Redescubriendo el laicado
Durante
muchos siglos en la Iglesia Católica esa porción del Pueblo de Dios llamada
laicos fue definida de manera exclusivamente negativa.
De
hecho, los laicos no pertenecen a órdenes sagradas ni a comunidades de vida
consagrada y, por tanto, el hecho de no ser ni ministros ordenados ni
religiosos identifica desde hace tiempo a buena parte de los fieles
cristiano-católicos.
El
Concilio Vaticano II fue más allá de esta definición negativa al registrar que
los laicos, mediante el sacramento del bautismo, participan del oficio
sacerdotal, real y profético de Cristo y, por tanto, son protagonistas de pleno
derecho de la misión de la Iglesia a través de una característica singular
reportada en el número 31 de Lumen Gentium: "A los laicos les
corresponde por vocación buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades
temporales y ordenándolas según Dios".
La
inmersión en el mundo que exige la naturaleza secular de los laicos hace que
éstos consagren todo a Dios desde dentro, como la levadura. Como surge del
Concilio Vaticano II, la identidad de los laicos está estrechamente vinculada a
su misión, destinada a generar frutos en la familia, en el trabajo, en la vida
social, política, económica, educativa y cultural: «los laicos, como
adoradores en todo lugar que actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios»
(Lumen Gentium, 34).
El
llamado a cumplir deberes terrenales con la guía del espíritu evangélico hace
de los laicos ciudadanos de la tierra y del cielo. Fieles a ambas ciudadanías,
no pueden ignorar las realidades temporales, pero tampoco pueden disociar el
cielo de la tierra.
El
carácter secular, pues, empuja a los laicos a moverse con discernimiento y
responsabilidad en el mundo para encontrar soluciones a los problemas de la
sociedad y del hombre. Soluciones que los pastores no pueden aportar. En este
esfuerzo el Concilio Vaticano II legitima diferentes puntos de vista en el
plano social, político, cultural, económico y pedagógico siempre que estén
orientados a la búsqueda del bien común y conscientes de la imposibilidad de
exigir el favor exclusivo de la Iglesia.
De
esto deducimos que para los laicos todo lo que constituye la realidad temporal
tiene un valor que debe ser concretado ante Dios: «en todas partes y en todas
las cosas deben buscar la justicia del reino de Dios» (Apostolicam
Actuositatem, 7).
Además,
el Concilio Vaticano II destaca la importancia tanto del apostolado asociado,
muy significativo en cuanto al valor social y cultural del mensaje cristiano,
como de la formación permanente que, además de las cuestiones teológicas y
espirituales, está invitada a acompañar al creyente en temas como la
paternidad, la sociabilidad, las adicciones, la sexualidad, etc.
El
Papa Francisco, hijo de la eclesiología del Concilio Vaticano II, en su
enseñanza insiste en que el Pueblo de Dios camina en la historia incluso antes
de especificar carismas y llamadas particulares. En Evangelii
Gaudium subraya la necesidad de convertirse en una Iglesia en
salida, formada por discípulos misioneros capaces de tomar la iniciativa y
salir a buscar a los lejanos y excluidos.
Para
ello, es urgente establecer un estado de misión permanente, accesible a todos
en términos de lenguaje, estilo, horarios y ausencia –o casi- de organización
burocrático-administrativa. En este plan, los laicos con su
naturaleza secular son los primeros llamados a anunciar y vivir el mensaje del
Evangelio en todas partes. Es una Iglesia extrovertida que ofrece al mundo un
estilo de fraternidad. Esto último requiere un compromiso concreto en
las ciudades y los barrios. Un compromiso que, impulsado por el valor social y
político del amor, forma parte –como recuerda Laudato si’–
de la espiritualidad de todo creyente, especialmente si es laico.
También
en un momento en el que la Iglesia se enfrenta a una crisis relacionada tanto
con los números -las parroquias y los grupos se vacían, los seminarios y las
comunidades religiosas no son tan atractivos como antes, las facultades
teológicas conocen un descenso de las inscripciones…- como con la dificultad de
anunciar y transmitir la fe en el clima cultural actual, es necesario retomar,
rearticular y reactualizar una reflexión sobre el laicado.
Para
ello no podemos ignorar las adquisiciones del Concilio Vaticano II, que no
pueden ni deben seguir siendo conocimientos y saberes teóricos, sino más bien
una práctica de vida y de historia encaminada a renovar las comunidades
creyentes, las parroquias y los grupos eclesiales.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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