre rusos y ucranianos, ocurre entre palestinos e israelíes. Ocurre en Navarra y en Euskadi. Hacer ejercicio de la memoria siempre es bueno, es la opinión común de nuestro tiempo. Pero ¿es realmente así? se preguntó el intelectual -filósofo y literato- Tzvetan Todorov (1939-2017), búlgaro y nacionalizado francés, uno de los mayores pensadores de la posguerra hasta la actualidad. Llegando a la provocadora conclusión de que desde finales del siglo XX los europeos hemos estado obsesionados con el culto a la memoria hasta el punto de descarrilar en ‘El abuso de la memoria’ (título de uno de sus libros). También había abordado el tema en ‘Memoria del mal, tentación del bien’, manual de uso de la historia y mejor manera de utilizar la historia y la memoria.
Solemos subrayar la necesidad de seguir siendo testigos y guardianes de la memoria. ¿De qué memoria? ¿De una memoria interesada y, por lo tanto, parcial y selectiva?
No se trata de caer en la tentación del negacionismo. Tampoco del reduccionismo. Se trata, yo creo, de tener una “buena memoria” que archiva sin borrar. Pero, también, y junto a ello, hay que contraponer una «mala memoria», la que encadena al pasado, impide abrir horizontes hacia el futuro porque perpetúa el mecanismo de cierta memoria del pasado y trata de silenciar otras memorias. A menudo, y para conseguir avanzar hacia adelante a lo mejor tenemos más necesidad de olvidar que de recordar. Y, si no es así, estemos alerta y prevenidos para no entrar en interesadas memorias que tratan de seleccionar qué recordar y qué olvidar, que mencionar o qué obviar.
Si el recuerdo del pasado conduce a la muerte ¿cómo no preferir el olvido? ¿No han tenido razón aquellos israelíes y palestinos que, reunidos en torno a la misma mesa en Bruselas en marzo de 1988 expresaron la convicción de que para empezar a hablar hay que poner el pasado entre paréntesis? Si el pasado debe regular el presente, ¿quién de los judíos, cristianos o musulmanes renunciará a sus reivindicaciones territoriales sobre Jerusalén? Sí, a veces las preguntas son correctas. Y también, las respuestas erróneas. Por ejemplo, los judíos recuerdan las agresiones sufridas por los estados árabes. Los palestinos la «Nakba». Es la espiral de violencias de las que se hace memoria. Siempre una memoria parcial y selectiva. Unos recuerdan unas cosas. Otros, otras. La desconfianza mutua escala hasta la conclusión de la imposibilidad de la única solución entre dos pueblos para dos Estados vecinos.
Es verdad. Cualquier comparación queda coja, pero la persistencia de los problemas de memoria mal es similar en distintas latitudes. Vladimir Putin invade Ucrania utilizando como coartada el miedo a un retorno del nazismo, desentierra a Stepan Andrijovic Bandera, el polémico nacionalista ucraniano colaborador de Hitler, intenta convencer a su pueblo de que el espacio vital ruso está en peligro porque unas banderas con la imagen de Bandera. Reminiscencias de los orígenes rusos en la actual capital ucraniana, el Dniepr como el río sagrado de la mitología rusa mitología rusa. En sólo cien días, en 1994, un millón de personas son exterminadas en Ruanda. Los hutus matan a los tutsis (y a los hutus moderados moderados) debido al odio racial cultivado en las décadas en que la minoría tutsi representaba la élite social y cultural del país. En los mismos años 90, la disolución de Yugoslavia apoyó su base de consenso en el uso ultra político de la historia. En el último año antes de que tronaran los cañones, las cadenas de televisión de Zagreb emitían prácticamente todos los días documentales sobre las masacres de serbios contra la población croata. Y, por el contrario, en Belgrado la propaganda difundió masacres de Ustaša Croatas contra los serbios. Estos fueron los hechos de casi 50 años antes. Pero de repente viejas palabras volvieron a la vista. Los croatas eran sin distinción «ustashas», los serbios “cetnics”. Y los musulmanes de Bosnia «balje», turcos, herederos de los opresores de la Sublime Puerta expulsados durante las guerras balcánicas que precedieron a la Primera Guerra Mundial. Además, los serbios desenterraron los mitos de la batalla de Kosovo Polje de 1389, la gloriosa derrota contra el sultán, la base de la epopeya del pueblo celestial sacrificado por la salvación de Europa en Kosovo cuna del primer patriarcado ortodoxo, el valle de los monasterios guardianes de la fe ortodoxa. Aún hoy, Serbia no reconoce la independencia de esa tierra sagrada para ellos y en la zona se vive en el limbo de la no-paz-no guerra. Y conviene recordar la máxima de Winston Churchill que confirma una vieja actitud: «Los Balcanes producen más historia de la que pueden consumir». Si en lugar de las masacres mutuas, las televisiones de las ex repúblicas yugoslavas hubieran enviado imágenes de matrimonios mixtos, tal vez no hubiera habido aquel conflicto que generó un holocausto humano.
