lunes, 3 de febrero de 2025

Desmontando falacias dogmáticas…

Desmontando falacias dogmáticas 

Uno de los peligros más devastadores a los que se enfrenta la cultura actual ha sido descrito eficazmente por el escritor inglés C.S. Lewis con la expresión "esnobismo cronológico", para significar la aceptación acrítica de que lo más nuevo es mejor y más viejo es peor. Me llama la atención lo que algunos llaman "aporofobia" - literalmente: desprecio de los pobres -, una actitud rápidamente extendida en las sociedades del Occidente avanzado que ve la condición de pobreza como algo inherente a la naturaleza humana o como una especie de mal necesario para que la sociedad avance. Del espíritu de compasión de antaño se está pasando al desprecio o, cuando conviene, a la indiferencia. 

Seguramente en ello algo tiene que ver la ideología meritocrática. Introducido por primera vez por el sociólogo británico Michael Young en 1958, el concepto de meritocracia ha ido ganando relevancia en el debate público. La meritocracia es, literalmente, el poder del mérito, es decir, el principio de organización social que basa todas las formas de promoción y asignación de poder exclusivamente en el mérito. El mérito es el resultado de dos componentes: el talento que cada persona obtiene de la lotería natural y el esfuerzo realizado por el individuo en el desempeño de diversas tareas. En versiones más refinadas, la noción de talento tiene en cuenta las condiciones del contexto ya que el cociente intelectual depende también de la educación recibida y de factores socioambientales. 

Del mismo modo, la noción de esfuerzo se matiza en relación con la matriz cultural de la sociedad en la que el individuo crece y se desenvuelve, porque el esfuerzo depende no sólo de los "sentimientos morales", sino también del reconocimiento social, es decir, de lo que la sociedad considera meritorio. Es bien sabido que una misma capacidad y un mismo esfuerzo personales se evalúan de forma diferente en función del ethos público que prevalece en un contexto determinado. 

En esencia, el grave peligro inherente a la aceptación acrítica de la meritocracia es el deslizamiento -como Aristóteles había previsto claramente- hacia formas más o menos veladas de tecnocracia oligárquica. Una política meritocrática contiene en sí los gérmenes que conducen, a largo plazo, a la eutanasia del principio democrático. 

Es justo que quien merezca más obtenga más pero no tanto como para ponerle en condiciones de diseñar reglas de juego -económicas y/o políticas- que luego sean capaces de beneficiarle. Habría que evitar que las diferencias de riqueza asociadas al mérito se tradujeran en diferencias de poder de decisión. Porque una cosa es el "criterio del mérito" y otra el "poder del mérito". Si bien no es aceptable que todos los hombres sean tratados por igual -como querría el igualitarismo-, es necesario que todos sean tratados como iguales, que es lo que la meritocracia no garantiza en absoluto. 

En esencia, el grave problema de la noción de meritocracia no reside en el merere (ganar), sino en el kratos (poder). Una cosa es el mérito como criterio de selección entre individuos y grupos y otra, distintas, el mérito como criterio de verificación de una capacidad o logro. Como he dicho antes, ya Aristóteles había escrito que la meritocracia no es compatible con la democracia. 

Además, hay una creencia continuada en los dogmas de la injusticia en nuestra sociedad. Yo me fijaría particularmente en dos. 

El primero afirma que la sociedad en su conjunto se beneficiaría si cada individuo actuara persiguiendo únicamente su propio beneficio personal. Lo cual es doblemente falso. Primero, porque el argumento postula, para su validez, que los mercados se aproximen al ideal de la libre competencia, en el que no hay monopolios ni oligopolios, ni asimetrías. Pero todo el mundo sabe que las condiciones de los mercados de competencia perfecta no pueden cumplirse en la realidad. 

No sólo eso, sino que las personas tienen talentos y capacidades diferentes. De ello se deduce que si las reglas del juego se configuran de tal manera que exalten, digamos así, los comportamientos oportunistas, deshonestos, inmorales, etc., ocurrirá que aquellos cuya constitución moral se caracterice por tales tendencias acabarán aplastando a los demás. 

