martes, 11 de febrero de 2025

Jesús de Nazaret, el Hombre las Bienaventuranzas.

Jesús de Nazaret, el Hombre las Bienaventuranzas 

La inagotable riqueza de la página evangélica de las Bienaventuranzas nos permite sólo algunas anotaciones que se limitan a tocar, y sólo parcialmente, la profundidad y amplitud del mensaje. 

Las Bienaventuranzas surgen de la mirada de Jesús sobre las multitudes, y se presentan como un discurso magistral. Jesús es un maestro que enseña. De hecho, las Bienaventuranzas son una enseñanza. La enseñanza es transmisión de vida y nace de una experiencia. Jesús comunica lo vivido, donde “vivido” no significa simplemente lo que sucedió, sino elaborado, revivido interiormente, meditado y puesto delante de Dios. La experiencia no es verdaderamente tal si no se revive en el corazón y en la mente. 

Para decir que los pobres o los que lloran o lo hambrientos o los perseguidos son “bienaventurados” y añadir la motivación “porque”, es necesario haber vivido no sólo externamente, sino también internamente. El hombre no vive de hechos sino de historia, no vive de noticias sino de narraciones. Decir “bienaventurado” y añadir “porque” implica un trabajo interior y espiritual que ha forjado conocimiento y sabiduría. Ha forjado un hombre libre, que sabe sacar algo positivo incluso de situaciones de lágrimas, dolor y cansancio. 

Tratemos de imaginar el trabajo interior que subyace a las Bienaventuranzas y preguntémonos: ¿quién puede pronunciar palabras tan poderosas como las Bienaventuranzas? 

Estas palabras revelan la fuerza y ​​la autoridad de quien las pronuncia y se convierten en una especie de identikit espiritual del propio Jesús. Él es el hombre de las bienaventuranzas. Estas palabras abren una visión de la experiencia interior de Jesús. 

Jesús no dice que basta llorar o ser perseguido para ser bienaventurado, sino que sugiere que debemos hacer algo ante la persecución que sufrimos o ante la situación de aflicción que vivimos para que se convierta en motivo de bienaventuranza. 

Jesús no dice que un gesto de misericordia o de mansedumbre basta para ser bienaventurado, sino que hay que perseverar obstinadamente en la misericordia y la mansedumbre hasta que se conviertan en rasgos constitutivos de la persona. De hecho, Jesús proclama bienaventurados a los mansos y misericordiosos. 

Esto significa que detrás de las palabras está la experiencia de quien ha perseverado en ser misericordioso aun cuando la misericordia se ha mostrado estéril y el perdón un desperdicio de amor. 

Ésta es la experiencia de aquellos que han llegado a comprender que estas realidades son suficientes en sí mismas, tienen valor en sí mismas, independientemente de lo que cambien o no cambien en los demás. La pureza de corazón y la pobreza, la mansedumbre y la misericordia,…, son fuentes de felicidad porque son autosuficientes y transforman a quienes las viven. 

Sólo aquellos que han realizado este trabajo profundo pueden decir las palabras de las Bienaventuranzas. Quizás por eso las Bienaventuranzas nos parecen a menudo tan bellas y tan inalcanzables, tan altas y tan ajenas. Porque muchas veces somos ajenos al espíritu que les dio origen. 

Las Bienaventuranzas son fruto de la purificación de la mirada del corazón, capaz de ver incluso las situaciones absolutamente dolorosas y angustiosas de la vida ya no sólo como algo que hay que evitar o temer, sino como oportunidad de humanización y de vida sabia y evangélica. 

Son palabras que nacen del silencio y del sufrimiento, de la lucha interior y de la soledad. Son palabras cuyo poder se esconde en su verdad inagotable: verdad experimentada por el mismo Jesús, que vivió dentro de sí lo que ahora puede proclamar como autorizado y verdadero para todo hombre. 

Las Bienaventuranzas son una síntesis de autoridad humana y de conocimiento de Dios, de conocimiento del corazón humano, es decir, del propio corazón, y del corazón de Dios. Por eso, Jesús puede expresarse con tanta autoridad también sobre Dios y sobre su Reino, prometiendo el consuelo de Dios, su misericordia, su intimidad, su comunión a quienes viven estas situaciones con tanta plenitud y profundidad. 

Las Bienaventuranzas son, pues, una enseñanza. Pero enseñar también significa indicar un camino a seguir. No es casualidad que haya quienes, volviendo al sustrato semítico del griego makarios, “bienaventurado, traduzcan “en camino”, “adelante”. Y así las Bienaventuranzas aparecen como una invitación y un estímulo: vosotros pobres, vosotros misericordiosos, vosotros afligidos, vosotros perseguidos, vosotros mansos, vosotros…, no os desaniméis, sino caminad, seguid adelante, id adelante, tened la mirada fija en la meta, dejaos atraer por lo que está delante de vosotros y no os dejéis detener por lo que está detrás. Este camino conduce a la dicha, a la felicidad, porque es el camino hacia lo esencial. 

