La conversión de una Iglesia ahora y siempre en salida: ser cristianos hoy
Salgamos,
salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la
Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires:
prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes
que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las
propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que
termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe
inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el
temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las
normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos
tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin
cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37) -Evangelii
Gaudium 49-.
La identidad es saber quién soy. Cuando es incierta o cuando se mide con el otro, la identidad se convierte en una pregunta, una indagación sobre uno mismo y sobre los propios orígenes. En la Biblia le sucede a Moisés, quien fue criado en todos los aspectos como un noble egipcio. Al llegar a los cuarenta años, el descubrimiento de la opresión que sufría su pueblo se convirtió en una oportunidad para dar un giro y repensar toda su vida (cf. Éxodo 2,11; Hch 7,23). Su pueblo no vivía como él, sino como una minoría oprimida. Esta constatación lo llevó a cuestionarse qué era lo verdaderamente importante: su lugar en el mundo.
Hoy nos preguntamos con razón qué sea el cristiano. En nuestro tiempo, esta pregunta se abre simbólicamente con el libro de Hans Urs von Balthasar, que lo adoptó como título, publicado en 1965, pocos años después de la clausura del Concilio Vaticano II. En comparación con cuando la sociedad era enteramente cristiana, el mundo había cambiado y la Iglesia Católica también estaba cambiando. Ser cristiano en nuestros días significa cada vez más vivir con otros que no se reconocen en la misma fe religiosa o no profesan ninguna. Se trata de abordar sociedades postcristianas en las que las formas de vida cristiana y de transmisión de la fe que se consideraban consolidadas ya no funcionan.
Por eso el Papa Francisco nos invita a cuestionarnos. Su elección, como afirmaba Benedicto XVI en las Últimas Conversaciones en 2016, significa “que la Iglesia está en movimiento, es dinámica, abierta, con perspectivas de nuevos desarrollos por delante. Que no se queda congelada en patrones: siempre sucede algo sorprendente, que tiene una dinámica intrínseca capaz de renovarla constantemente”.
De ahí la cuestión de la identidad, que es también una cuestión de la Iglesia. Para responder, más que construir imágenes ideales, y en último término abstractas, conviene detenerse en algunos rasgos específicos de la experiencia cristiana que surgen de la palabra bíblica y que Benedicto XVI resumía con la categoría de dinamismo. La vida del cristiano y de la Iglesia es siempre movimiento, camino, como Jesús es el hombre que camina y no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 18,20).
“¿Dónde estás?”, pregunta Dios a Adán (Gn 3,29), es decir a nosotros. En otras palabras: ¿dónde estás? ¿Adónde vas? Es una pregunta universal, para todos los seres humanos y para todos los tiempos. Esta pregunta está acompañada idealmente por el llamado de Abraham a dejar su propia tierra. Y el envío de los apóstoles en misión, que es una continuación del ir de Jesús a los pueblos de Galilea. Los cristianos estamos llamados a ir, pero ¿a dónde? Hacia los demás, no cristianos, con el fin de testimoniar… En realidad, este estar en movimiento tiene un doble significado.
No es casualidad que la Iglesia terrena sea llamada por la tradición cristiana Iglesia peregrina, es decir, Iglesia en camino, porque todavía estamos en exilio lejos del Señor (2 Co 5,6), como nos recuerda también el Vaticano II (cf. Lumen Gentium, 48). ¿Debe el cristiano ir hacia los demás? ¡En primer lugar debe dirigirse hacia Dios! Existe pues una estrecha relación entre ir en misión y volver a Dios, es decir, convertirse: lo uno no puede existir sin el otro.
En todo momento, los cristianos están llamados a preguntarse hacia dónde van y hacia dónde va la Iglesia. Todo esto remite a la urgencia de la conversión, que caracteriza siempre la existencia cristiana como un incesante nuevo comienzo.
En esta luz se puede entender la invitación del Papa Francisco a dejarnos encontrar por el Señor y a renovar el encuentro con Él, que abre la exhortación Evangelii gaudium en la que expone su programa para la Iglesia católica (cf. EG 3). Este Papa ha lanzado un fuerte llamado a la conversión de toda la Iglesia como condición para el anuncio del Evangelio. Si esta es la perspectiva cristiana, no puede haber lugar en la Iglesia para la presunción de ser mejores, mucho menos para actitudes marcadas por el juicio y la condenación. La pérdida de autoridad y centralidad del cristianismo en el mundo contemporáneo no es una derrota, sino la oportunidad de volver al Evangelio, algunos rasgos que se han vuelto opacos en el testimonio de la Iglesia católica. La transmisión de la fe se confía, pues, a la belleza, a la bondad y a la verdad de la vida que inspira.
