Los buenos heredarán la tierra y vivirán en ella para siempre (Salmos 37, 29)
¿Existe el bien? ¿Qué es eso? ¿Cómo se propaga? ¿Se aprende? Esto y mucho más me pregunto.
No me atrevo a hacer una investigación en busca del bien y sus huellas en un mundo y en una época, la nuestra. Se esperaba que estuviéramos cansados de la sangre y la crueldad. Deberíamos haber aprendido al menos algo de la historia. Y en cambio, vemos con incredulidad y consternación comenzar, siempre de nuevo, la misma tragedia, tan silenciosa como elocuente. Lo que nos invade es una desorientación. ¿Qué estamos viendo? ¿En qué época estamos? ¿Dónde estamos? No lo sé, no lo recuerdo, pero estamos hoy. Son las imágenes que me asustan.
No tengo miedo de que los inmigrantes me quiten mis cosas, mi riqueza, mi trabajo, mi espacio. Sí temo que nos quiten la ilusión que teníamos de ser mejores que nuestros padres y abuelos, que aquellos que no vieron, que no supieron ni imaginaron lo que ahora está sucediendo.
Es esta impresión de que el mal nos rodea, con fuerzas renovadas, con una creatividad multifacética sólo aparente - en realidad es siempre la misma, sólo que con nuevos medios - la que me asusta.
Y luego quiero pensar, sentir, creer que sigue habiendo un bien que resiste. El mal es noticia, porque se ve más y es más fácil hablar de él, mientras que el bien se mueve más ligero, no se luce, es difícil decirlo porque es mucho más grande que las palabras. Estas lo reducen y constriñen, mientras que el bien por su naturaleza se expande y crece, y se propaga casi por contagio.
Por esta razón, quiero creer, es importante que el bien, su acción, incluso los simples gestos bondadosos en medio del mal, sean los únicos que pueden contrarrestar la fiebre destructiva que parece correr por el mundo, hoy como ayer, y como siempre, no debe olvidarse, no debe permanecer desconocido.
Los buenos no son santos, sino hombres y mujeres imperfectos que, desafiando el horror, nos enseñan a vivir nuestra vida diaria con el placer de llegar a la ayuda de los más débiles, tener el coraje de pensar por nosotros mismos, no mentirnos, saber ponernos en el lugar de los demás, saber perdonar, no sentirnos custodios de la verdad.
Quisiera que mi memoria no perdiera el recuerdo y el reconocimiento agradecido a los nombres y las historias, tantos de ellos anónimos, de aquellos que no se rindieron a la preponderancia del mal.
El bien es un enigma. Y voy aprendiendo que una de las tareas humanas más decisivas es la de intentar dar al bien un nombre simple y modesto: bondad. La que habita en el corazón de las personas que aman los seres vivos, aman la vida y los cuidan de forma natural y espontánea.
En su forma ordinaria y cotidiana, es simplemente preocuparse por los demás. Por tanto, lo bueno es, ante todo, la capacidad de ver quién está delante de nosotros, de ponernos en su lugar. Es la incapacidad de parecer indiferente a lo que nos dicen sus ojos. Por tanto, el bien es lo opuesto a la indiferencia, más que al mal. El mal es a menudo consecuencia de la indiferencia, de la ceguera del corazón.
El bien es también belleza. De hecho, no es casualidad que los terroristas se enfurezcan contra la belleza. Porque la belleza es en sí misma una barrera contra el mal, porque trae alegría y libertad, mientras que algunos sueñan con el cultismo del mal, como siempre lo han soñado los destructores, oscuros, grises, uniformes,…, sin música, sin risas y sin juegos. Sin amor, al final.
Siempre somos libres, dijo el psiquiatra superviviente de un campo de concentración, Viktor Frankl, incluso en situaciones sin salida, incluso frente a la muerte, porque podemos elegir cómo enfrentar lo inevitable que tenemos frente a nosotros.
E incluso frente a la propagación del mal no estamos indefensos ya que, como escribió Etty Hillesum: siempre podemos negarnos a odiar, siempre podemos salvar un pedacito de bondad dentro de nosotros. Porque nosotros mismos somos la única porción del universo sobre la que realmente tenemos jurisdicción. Y con ese bien, que cura y que salva, ayudamos a lo que sufren impotentes víctimas del mal tan poderoso -que no omnipotente-.
Podemos detener el mal, en una lucha extenuante, haciéndole frente metro a metro, resistiendo, pero sólo si hemos sido capaces de reconocerlo primero, incluso dentro de nosotros mismos. Hay en cada uno de nosotros, más o menos acentuada pero hay, esa inclinación al mal.
En primer lugar, debemos detener el mal que hay dentro de nosotros, escapar de sus garras, de su encanto y ser buenos por elección propia, porque ningún ser humano es perfectamente bueno por naturaleza. Hay que preferir el bien al mal, sobre todo porque se considera más justo. Es el bien elegido el que tiene valor. La imposición es peor que el mal. El gran bien, tantas veces imaginado y soñado, y que se impone en las utopías políticas, no es más que una maquinaria insaciable que persigue, encarcela y mata todo lo que se le opone.
Me pregunto si existe un espacio político y comunitario para el bien o está destinado a seguir siendo una cuestión exclusivamente individual. Debe haber una dimensión pública del bien, aunque sólo sea porque el bien se enseña y se aprende, y las buenas acciones deben servir de ejemplo. Desafortunadamente, la política a menudo no hace esto, y el desinterés, la burocracia y la inercia de una parte demasiado grande de la clase política, en lugar de promover el bien, incluso el bien pequeño e individual del ciudadano individual, lo obstaculizan y lo dificultan.
Acabo ya.
Mi reflexión nace como una reacción al horror sembrado a nuestro alrededor en los últimos tiempos y pretende ser un humilde alegato de esperanza en busca del bien que a pesar de todo sobrevive, y brilla como aunque sea como pábilo vacilante en medio de la red del reverso negativo y del tejido del mal.
Con una bella imagen, sugerente y poética como muchas otras en la historia de la humanidad, hago memoria de ‘Abel’ el primer hermano asesinado, emblema de todas las víctimas indefensas del odio: su sangre inocente fue recogida en la tierra.
Se me podrá decir que, a pesar de la esperanza, nos cuesta creer que el bien conquistará esta tierra si el fundamento de ese bien está sólo en el corazón humano. Sí, creo firmemente que el bien nunca será derrotado, expulsado del mundo y de la historia, aunque siempre esté en riesgo, luchando contra el mal, si no puede encontrar apoyo y raíces en un otro lugar metafísico y espiritual que no sea cada uno de nosotros, si no puede contar con la fuerza y la lealtad en cada uno de nosotros. Temo, y espero equivocarme, que los seres humanos seremos siempre lo que siempre hemos sido: algunos buenos, otros no; a veces buenos, a veces no.
No soy ingenuo. Por eso, no creo que los mitos lleguen a gobernar esta tierra. Pero sí espero sinceramente que los buenos la hereden. De ahí mi confianza y mi esperanza: Los buenos heredarán la tierra y vivirán en ella para siempre (Salmos 37, 29).
P. Josseba Kamiruaga Mieza CMF
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