El Hermano Roger de Taizé ha expresado bien el carácter específico de este camino de las Bienaventuranzas: “Lo que hace feliz una existencia es avanzar hacia la sencillez: la sencillez de nuestro corazón y la de nuestra vida. Para que una vida sea bella no es necesario poseer capacidades extraordinarias o grandes posibilidades: el humilde don de la propia persona hace feliz”. 

Enseñanza es también prometer. Se trata de proponer un futuro, de anticipar lo que podría ser, o mejor dicho, de ofrecer las condiciones ahora para lo que podría ser verdad mañana. Las Bienaventuranzas, como promesa de felicidad, son una invitación a la belleza, a trabajar la propia vida hasta convertirla en una obra maestra. Pero más aún que la felicidad, el hombre necesita sentido, y las Bienaventuranzas, como promesa, atestiguan que se puede encontrar sentido incluso en lo absurdo del dolor, que se puede vivir el mundo incluso en lo invivible de la persecución, de la violencia sufrida, de las situaciones de guerra y no de paz. 

Revelaciones de la vida de Jesús, las Bienaventuranzas se convierten en revelaciones de la vida posible para nosotros si encontramos raíces en la humanidad de Jesús. Entonces comprendemos que incluso la persecución y la aflicción, la ausencia de paz y la falta de justicia, son situaciones que pueden abrirnos a la bienaventuranza enseñándonos a hacer la paz, a usar la misericordia, a vivir en la mansedumbre, a practicar la compasión, a crear belleza. 

Hoy me llama la atención la bienaventuranza de los limpios de corazón. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». 

Según la Escritura, el limpio de corazón es también aquel que tiene “las manos limpias” (Sal 24,4). Entonces, él es el que tiene el corazón y las manos limpias. Lugar nativo de la voluntad y la decisión, el corazón es también el origen de la acción simbolizada por las manos. Puro de corazón es aquel que busca unificar corazón y mano, intención y acción, conciencia y práctica. 

La integridad personal y la coherencia son el sello distintivo del puro de corazón: ha comprendido que el único poder digno y legítimo es el que tiene sobre sí mismo, no sobre los demás. Dominar, poseer, abusar, eso es ser impuro. 

Si el corazón se refiere al yo, a la conciencia de la persona, la pureza de corazón impugna la tiranía del yo. Puro de corazón es aquel que no sabe que lo es, más aún, ve su distancia del Señor y, fijando su mirada y su esperanza en Aquel que es puro, entra en ese olvido de sí que es ausencia de cálculo, de artificio, de acomodamiento, de manipulación. 

Son artes muy conocidas por quienes se instalan en lugares de poder porque en ellas habita un corazón autoritario. La pureza de corazón se manifiesta como sencillez, como liberación de las cosas y de los lazos de los que depende la vida. Cassiano bromea sobre los monjes que, después de haber abandonado todo, se ataron a “una pluma, una aguja, un cuchillo”: el corazón no estaba purificado. Amar con pureza implica también dejar atrás el amor propio. El amor no ejerce ni sufre la fuerza: ésta es la pureza. 

Pero la pureza de acción es también pureza de palabra. La Biblia sabe bien que la boca habla de la plenitud del corazón y que no es lo que entra en el hombre lo que lo hace impuro sino lo que sale de él. Si en el Salmo 24 el limpio de corazón es aquel que no jura en falso ni engaña, en el Salmo 15 es aquel que no insulta, no calumnia, sino que habla la verdad que está en su corazón. 

La pureza de corazón es también claridad de palabra y transparencia de comunicación. El mentiroso es el impuro por excelencia. Aquel que usa las palabras para significar algo distinto de lo que hay en su corazón, con el fin de violar la realidad y doblegar a los demás a sus propios fines. Él es aquel que, como dice la Biblia, tiene un corazón cuyas intenciones oculta y un corazón revelado por palabras que hablan falsamente. Así, de un solo golpe, se produce una triple traición: a los demás, a la palabra, a uno mismo. 

También aquí el hombre de las bienaventuranzas aparece como Jesús, aquel que decía «sí, sí, no, no» (Mt 5,37), aquel que dice la verdad sin mirar a nadie a la cara, aquel del que se podía decir: «Jamás nadie ha hablado como este hombre» (Jn 7,46). 

El puro de corazón, que intenta integrar corazón y acción y dice la verdad que está en su corazón, se encuentra así en la desagradable situación del testigo, del mártir. La gente huye de él porque la verdad que dice es humillante y hiere el orgullo de los orgullosos y revela a las personas como realmente son. La claridad de sus palabras, de hecho, remite al hombre a su propia deformidad, mostrándolo como realmente es. 

Así, restituida a su dimensión cristológica y a su seriedad humana y ética, la bienaventuranza de los limpios de corazón, que parece tan inocua e incluso anticuada, recupera su peso, su significado y su capacidad de hablarnos del alto precio y del carácter incómodo y escandaloso de la limpieza y de la pureza de corazón. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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