Sólo viviendo en primera persona la conversión puede la Iglesia presentarse también como testigo creíble del Evangelio en la historia, entre los hombres, y, por tanto, evangelizar. Sólo la vida concreta de hombres y mujeres transformados por el Evangelio, que manifiestan su conversión a los hombres viviéndolo, podrán pedirla también a los demás.
Evangelii gaudium es un documento sorprendente e inesperado por los horizontes que abre: constituye una nueva etapa en la actuación de la actualización conciliar y una invitación a preguntarnos en qué punto estamos de nuestra conversión y nos ofrece criterios para verificar y discernir los pasos a seguir en este momento de nuestra historia personal y eclesial.
“El
Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una
permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la
Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación […]
Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la
Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad
(UR 6)” -Evangelii gaudium 26-.
Mi reflexión trata de centrarse en una revisión de vida y pastoral a la luz de esa exhortación, a releernos a partir del dinamismo humano y eclesial de los tres momentos que la marcan: la alegría del Evangelio, el salir de sí en misión, la renovación. Lo he dividido en dos momentos estrechamente relacionados: el cristiano en la comunidad y la comunidad cristiana, entendida como sujeto de la educación en la fe, en compañía de los hombres.
Es el cristiano, la persona, quien ante todo encuentra la alegría del Evangelio, la experimenta interiormente y relee la propia vida a la luz de la Palabra y del rostro de Cristo. Luego, sale de sí mismo, va hacia los demás: “La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera” (Evangelii gaudium 21). Y, siguiendo el estilo de Jesús, el cristiano desencadena la conversión de toda la Iglesia, de su pastoral y de sus estructuras, en una renovación inaplazable para hacer hablar hoy el Evangelio (cf. Evangelii gaudium 25-27).
Antes de entrar en el meollo del asunto, creo que es oportuno recordar brevemente el significado bíblico de la conversión, para evitar equívocos. De hecho, con el tiempo, la comprensión de este concepto ha llegado a estar dominada por el significado de adherirse a una confesión religiosa a la que uno no pertenecía previamente; un sentido de identidad, podríamos decir. La conversión, vista así, constituiría el momento de paso que marca la entrada en la fe cristiana y en la Iglesia.
Sin embargo, al examinar las Escrituras, el significado de la conversión parece mucho más amplio que esto. En hebreo bíblico, la conversión se llama teshuvá, que puede traducirse como “retorno”, pero también como “respuesta”. Así dice el Señor de los ejércitos: Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros (Zac 1,3; cf. Mal 3,7). Quien se convierte vuelve a Dios, se vuelve hacia Él, orienta todo su ser en su dirección. Este giro es al mismo tiempo también una respuesta a Dios, a su Palabra, a su acción.
Un midrash cuenta que el mundo fue creado con la letra “he” (ה), semejante a un marco con dos aberturas. Según la sabiduría rabínica, el mundo se crea con esta letra porque se puede salir del marco que Dios ha establecido -hay libertad de elección-, pero hay una segunda apertura porque se puede regresar y hacer teshuvá. ¿Por qué hay dos aberturas, pregunta el Talmud, si se puede salir y volver a entrar por el mismo punto? El rabino Chaim Leib Shmuelevitz dice que para retornar y hacer teshuvá uno debe tomar otro camino, cuestionar las propias ideas y actitudes.
Escuchar la Palabra de Dios, encontrarlo, puede generar, en la libertad humana de responder, un cambio radical en toda la propia existencia. La Biblia no lo presenta como el acto de un momento, sino como un proceso ininterrumpido. Continuamente, a través de los profetas, Dios llama a Israel a la conversión. Una invitación renovada por Juan Bautista: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mt 3,2) y asumido tal como es por Jesús (cf. Mt 4,17). En el griego del Nuevo Testamento la palabra es metánoia, que indica un cambio de pensamiento y de mentalidad, pero también una actitud penitencial (cf. Mt 3,8). En la liturgia latina, la invitación a la conversión se renueva cada año al inicio de la Cuaresma, signo de que es una exigencia de toda la vida cristiana, como habían intuido Padres de la Iglesia. El nacimiento del hombre nuevo según el Evangelio es una gestación que continúa mientras dura nuestra peregrinación.
La Iglesia, que predica la conversión al mundo, también debe seguir convirtiéndose ella misma al Dios de Jesús y del Reino. ¿Qué significaría concretamente una Iglesia “convertida” al Evangelio de Jesús? Iglesia de Jesús, ¿cuál será la más hermosa y mejor versión de ti misma a la luz del Evangelio? ¿Cuál está llamada a ser la alternativa, la novedad, que te propone la Buena Noticia?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario