Dios y la tentación de idolatría
"No te harás ídolo, ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. 5 No te inclinarás ante ellos ni les servirás [...] No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano" (Ex 20,4-5.7). Es una indicación muy fuerte, perentoria y sutil, pero al mismo tiempo de las más incomprendidas y descuidadas, la que nos llega de estos versículos de las diez "palabras", los diez mandamientos: ponen en nuestras manos la tarea, delicada y audaz, de acercarnos a la palabra "Dios", de comprenderla sin circunscribirla, de aludir a ella sin captarla. El imperativo es no hacer ídolos de nosotros mismos, ni siquiera, y sobre todo, de Dios mismo. No pronunciéis su nombre en vano (o "falsamente"). Sin embargo, éstos son, tal vez, los mandamientos más desatendidos. El rostro de Dios es el más caricaturizado, su nombre el más distorsionado en las tradiciones religiosas que se han construido en torno a esos textos.
Es fácil confundirse, por supuesto. A lo largo de los textos sagrados, pues, son muchas las figuras con las que se intenta simbolizar el rostro de Dios. Muchas y variadas son las imágenes con las que se cuenta a Dios, muchos los nombres utilizados para llamarle, invocarle, hacerle presente. Pero el hecho mismo -si nos atenemos al ámbito bíblico- de que haya un Dios que crea y un Dios que salva y libera, un Dios que castiga y un Dios que perdona, un Dios lejano "en los cielos" como en Qohélet, y un Dios cósmico y burlón como en Job, un Dios paternal y compasivo, pero que sin embargo "abandona", como en los Evangelios, debería hacer imposible fijarse en una sola de esas figuras, y hacernos conscientes, en cambio, de la inmensa carga simbólica acumulada en torno a la palabra "Dios". En nuestra época, que quisiera ser la del desencanto, esto debería eximirnos de la pretensión y la tentación de llamarnos "creyentes". ¿"Creyentes" en qué? ¿En un montón de significados estratificados en el tiempo, atravesados por mil contaminaciones, depositados en el movimiento magmático de la historia?
Me parece bastante evidente que la palabra "Dios" representa el nombre con el que diferentes culturas, civilizaciones, tradiciones han querido indicar una grandeza infinitamente superior a la medida humana, el enigma mismo de la existencia, el objeto de un escrutinio más allá de los límites terrenales, y más allá del contorno mismo de la vida. Los seres humanos siempre se han preguntado por el misterio de su entorno, por los grandes arcanos del tiempo y del espacio, por la presencia de mundos incognoscibles, por sus leyes inescrutables. Siempre han mirado más allá de sus límites, siempre han intentado penetrar en la indescifrable inmensidad de los mundos y en la pequeñez de las excrecencias humanas sobre la tierra. Al objeto de este cuestionamiento el hombre, en algunas culturas, le ha dado el nombre de Dios. En otras hay algo llamado nirvana, por ejemplo, y en otras todavía otros nombres. Yo diría que en nuestras civilizaciones, en las civilizaciones que se han moldeado en torno a las tres grandes religiones monoteístas, este nombre, el nombre de Dios, se ha "encontrado" para indicar una grandeza inconmensurable, el oscuro secreto de la vida, el mundo antes del mundo, o al final del mundo.
Pero hay otro elemento propulsor, además del interrogante, que ha contribuido a la "concepción" de la palabra "Dios" y, en torno a esta palabra, a crear, dar forma, hacer nacer las religiones, sus textos, sus escrituras, sus relatos: el deseo de aliviar el sufrimiento de los hombres y mujeres, de dar sentido al dolor, si no puede extinguirse por completo, de contener las fuerzas destructivas que habitan en el corazón humano, de encontrar un camino de justicia para la humanidad, de poder esperar que algo, en la vida humana, sobreviva a su conclusión terrenal.
Es decir, el deseo de hacer comunidad, de hacer sociedad, de construir la convivencia, de encontrar un sentido. De ahí las normas, enseñanzas, leyes, preceptos, cultos, oraciones... Pero lo que hace que una religión sea una religión -es decir, un conjunto de creencias, ritos, tradiciones, dictados morales- son coyunturas ocurridas en la historia: no son fruto de lo absoluto. Y como tales sujetas a transformaciones, elaboraciones, crisis, cambios. Y por eso no puede haber una religión incondicionada e incontaminada, ni una religión más verdadera que otra. Todas son expresiones de una búsqueda humana, frutos de la historia humana.
Sólo el perverso fervor idolátrico de la humanidad ha sido capaz de convertir al Dios narrado en los textos sagrados en un objeto filosófico o doctrinal, con contornos dispuestos como en una sinopia grafiteada en la pared de una caverna, con la ilusión de poder circunscribirlo en un contorno, olvidando, o queriendo ignorar, que la verdadera luz está fuera del recinto de los pensamientos estrechos y de los horizontes sofocados. La verdadera luz se mueve allí, al aire libre, fuera de la caverna, en cuyo fondo sólo puede proyectar sombras e ilusiones.
¿Significa esto que la palabra "Dios" es una palabra vacía, sin sentido, que hay que relegar a los desechos del pasado, inútil para nuestro presente, o posiblemente dañina, porque siempre se puede encontrar a alguien dispuesto a blandirla como una espada o un cuchillo, como hacen los terroristas del Daesh cuando gritan Allah akbar? ¿O porque siempre se puede encontrar a alguien -¡más que alguien! - convencido de que puede esconder tras la palabra "Dios" la arrogancia de una supuesta superioridad o un salvoconducto para someter al mundo a su poder económico o político o individual?
Yo diría exactamente lo contrario. La palabra "Dios", y todas las narraciones, pensamientos, experiencias que la han acompañado, sigue manteniendo abierta una pregunta: sobre la posibilidad del conocimiento, sobre el destino de la existencia, sobre la vorágine infinita de los mundos, sobre la posibilidad de una vida justa y misericordiosa en esta tierra. Si hay una constante en el perfil de Dios en las narraciones bíblicas, consiste en que está del lado del débil, del esclavo, del pequeño, del que lo ha perdido todo, en un ejercicio de justicia y misericordia, en el que la misericordia desborda, sin embargo, a la medida de la justicia.
No se trata, pues, tanto de la palabra "Dios" como de nuestra credulidad, de nuestra necesidad de domesticar a Dios, de circunscribirlo a algo que esté a mano, listo para ser utilizado, a la medida de nuestro pensamiento, de nuestras necesidades, de las proyecciones que nos hemos hecho. En este sentido, en lugar de eludir el problema o exiliarlo entre los descartes del pensamiento, necesitamos una exégesis más estricta, más sagaz, más precisa, que también cuente con una exégesis -paralela- de la historia.
Al final, podríamos estar de acuerdo con el gran "hereje" Baruch Spinoza, para quien, en definitiva, "la doctrina de la Escritura no contiene especulaciones sublimes ni cuestiones filosóficas, sino sólo cosas muy sencillas, comprensibles incluso para las mentes más lentas". Es decir, al final, lo que cuenta es practicar la justicia, ser amoroso con el prójimo, cultivar la misericordia: "Porque el que ama a su prójimo ha cumplido la ley" (Rom 13,8). Y eso debería bastar.
Me atrevería a decir que no deberíamos preguntarnos tanto si somos o no "creyentes". Más bien, pongamos a prueba -con temor y temblor- si realmente conseguimos establecer una coherencia entre lo que creemos haber entendido de los textos sagrados y nuestra propia vida; si realmente hemos aprendido "a mirar los grandes acontecimientos de la historia universal desde abajo, desde la perspectiva de los excluidos, los sospechosos, los maltratados, los impotentes, los oprimidos y los burlados, en una palabra, los que sufren" (Dietrich Bonhoeffer); y si, en estos tiempos difíciles y amenazadores, conseguimos mantener viva la capacidad de experimentar momentos felices y momentos de dolor, manteniendo unidas la fuerza y la debilidad, y si, vuelve a decir Dietrich Bonhoeffer, "nuestra capacidad de ver la grandeza, la humanidad, el derecho y la misericordia se ha hecho más clara, más libre y más incorruptible, si de verdad el sufrimiento personal se ha convertido en una buena clave, en un principio fecundo para hacer accesible el mundo a través de la contemplación y la acción".
P. Joseba Kamiruaga
Mieza CMF
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