El Concilio de Nicea (y de Constantinopla) y
su credo
“Ha
parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros” (Hch 15,28) implicaba el
reconocimiento de una Iglesia formada por judíos que se sabían “cristianos”,
pero que interpretaban la Torá como todos, aunque la leyeran a la luz del
pensamiento no excluyente de Santiago que, confiando en la Palabra nueva (“para
que también los demás hombres busquen al Señor, y todos los gentiles sobre los
cuales es invocado mi nombre, dice el Señor que hace estas cosas” (Hch
15,17-18), se abría a los paganos.
En aquella
carta comunitaria (Hch 15,23-29) los Apóstoles nos enseñan a superar el
constante analfabetismo de los creyentes de tal manera que no descansemos
tranquilos en el reconocimiento simplista de un Dios trascendente y en la
obediencia conformista a la Iglesia.
Los Apóstoles
y los ancianos de la comunidad de Jerusalén, de hecho, proclaman: «Ha
parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros». ¿Declaración audaz? Hoy
en día, aunque parezca extraño, parece que sí. De
hecho, contra cualquier sumisión al dogmatismo: las iglesias del dogma son
aquellas que se defienden de los asaltos y sobresaltos del Espíritu Santo.
Y tal vez es
aquella una declaración que en nuestro tercer milenio nos invita a tomar
conciencia de que el sistema del cristianismo inmóvil está irreversiblemente
acabado: la de también debe ser liberada para llegar a ser verdaderamente más
evangélica. Mantenerla inalterada cuando una comprensión y formulación ya no
son elocuentes, aunque sean tradicionales, pone en riesgo también el presente
de su relevancia y el futuro de su significatividad.
Y creo que con
motivo del aniversario del Concilio de Nicea, Primer Concilio Ecuménico de la
Iglesia cristiana, se puede afrontar una nueva reforma en este siglo XXI. En
particular, la reforma del “credo” cristiano.
El Concilio de
Nicea pasó ciertamente a la historia por la condena de la herejía de Arrio –que
negaba la divinidad de Jesucristo visto como hombre nacido normalmente de mujer
y luego adoptado de modo especial por Dios, cuya naturaleza divina es única–,
pero también por el extraordinario esfuerzo de inculturación que realizó la
comunidad cristiana. La escuela de Alejandría (la de Clemente y Orígenes) y
luego los Padres de la Iglesia del siglo IV (Atanasio, Basilio, Gregorio
Nacianceno y Nisa, Agustín) ya habían reelaborado y expresado la doctrina
cristiana utilizando categorías propias de la filosofía, en particular de la
griega.
La síntesis de
ese largo compromiso se encuentra expresada en el Credo
niceno-constantinopolitano que recitamos cada domingo en la Misa. Un trabajo de
“inculturación”, en un tiempo en el que el cristianismo no era todavía la
religión del Imperio, precioso y fundamental y que perduró durante muchos
siglos. Una seria comparación que tradujo el Evangelio en formas, lenguajes y
símbolos comprensibles para los contemporáneos y que llevó, después de un
difícil y complejo proceso cultural y teológico, a Nicea y a los concilios
posteriores (Éfeso en el 431 y Calcedonia en el 451) a proclamar a Jesucristo
"verdaderamente Dios y verdaderamente hombre".
Sin embargo, cada vez me pregunto hasta qué punto las formulaciones que se
utilizan hoy en día son comprensibles para quienes las recitan. “Dios de Dios,
Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la
misma naturaleza que el Padre, por medio de quien fueron hechas todas las
cosas”.
Verdades poderosas de fe expresadas con formulaciones – homoousios, physis,
ousia, hypostasis – que ya no convencen a la conciencia creyente contemporánea.
No quiero decir que no sean importantes, ni mucho menos. Pero ya no hablan al
cristiano que asiste a la Misa del domingo (y, quizá, menos aún a quien no va a
Misa).
El credo niceno necesita ser reexaminado, subrayando sus vacíos de
significado que, si uno se da cuenta a pesar de la repetitividad pasiva de la
“recitación”, son verdaderamente desconcertantes: no hay memoria de la vocación de Israel; que Dios sea el creador no es
suficiente; falta la palabra amor; la profecía se limita a un tiempo pasado
(“habló por medio de los profetas”); la representación de Jesús se limita a un
“nació, murió, fue sepultado” sin recordar que vivió, llamó, sanó, que todavía
nos salva; la predicación de Jesús del Reino de Dios;…
No es ningún
secreto que a veces se intentan innovaciones litúrgicas y que algunas están
inventando nuevas fórmulas para definir el objeto de la fe de la comunidad: la
creatividad siempre es positiva, pero seguramente no la anarquía.
