¡Sígueme!
Siguiendo en la contemplación de las manifestaciones del Resucitado, nos encontramos con el capítulo 21 del Evangelio según Juan, una especie de apéndice a todo el texto. En los días posteriores a la Pascua, Pedro toma la iniciativa de ir a pescar, acción simbólica que alude a la misión: el discípulo amado, como los otros cinco que están con Pedro en la orilla del lago, se adhieren a su decisión y lo acompañan. ¿Es un regreso a la anterior vida antes del llamado de Jesús? No lo sabemos…
En todo caso, la barca de la Iglesia se dirige hacia el mar y Pedro la conduce hacia aguas profundas, como una vez por orden de Jesús (cf. Lc 5,4). “Pero aquella noche no pescaron nada”: no basta que Pedro dirija la pesca, es necesario que esté también el Señor. «Sin mí nada podéis hacer nada» (Jn 15,5), había afirmado.
Jesús resucitado está efectivamente presente en la orilla del lago, pero los discípulos no son capaces de reconocerlo, todavía envueltos en la oscuridad de la incredulidad. Al ver que su pesca no tiene éxito, les dirige unas palabras que les remontan al principio: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Obedecen su orden sin demora, con el resultado de que ya no pueden tirar de la red debido a la enorme cantidad de peces.
Es entonces cuando el discípulo amado, con la intuición del corazón, grita: “¡Es el Señor!”. Al oír esta confesión de fe, Pedro se siente lleno de vergüenza y, cubriendo su desnudez, se arroja al agua, mientras los demás llegan a la orilla en la barca. Al llegar, todos ven un fuego de carbón con pescado encima y un poco de pan. Aunque les precedió, Jesús pide a sus discípulos que compartan con Él el fruto de su pesca: ciento cincuenta y tres peces grandes, tantos como las especies entonces conocidas, para indicar la universalidad de la Iglesia. Pero la red no se rompe, como no se rasgó la túnica de Cristo en la hora de la crucifixión (cf. Jn 19, 23-24)…
Al final de la comida, en la que el Señor Jesús se hizo nuevamente servidor de sus discípulos, se dirige a Pedro llamándolo por el nombre que tenía antes de su vocación, al que había vuelto después de su negación. Y lo hace planteándole una pregunta concreta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que todas estas cosas?” Tres veces Pedro –lo sabemos– había negado conocer a Jesús, y ahora tres veces el Señor lo interpela, hasta el punto que el apóstol, entristecido por esta insistencia, responde: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo».
Es el desbordamiento de un corazón herido, parecido al llanto amargo que recuerdan los evangelios sinópticos en la noche de la traición (cf. Mc 14,72), pero aquí unido a una confesión de amor. El Resucitado luego lo rehabilita, llamándolo tres veces a ser el pastor de sus ovejas: la negación se envuelve en misericordia, y Simón vuelve a ser Pedro, la Roca de la Iglesia.
Jesús finalmente revela a Pedro el futuro que le espera, refiriéndose a algunas palabras pronunciadas durante la Última Cena. Durante el lavatorio de los pies le había dicho: «No entiendes ahora, lo entenderás más tarde» (Jn 13,7); y también: «A donde yo voy, no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde» (Jn 13,36).
Ha llegado el tiempo de revelar el tiempo y el camino de este seguimiento: “Cuando eras más joven, te ceñías tú mismo, e ibas adonde querías; pero cuando seas mayor, extenderás tus manos, y otro te ceñirá, y te llevará adonde no quieras”. Pedro glorificará a Dios aceptando ser conducido allí donde no hubiera querido ir: al martirio, cuando derramará su sangre para testimoniar su fidelidad a Cristo... Y así resuena para él, una vez más, la llamada original del Señor, en una palabra única y decidida: «¡Sígueme!».
Nos podemos fijar en las palabras finales del Evangelio: «Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las escribió; y sabemos que su testimonio es verdadero. Y hay también muchas otras cosas que hizo Jesús, que, si se escribieran una por una, supongo que el mundo no podría contener los libros que se escribirían». (Jn 21,24-25).
El autor de Juan 21 –mensaje de las comunidades que remiten al “discípulo amado” dirigido a los demás que remiten a la autoridad de Pedro (cf. Jn 20,20-23)– quiere ante todo autentificar su testimonio. Recordemos entonces que ya advirtió el sabio: “Libros y libros se escriben sin fin, y el demasiado estudio cansa el cuerpo” (Eclesiastés 12,12). Por eso nos invita a no exagerar con los libros sobre Jesús: comencemos leyendo y meditando los Evangelios, no sería poca cosa...
Pero sobre todo, es consciente de que la vida de Jesús (que no escribió nada, ¡no lo olvidemos!) va mucho más allá de cualquier libro que pueda escribirse sobre Él. Por eso el mundo no sería suficiente para contener los libros que hablan de Él: porque su vida fue un signo vital mucho más poderoso que cualquier signo escrito.
De este modo nos recuerda también que no todos los recuerdos sobre Jesús fueron puestos por escrito: sólo lo esencial «para que, creyendo, tengamos vida en su nombre» (cf. Jn 20,31).
Y esto vale para todos los Evangelios. También para el San Juan que, no por casualidad, termina con la última palabra dirigida por Jesús a Pedro: «Sígueme». Es así como, cada uno con su seguimiento personal, podemos escribir junto a él las páginas del libro de nuestra vida, una huella de su paso en las líneas siempre sorprendentes de nuestra biografía.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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