miércoles, 19 de febrero de 2025

Misereando atque eligendo.

Misereando atque eligendo 

Puede ser fácil hablar de la misericordia, mientras que es más difícil llegar a ser un testigo concreto de ella. Es un camino que dura toda la vida y que no debe tener descanso. Jesús nos dijo que debemos ser «misericordiosos como el Padre» (cf. Lc 6,36). Pero para ser instrumentos de la misericordia de Dios, primero debemos experimentarla, reconociendo nuestros pecados y aceptando su perdón. 

¡De cuántas maneras se expresa la misericordia de Dios! Se nos revela como cercanía y ternura, como compasión y participación, como consuelo y perdón. Cuanto más la recibimos, más estamos llamados a ofrecerla, a compartirla; no puede permanecer oculta o retenida sólo para nosotros. Es algo que enciende el corazón y lo provoca a amar, reconociendo el rostro de Jesucristo especialmente en los más alejados, débiles, solos, confundidos y marginados. 

La misericordia no se detiene: va en busca de la oveja perdida y, cuando la encuentra, expresa una alegría contagiosa. La misericordia sabe mirar a los ojos de cada persona; cada una es preciosa para ella, porque cada una es única. Nunca puede dejarnos desamparados. Es el amor de Cristo el que nos interpela y nos «inquieta», el que nos envía a proclamar la buena nueva de su amor por el ser humano. 

Es un amor que nos alcanza y nos implica hasta superarnos a nosotros mismos, para permitirnos reconocer el rostro de Dios en el de nuestros hermanos y hermanas, si nos dejamos conducir mansamente a ser misericordiosos como el Padre. 

El apóstol Tomás expresó la confesión de fe más sencilla, pero más bella y concisa: «Señor mío y Dios mío», precisamente cuando tocó las llagas del Señor. Una fe que no es capaz de ser misericordiosa, como las llagas del Señor son signo de misericordia, no es fe, sino sólo una idea o una ideología. 

Nuestra fe se basa en un Dios que se hizo carne, que se hizo pecado, que fue herido por nosotros. Si realmente queremos creer, tenemos que tender la mano y tocar esas llagas, acariciar esas llagas, e incluso bajar la cabeza y dejar que otros acaricien nuestras llagas. 

Dejémonos guiar por el Espíritu Santo: Él es el Amor, la Misericordia que se comunica a nuestros corazones. No pongamos obstáculos en su camino, sino sigámosle mansamente por las sendas que Él nos indica. Que la Virgen María dirija a cada uno de nosotros su mirada maternal y nos obtenga un corazón lleno de amor, de ternura y de misericordia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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