El aniversario
del Concilio de Nicea del año 325 d.C., cuando los obispos –e indirectamente
los que no estábamos allí– “pensaron bien” las palabras del Credo. Con todo, la
distancia del tiempo, 1700 años no pasan en balde, nos ayuda a caer en la
cuenta también de que seguramente el Espíritu Santo no quería quedar preso para
siempre en un bloque dogmático por más de que fuera sistemático y definido.
La comunión de los creyentes con la Iglesia y, también a través de ella,
con el Espíritu Santo no es sinónimo de una eterna convención que obliga a los
fieles a permanecer atados de formulaciones (no digamos de costumbres,
prescripciones,… rituales) sólo en apariencia definitivas, es decir,
irreformables. La Iglesia cristiana –y para que no sea un factor
agravante del inmovilismo– está llamada seguir las mociones del Espíritu Santo
a la hora de re-pensar y re-formular las formulaciones de su fe sin renunciar a
la inteligentia y
a la parresía.
La formulación
del credo no es sólo una cuestión del siglo IV como tampoco lo es de la sola
Iglesia sino también del siglo XXI y de cada uno de los creyentes de tal manera
que, cuando se proclama el símbolo de la fe, se ayude realmente a sentir su
autenticidad si es que la formulación de la fe es como un organismo cultural vivo
y habita el crecimiento evolutivo de la humanidad.
Los principios
del credo niceno (y constantinopolitano) siguen apareciendo como puntos de
referencia de certezas consoladoras, pero se han vuelto opacos por falta de
oxigenación en un credo de verdades inmutables de la fe, pero ya no legibles
por las generaciones que en lo concreto de la vida han llegado a utilizar
lenguajes ya no compatibles con la fijeza "ejemplar" de aquella
formulación dogmática.
Teológicamente,
en el Concilio de Nicea parecía justo resolver los problemas de la humanidad de
Cristo (¿nacido, creado o generado por Dios?) y de su naturaleza (o incluso
sustancia, esencia, persona) y no sin dificultad se llegó a un acuerdo
doctrinal que fue declarado válido para todos por el Emperador Constantino,
bajo pena de exilio para los opositores: como siempre, los dogmas tienen una
historia, que quizá no agrada al Espíritu Santo (ni a nosotros) para siempre…
Hoy el futuro del cristianismo no sé si sigue necesitando la misma
formulación de Nicea (y de Constantinopla). ¿Qué acto de traducción necesitaría
el credo si éste no es inmutable? ¿Qué formulación de la fe requeriría un
presente y un futuro diferentes a los del siglo IV? ¿Qué nuevas necesidades de
espiritualidad, de formulación, de práctica,…, cristianas tiene hoy la Iglesia
y debe afrontar con la misma ‘inteligentia’ y ‘parresia’ con que la Iglesia
"acogió" a los paganos?
Dentro de unos
meses se cumplirán los 1.700 años del Concilio de Nicea. En su momento (allá
por el 28 de enero de 2024: https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2024-06/papa-francisco-audiencia-delegacion-patriarcado-viaje-nicea-2024.html) el Papa Francisco manifestó su deseo de viajar a Nicea con Bartolomé I,
Patriarca de Constantinopla, como una gran señal histórica, también de
profecía, al lugar del Primera Sínodo Ecuménico de la misma y única Iglesia.
¿Será aquél otro momento de aquel “ha parecido bien al Espíritu Santo y a
nosotros” -Hch 15,28- en el que se realice una nueva formulación más evangélica
del símbolo cristiano de la fe?
La fractura entre fe y cultura fue definida por Pablo VI como "el
drama de nuestro tiempo". Y, de hecho, el
principal nudo que hay que desatar hoy en la evangelización del mundo
contemporáneo es la nueva relación entre fe y cultura, que estamos llamados a
establecer dentro de la sociedad secularizada y pluralista.
En esta
relación entre fe y cultura - desafío para la Iglesia de todos los tiempos si
quiere renovar creativamente la fidelidad al Evangelio - la cuestión del
lenguaje es decisiva. Lo que se necesita –y, si somos honestos, debemos
reconocerlo– es una nueva reformulación del símbolo cristiano con respecto a un
mensaje siempre más evangélico.
P. Joseba
Kamiruaga Mieza CMF
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