lunes, 3 de febrero de 2025

Inercia.

Inercia 

La inercia tiene una larga historia. Larga y accidentada. Todo por escribir. No es sólo un objeto de análisis o un tema de reflexión. La inercia nos pertenece. Estamos en ella, formamos parte de ella. Sus múltiples nombres (pereza, melancolía, aburrimiento, apatía, y la última de sus figuras, "el estasis de alta velocidad" de la que habla el sociólogo Hartmut Rosa), su hipotética historia, figuran entre nuestros pensamientos impacientes hasta el fastidio. 

Instalada desde tiempos inmemoriales en el recinto de la experiencia humana, la inercia personifica sus humores corrosivos, sus fantasmas de disolución, sus abulias ruinosas. Es la falla inestable sobre la que se acumula la escoria de la existencia, sombras y espectros de vidas perdidas, voces perdidas de narraciones endebles, que, en denso conjunto, se entrecruzan, se enredan a lo largo del eje del tiempo y se enredan en un álgebra destartalada del espíritu derrotado. Allí donde el ser humano dibuja su contorno de vida con vigor planificador y fervoroso frenesí fundador, allí alrededor, consumido su ímpetu, crecen las aguas de la inercia.  

Sus hábiles cazadores fueron los monjes del desierto en los primeros siglos de la era cristiana. Exploradores del alma y de sus movimientos más ocultos e insidiosos, los monjes vivían en soledad apartada y silenciosa, pero parecían estar familiarizados con la vida de los seres humanos. Su mirada sabía atravesar los lodazales de la psique enredada en la inercia. 

Los monjes la llamaban acedia. Es el monstruo que acecha en la solitaria quietud de la casa, tomando la forma de una indomable inquietud o, por el contrario, de torpor, tedio, indolencia, retiro melancólico o cruel tristeza. En los pequeños monasterios, el mundo rueda en la pereza, y en la pereza se deshace. "No hay peor pasión", leemos en la Vida y dichos de los Padres del Desierto. 

Alrededor de la acedia crece el frente móvil de una feroz guerra espiritual. 

Demonio meridiano así se llama también la acedia, porque asedia al monje en la hora más calurosa. El día parece una extensión sin límites, como el desierto que rodea el monasterio. Una luz opresiva atrapa el espíritu, lo agota, lo vacía. Es a esa hora cuando la acedia libera sus venenos, infecta los cerebros, infecta las almas hasta la parálisis. Asfixia el espíritu. Y el espíritu, "vencido, exhausto", "acosado por el vértigo", experimenta todas las gradaciones del tedio. De su delirio germina la apatía, la muerte en vida, que pesa sobre el ser y descompone su textura. 

Retrocediendo a través de los siglos, ese vórtice de tristeza envuelve también con su manto fúnebre el tiempo de la Modernidad. La inercia melancólica realiza un largo viaje en el hombre y a través del tiempo. Sale del desierto, entra en las ciudades. Desde los primeros siglos de la era cristiana, avanza, veloz como una epidemia, hasta el corazón de la Modernidad. Y allí la encontramos de nuevo, con otros nombres, pero peligrosamente intacta, tal como la habían diagnosticado los Padres del Desierto. El paisaje muta, la luz abrumadora del desierto se apaga. En el tumulto de la vida metropolitana circula ahora una luz deshilachada. 

La inercia. El ser humano del siglo XX, y de esta parte del XXI, se ha deslizado en un cono de sombra, separado de su propia historia. Como un fantasma, vaga por los lados de la vida. En su cuerpo abstracto, la vida se desvanece, o languidece, se estanca. Es un gobernante destronado. Ya no gobierna la Historia, sus procesos y transformaciones sino que se debate en el vacío que ha dejado tras de sí, una civilización "desinflada" (una "sociedad de la fatiga", en palabras del filósofo coreano Byung Chul Han), en la encrucijada del duelo y la melancolía. Pequeños temblores de inquietud apenas arañan la placa de la inercia. 

La Historia está atascada y el tiempo también... Entramos en el tiempo de la glaciación suave, de la anestesia continua y ligera, con diversiones organizadas, pensamientos guiados y vidas en migajas, con una guarnición de objetos a granel para aturdirnos, para impedir el asombro, escribe, con terrible agudeza, la filósofa y psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle. 

Puede sorprender evocar la inercia en un marco de aceleración del tiempo social, de cambios vertiginosos en las formas de vivir y de pensar, de "nuevas experiencias del tiempo y del espacio". El mundo, es casi superfluo considerarlo, va deprisa, y parece arrollar todo lo que parece ralentizar su carrera, en medio del estruendo de modismos divergentes, como puede ocurrir en una Babel en convulsa ebullición. Y entonces es muy legítimo preguntarse dónde está la inercia, dónde se extiende el fondo fangoso que corroe el alma. Uno lo percibe sólo cuando está en él, demasiado en él... El pie no señala nada anormal, uno avanza, y sólo cuando el pie resbala la primera vez, uno se da cuenta de que está bien metido en el pantano. 

Gran parte del pensamiento contemporáneo se reúne en torno a su áspero paisaje y el pensamiento caza las máscaras de la inercia, se adentra en su espacio ciego, enfrentándose al "peligro mortal" que mina el corazón humano y el tiempo. En el desarrollo acelerado de las sociedades modernas hay una grieta, un punto de pérdida, una suma de interrupciones, retrocesos y caídas fomentadas por la inercia. 

El miedo a la inercia absoluta a gran velocidad ha acompañado a la sociedad moderna a lo largo de su historia, motivando enfermedades culturales como la acedia, la melancolía, el aburrimiento y la neurastenia o, en nuestros días, diversas formas de depresión. La experiencia de la inercia surge o se intensifica cuando los cambios y la dinámica en la vida del individuo o en el mundo social no se experimentan dentro de una cadena de desarrollo con sentido y dirección, es decir, como elementos de progreso, sino como un cambio sin dirección y frenético... las cosas cambian, pero no se desarrollan, no van a ninguna parte. 

La inercia es, pues, el cimiento sobre el que descansa el frenesí de la época, es el lado oculto de su activismo. La "inercia" no se sitúa en las antípodas de la "velocidad", sino que camina a su lado, es un complemento o un "accidente" en su camino. Pero fatal. La velocidad excava el vacío en el mundo que atraviesa, lo trastorna, lo altera. Pero aquí vivimos, o intentamos vivir. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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