domingo, 16 de febrero de 2025

¿Mediocridad en la política?

¿Mediocridad en la política? 

Lejos de ser una pregunta retórica o una mueca de ironía, es, en mi opinión, una pregunta inquietante con hondas anclas en nuestra realidad cotidiana y derivaciones insospechadas que van mucho más allá de una banalidad más o menos morbosa. Sobre todo porque somos plenamente conscientes de que no se trata de una especie de "estado natural", una correlación casi automática en la que la actividad política asume la función de un pozo del que emergen las inmundicias de las cloacas de la sociedad civil. 

Sabemos que esto no siempre ha sido así. La historia ilustra con muchos ejemplos, muchos de ellos recientes, en los que hombres y mujeres de probada habilidad e inteligencia, muchas veces arriesgándose y realizando generosos sacrificios, lideraron a sus respectivos pueblos en momentos críticos. No parece que se pueda afirmar seriamente que exista un factor singular en la actividad política que favorezca un aumento inflacionario de la estupidez más allá de la curva de distribución estadística normal. 

En la sociedad digital de la modernidad tardía, la actividad política se ha convertido en una profesión, y no en sentido figurado sino académico. Es decir, es una actividad curricular, en la que se puede desarrollar una carrera en el sentido tradicional, en la que se ejerce una función a cambio de una remuneración y otras recompensas y, esto es muy interesante, no está abierta al talento, al sentimiento que otras actividades o profesiones privadas lo sean. 

La profesionalización, o más precisamente “profesionalismo” no es una característica definitoria de la política. Es una consecuencia necesaria de la especialización del conocimiento y del surgimiento del experto como depositario de ese conocimiento e influye en el conjunto de conocimientos y disciplinas en su totalidad. Y así es la trivialización del conocimiento que acompaña al desarrollo del profesionalismo. 

El resultado de todo esto es el surgimiento de una enorme masa de individuos trabajadores y disciplinados con conocimientos técnicos intercambiables, una especie de "analfabetos secundarios" que nunca cuestionan los fundamentos intelectuales de todo el entramado que sostiene la estructura. En el horizonte ya se vislumbra el reino de la mediocridad, un universo singular en el que lo importante es "evitar las buenas ideas", no chocar con un atisbo inútil de originalidad, la extensión de una especie de principio en el que se codifica un grado de incompetencia intelectual que necesariamente limita el intelecto. 

La mediocridad se ha extendido como una mancha de petróleo en todos los sectores y áreas de la sociedad: empresas, universidades, comercio y finanzas como una especie de consecuencia necesaria de la fuerza gravitacional de la banal profesionalización del conocimiento. 

Es precisamente la competencia la que limita los efectos esclerotizantes de la uniformidad, preservando y limitando ciertos espacios, a veces muy amplios, en los que dominan reglas de excelencia y de selección que excluyen la vulgar mediocridad de la que se apodera la estupidez. La buena noticia sería que hasta el reino de los idiotas tiene sus fronteras. 

Pero, ¿qué sucede cuando falta esa inmunidad que proporciona la competencia? ¿O cuando los incentivos son perversos y se altera la naturaleza de esa competencia? En mi opinión, es entonces cuando los mediocres toman el poder y toman el control. Sin frenos, ni restricciones, que limiten su ámbito de actuación, la medianía toma el mando. 

Y si hay un ámbito en el que, de hecho, se ha establecido un modo perverso de competencia que proscribe el talento y devora las virtudes cívicas, favoreciendo una siniestra selección adversa que excluye a los mejores y más preciados del horizonte de posibilidades, es lamentablemente la actividad política. 

El problema no es sólo que esté plagado de incentivos perversos fuera de la compensación tradicional en una actividad profesional. Lo delirante es que se invierte en procedimientos de reclutamiento e incorporación en actividades políticas donde la competencia opera al margen de cualquier tipo de talento, por muy amplio que definamos el concepto, priorizando el conformismo, la lealtad incondicional y las habilidades picardías y astutas de un vulgar artesano. 

La política no es necesariamente el reino de los mediocres, pero hay muchos tontos, ¡perdón!, mediocres, porque está llena de incentivos perversos que favorecen la selección adversa. 

José Ignacio Camiruaga Mieza

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