Asimismo, la codicia entendida como la pasión de tener es uno de los siete pecados capitales. Si se introducen fuertes sistemas de incentivos en el trabajo, es evidente que los más codiciosos tenderán a someter a los menos codiciosos. En este sentido, puede decirse que no hay pobres por naturaleza, sino por condiciones sociales; es decir, por la forma en que están diseñadas las reglas del juego económico. 

El otro dogma de la injusticia es la creencia de que hay que fomentar el elitismo porque es eficiente, y ello en el sentido de que el bienestar de los más crece aún más con la promoción de las capacidades de los pocos. Y por lo tanto los recursos, la atención, los incentivos, las recompensas deben ir a los más dotados, porque es a sus esfuerzos a los que se debe el progreso de la sociedad. De ello se deduce que la exclusión de la actividad económica -en forma, por ejemplo, de empleo precario y/o desempleo- de los menos dotados es algo no sólo normal, sino necesario si se quiere aumentar el ritmo de crecimiento del PIB (producto interior bruto). 

En El mercader de Venecia, de William Shakespeare, leemos: "La misericordia está por encima del poder de los cetros de los reyes. Tiene su trono en el corazón de los reyes y es atributo de Dios mismo. El poder terrenal sólo se asemeja al divino cuando la misericordia templa a la justicia". Por otra parte, Friedrich Nietzsche escribe en su Así habló Zaratustra: "Verdaderamente no amo a los misericordiosos... Todos los creadores son duros. Dios ha muerto y su compasión por los hombres fue su muerte... Alabado sea lo que nos hace duros". 

Los pasajes se comentan por sí mismos. Me limitaré a observar que la misericordia a la que se refiere el filósofo alemán -al que molestaba cierta retórica moralista- es un acto ético-filosófico, no teológico en el sentido cristiano. En un antiguo apólogo se lee: "El discípulo había pecado grave y públicamente. El maestro no le castigó. Otro discípulo protestó: "No podemos ignorar el pecado, Dios nos dio ojos". El maestro replicó: "¡Sí, pero también los párpados!"". La misericordia tiene párpados. 

De hecho, son los numerosos actos de misericordia que, a pesar de las dificultades, siguen poniéndose en práctica los que nos hacen darnos cuenta de que una sociedad no puede avanzar por la senda del desarrollo humano integral manteniendo separados el código de la eficacia y el código de la fraternidad. 

Es esta separación la que nos da cuenta de la paradoja que asola a nuestra sociedad; por un lado, proliferan las posturas a favor de quienes, por diversas razones, quedan rezagados o incluso excluidos de la carrera del mercado. Por otro lado, todo el discurso económico se centra únicamente en la eficacia. ¿Es de extrañar entonces que las desigualdades sociales aumenten hoy en día a pesar de un aumento global de la riqueza? 

Haber olvidado el hecho de que no es sostenible una sociedad humana en la que se extingue el sentido de la fraternidad y en la que todo se reduce a mejorar las transacciones basadas en el intercambio de equivalentes y a aumentar las transferencias corrientes de las estructuras públicas de bienestar, nos da una idea de por qué, a pesar de la calidad de las fuerzas intelectuales, aún no se ha alcanzado una solución creíble al gran dilema entre eficiencia y equidad. 

La sociedad en la que se disuelve el principio de fraternidad no es capaz de progresar; es decir, la sociedad en la que sólo existe el "dar para recibir" o el "dar por obligación". Por eso, ni la visión liberal-individualista del mundo, en la que todo (o casi todo) es intercambio, ni la visión estatal-céntrica de la sociedad, en la que todo (o casi todo) es obligación, son guías seguras para sacarnos del atolladero en el que hoy están sumidas nuestras sociedades. 

Un famoso pasaje de William Blake -poeta y artista- nos ayuda a captar la fuerza del principio de fraternidad: "He buscado mi alma y no la he encontrado. He buscado a Dios y no lo he encontrado. He buscado a mi hermano y he encontrado a los tres". La intuición del poeta inglés está tomada de la página evangélica en la que Jesús nos informa de que su rostro se oculta tras los perfiles miserables del más pequeño de nuestros hermanos (Mt 25, 31-46). Es en la práctica de la misericordia donde la persona se encuentra simultáneamente consigo misma, con el otro y, si es creyente, con Dios. 

José Ignacio Camiruaga Mieza

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