Comentario al Evangelio de San Juan 21, 1-19
En la orilla…
A veces nos sentimos como Pedro.
Jesús ha resucitado, por supuesto. Él lo sabe. Corrió al sepulcro, incluso tuvo una aparición privada que Lucas menciona pero de la que nadie habla.
Todo bello, todo cierto. Pero no es para él.
Él está en otro lugar, abrumado por la culpa, perdido como un niño perdido. Decepcionado de sí mismo y de su paréntesis místico. Cayó pesadamente al suelo después de volar alto.
¿Cómo nos sentimos este año asustados por la horrible guerra total (toda guerra es horrible) que está a nuestras puertas y que amenaza todas nuestras certezas?
Jesús ha resucitado. Y también celebramos la Pascua en la Iglesia. Todo cierto y hermoso.
Pero dentro hay un malestar infinito.
Como alguien que renuncia a la vida.
Jesús ha resucitado y está glorioso, vivo, pero él, Pedro, permaneció en aquel patio de aquella casa del Sumo Sacerdote. A aquella traición. Para su vergüenza. Experimentó en primera persona lo lejos que está la fe de ser una roca.
Pedro cree, por supuesto. Pero su fe no puede superar su fracaso.
¡Es Pascua! Pero mi vida sigue enterrada por mis errores o por la suerte o por el miedo, por los miedos. Del duelo o del dolor, de una enfermedad o de mil sombras.
La Pascua es una celebración para otros, para los demás, no para mí.
Del lago…
Pedro ha vuelto a sus raíces. Hacía tres años que no subía a la barca y no trajinaba con sus redes. Regresa y retoma su vida anterior. Como diciendo: fin de la aventura, del paréntesis místico, volvemos a la dura realidad.
Pero tal vez, espero también, el corazón endurecido de Pedro escuchó aquella advertencia que le comunicaron las mujeres: Él os espera en Galilea. Quizás, una vez más, haya un poco de esperanza dentro de él.
Los otros apóstoles lo acompañan con la esperanza de levantarle el ánimo.
Pero en cambio, nada, una pesca infructuosa: el dolor sordo de Pedro también aleja a los peces.
Como nos sucede a nosotros si al anunciar el Evangelio ponemos en el centro el dolor.
Como me pasa también a mí, cuando el mal humor se combina con la desgracia y la ira, el enfado y la depresión.
Haber conocido al Señor no basta para tener una vida nueva; el hombre viejo siempre nos hace compañía y, a veces, prevalece. Así como el desánimo y el miedo triunfan.
Pero Jesús, como suele suceder, espera a Pedro al final de la noche.
Jesús siempre nos espera al final de la noche.
Cada tarde. Él nos está esperando en la orilla.
Amigos…
El clima es pesado. Nadie dice una palabra mientras vuelven a colocar las redes.
Un silencio roto sólo por esa persona molesta que se acerca a charlar y pregunta por pesca. Nadie tiene ganas de hablar, la espalda encorvada, la cabeza gacha, el corazón seco y sangrante.
Pero esa pérdida de tiempo persiste, sólo que la persona equivocada en el momento equivocado.
Como nos pasa cuando queremos ahogarnos en el dolor y tenemos que enfrascarnos en una conversación inútil y frívola.
Hasta que…
“Zarpad y echad vuestras redes”, dice el extraño entrometido y sabelotodo.
Todo el mundo se detiene. Andrés mira a Juan, quien mira a Tomás, quien mira a Pedro.
¿Cuál es tu excusa? ¿Qué ha dicho? ¿Qué hay que hacer?
Las mismas palabras pronunciadas por el carpintero de Nazaret, tres años antes.
Nadie dice palabra, zarpan de nuevo, echan las redes al lado débil y sucede.
Nadie se atreve a hablar. Pero ellos lo saben.
Es él…
Los peces…
Se acercan, nadie dice palabra. Saben que es Él. No se atreven a decirlo, no se atreven a pensarlo, pero lo saben. Jesús les pide que vayan a buscar algunos peces que acaban de pescar.
Él quiere involucrarlos, no lo hace todo Él mismo, los anima a confiar en sí mismos.
Y es Pedro quien va. Los que estudian la Biblia nos dicen que la comunidad de Juan, muy carismática, entendió que no basta el carisma, se necesita una estructura, puntos de referencia. Así pues, Pedro es el protagonista de este fragmento del Evangelio añadido al final del texto joaneo.
Toma los peces. Ciento cincuenta y tres, anota el evangelista, sin que se rompiera la red. Quizás el número de especies de peces presentes en el mar según los judíos, como señala San Jerónimo. Como si dijera que la Iglesia contiene todas las diversidades que son riqueza sin que la red se rompa.
Y es Pedro quien la arrastra.
Por así decirlo, cuando pensamos en la magnífica e impecable Iglesia, un poco a nuestra imagen y semejanza.
Ámame, Pedro
El silencio, ahora, está preñado.
Jesús se comporta con naturalidad, bromea, ríe, come con ellos.
Después intenta el todo por el todo y lleva a Pedro aparte.
La última vez que se vieron fue en el Sanedrín.
"¿Me amas, Pedro?"
"¿Cómo puedo amarte, Maestro? ¿Cómo me atrevo todavía a decírtelo? ¿Cómo puedo?" piensa Pedro.
“Te quiero”, responde Pedro.
"¿Me amas, Pedro?"
"Basta, basta Señor, sabes que no soy capaz, ¡basta!" piensa Pedro.
“Te quiero”, responde Pedro.
"¿Me quieres, Pedro?"
Pedro ahora está en silencio. Está conmocionado, una vez más. Es Jesús quien baja el listón, es Él quien se adapta a nuestras necesidades. Pedro tiene un nudo en la garganta. A Jesús no le importa la fragilidad de Pedro, ni su traición, no le importa si no está a la altura, no le importa si no es capaz.
Él sólo le pide a Pedro que lo ame lo mejor que pueda hacerlo.
“¿Qué quieres que te diga, Maestro? Tú lo sabes todo, tú me conoces, tú sabes cuánto te amo”.
El Señor sonríe ahora.
Él sonríe. Pedro está preparado: sabrá ayudar a sus hermanos pobres ahora que ha aceptado su pobreza, será un buen Pastor. El Señor sonríe y le dice: «Sígueme».
Es hora de irnos. Es tiempo de creer.
Ahora también es Pascua para él.
Ahora también es Pascua para nosotros.
Sepamos que somos amados.
No lo dudemos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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