Vuelvo a decirlo. Cualquier comparación queda coja. Por otra parte, existe un caso virtuoso. El fin del apartheid en Sudáfrica. A cuyo éxito contribuyó en gran medida la ‘Comisión de la Verdad y la Reconciliación’, un organismo creado para dar a los culpables de crímenes o crímenes contra la humanidad la oportunidad de confesar en público a cambio de inmunidad. Los opresores y oprimidos que, quizás o seguramente sin amarse, se encontraron construyendo una verdad compartida, impidiendo cualquier forma de negacionismo en el futuro y fomentando el inicio de un camino común.
En el sector privado no es diferente el dualismo entre memoria y olvido. Yevfrosíniya Kersnóvskaya, una aristócrata rusa de Odesa, en ‘Cuánto vale un hombre’, la crónica de sus doce años pasados en el gulag en doce cuadernos con 680 dibujos, escribe al final: “Mamá, me pediste que escribiera la historia de estos tristes años de aprendizaje. Respeté tu último deseo. ¿Pero no hubiera sido mejor que todo esto desapareciera en el olvido?” Y una ex desaparecida argentina, torturada en las cárceles clandestinas de Jorge Rafael Videla: "Sólo hablo de ciertas cosas con mis plantas".
Tzvetan Todorov distingue entre los genocidios llevados a cabo en nombre del nacimiento del hombre nuevo y, por tanto, del borrado de la memoria (Unión Soviética, Camboya,…) y los que, en cambio, hacen descansar sus inverecundas «razones» en el pasado -por ejemplo todos los genocidios de los años setenta en adelante-. Y afirma: «El pasado no tiene justificación en sí mismo, no segrega ningún valor por sí mismo. El sentido y el valor proceden de los sujetos humanos que lo cuestionan y juzgan». Y de nuevo: «La sacralización del pasado le priva de toda eficacia sobre el presente; pero la mera asimilación del presente al pasado nos ciega sobre ambos, y a su vez provoca la injusticia. El camino entre la sacralización y la banalización del pasado puede parecer estrecho, como entre servir al propio interés y enseñorearse de los demás; y, sin embargo, existe». Lo que no existe aquí, y ahora, son líderes capaces como Nelson Mandela y de F. W. de Klerk de identificar ese estrecho camino y recorrerlo juntos. Sin olvidar el pasado, pero sin convertirlo en un peñasco insalvable sobre los hombros de los contemporáneos.
Está por ver, a mi modo de ver, si cierto uso de la memoria, de un lado y del otro, no nos está dificultando, más que facilitando, construir juntos, y desde tan diferentes como legítimas opciones políticas, nuestra sociedad. En todo caso, y si hacemos memoria, que no sea una memoria parcial y selectiva, y por ende, in-completa e in-justa, sino abordando toda la complejidad: la de aquellos que sufrieron en carne propia la violencia terrorista de ETA (a todas luces, una violencia sin justificación), y la de quienes sufrieron aquella otra violencia por parte de las fuerzas de seguridad de un Estado que se decía y se dice democrático (y realizada bajo el amparo del derecho y del poder).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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