Dios ama primero, ama perdidamente, es decir, sin condiciones
¿Cuál fue la culpa de aquellos dieciocho muertos en la torre de Siloé? ¿Y los tres mil de las Torres Gemelas? Y los sirios, las víctimas y los enfermos, ¿son acaso más pecadores que los demás? La respuesta de Jesús es clara: dejar de imaginar la existencia como una sala de tribunal. No existe ninguna relación entre la culpa y la desgracia, entre el pecado y la enfermedad. La mano de Dios no siembra muerte, no desperdicia su poder en castigos.
Pero si no os arrepentís, todos pereceréis. Es una sociedad entera la que necesita ser salvada. De nada sirve contar lo bueno y lo malo, hay que reconocer que es todo un mundo el que no funciona, si la convivencia no se construye sobre otras bases, y no la deshonestidad erigida como sistema, la violencia del más fuerte, la arrogancia del más rico.
Nunca antes hemos comprendido que todo en el mundo está íntimamente conectado: si hay millones de pobres sin dignidad ni educación, el mundo entero se verá privado de su aporte, de su inteligencia. Si la naturaleza sufre, el hombre también sufre y muere.
El llamado sincero y total de Jesús desciende sobre todos: Amaos los unos a los otros, de lo contrario os destruiréis unos a otros. El Evangelio está todo aquí. Sin esto no habrá futuro.
La seriedad de estas palabras se contrasta con la confianza en el futuro de la parábola de la higuera: durante tres años el dueño ha esperado en vano el fruto, y por eso hará cortar el árbol. En cambio, el agricultor sabio, sabiendo que es un “futuro de corazón”, dice: “Solo un año más de trabajo y disfrutaremos del fruto”. Dios es así: un año más, un día más, un sol más, lluvia, cuidado porque este árbol es bueno. Este árbol, que soy yo, dará fruto.
Dios campesino, inclínate sobre mí, sobre este pequeño campo mío, donde has sembrado tanto para recoger tan poco. Aún queda otro año para mis tres años de inutilidad; envía gérmenes vitales, sol, lluvia, confianza. Porque para Ti cuenta más el fruto posible mañana que mi inutilidad de hoy.
"Ya veremos, quizá el año que viene dé frutos". Quizás éste sea el milagro de la fe de Dios en nosotros. Él cree en mí incluso antes de que yo diga que sí. El tiempo de Dios es anticipación, el suyo es un amor preventivo, su misericordia anticipa el arrepentimiento, la oveja perdida es encontrada y recogida cuando todavía está lejos y no vuelve, el padre abraza al hijo pródigo y lo perdona antes de que abra la boca.
Dios ama primero, ama perdidamente, ama incondicionalmente. Amor que consuela y urge: “Quien te ama de verdad te obliga a ser lo mejor que puedas llegar a ser” (R. M. Rilke). Tu confianza en mí, Señor, es como una vela que me empuja hacia adelante, hacia la profecía de un verano feliz y de frutos: si tardo, espérame, porque lo que tarda seguramente vendrá (Hab. 2,3).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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