Las señales de la pasión en un rostro transfigurado, desfigurado, resucitado, glorificado
Si hay un hecho histórico innegable sobre la Sábana Santa, es que generaciones de cristianos han visto en ella un venerable «icono» capaz de relatar el rostro santo de Jesús en su pasión y muerte. En ese sudario se puede ver un vínculo inseparable con la historia humana de Jesús de Nazaret, pero también con la fe en Él como Hijo de Dios, es decir, con su ser, según la antiquísima definición del Credo, «verdadero Dios y verdadero hombre».
Además, los evangelistas prestaron especial atención al rostro de Jesús al relatar su pasión.
Como siempre, Jesús buscó que su rostro fuera expresión de toda su vida de Hijo, por eso Lucas señala que «al cumplirse los días de su asunción, Jesús endureció su rostro para ir a Jerusalén» (Lc 9,51). La suya fue una decisión sin retorno ni arrepentimiento posibles, un viaje hacia un destino preciso, «el éxodo que había de hacerse a Jerusalén» (Lc 9, 31). Aquel rostro orientado y endurecido era tan visiblemente elocuente que los samaritanos, al darse cuenta de que Jesús iba a Jerusalén, no quisieron recibirle (cf. Lc 9,53).
El rostro de Jesús se endureció en vista de la pasión que le esperaba. Y he aquí que, en la pasión, su rostro cae al suelo (cf. Mt 26,39) cuando está postrado y, de la oración ardiente, pasa al decaimiento, a no mantenerse ya erguido.
Así comienza la desfiguración de su rostro y de toda su persona. Los evangelistas son muy precisos: tristeza, miedo, angustia son el inicio de su pasión en Getsemaní, el comienzo de su camino hacia la muerte, verdadera agonía en la que «el sudor de su rostro se convirtió en gotas de sangre que corrían hasta el suelo» (Lc 22,44): un rostro cada vez más difícil de soportar, de ver.
Y tras su captura e interrogatorio por el Sumo Sacerdote, que terminó con el veredicto: «¡Es culpable de muerte!» (Mt 26,66), su rostro es cubierto con un velo, abofeteado, escupido, golpeado, para ser escarnecido: si Jesús es profeta, podrá decir quién le golpeó, podrá adivinar quién le escupió en la cara.
Así que Jesús, con el rostro cubierto y torturado, ya no tiene rostro: es “aprósopos”, “sin rostro”, como los esclavos, es res, una cosa, en manos de los violentos y de sus enemigos. Los que lo vieron se quedaron sin habla: era increíble lo que veían, un acontecimiento que nunca se había contado, nunca se había oído...
Un hombre sin rostro ni belleza, un rostro que no atrae nuestra mirada, que no seduce, sino que exige que ante él, tan desfigurado, nos tapemos la cara; despreciado, golpeado, humillado, no abre la boca, como un cordero mudo que va camino de ser matado. Ese hombre, Jesús, en su pasión, es la realización, la encarnación del anónimo Siervo del Señor esbozado por el profeta Isaías.
«Ecce homo!» (Jn 19,5), dirá Pilato al presentarlo a la multitud, declarando así objetivamente -más allá de toda su comprensión- que Jesús es el hombre por excelencia, el hombre con el que Dios se complace porque vive el amor simultáneamente con la enemistad y la violencia sufridas, vive la no violencia y el silencio simultáneamente con la blasfemia y el grito que lo llevan a la muerte. Es el hombre pobre, sin rostro, por tanto esclavo, el hombre víctima en la historia de todo poder.
«Ecce Deus!», podrían decir quienes leen con fe la profecía de Isaías cumplida en la pasión de Jesús. Aquí está el Dios que se despojó de sí mismo, «aniquilado», para usar el lenguaje paulino del himno inserto en la Carta a los Filipenses.
He aquí a Dios en el hombre sin rostro: el no rostro de los no rostros, un hombre hambriento, un hombre sediento, un hombre enfermo, un hombre perseguido, un prisionero, un extranjero que está ante nosotros, y debemos decidir nuestra relación con él; y al decidir nuestra relación con él, la víctima, la decidimos con Cristo mismo: «Tuve hambre, ... tuve sed, ... estuve enfermo, ... estuve en la cárcel...» (cf. Mt 25, 31-46).
Esta desfiguración es el polo opuesto de la transfiguración: allí belleza, aquí fealdad, allí esplendor aquí humillación, allí gloria aquí vacío. Jesús se ha convertido ahora en oración, y su rostro ensangrentado, coronado de espinas, escupido, hinchado por los golpes, está ahora en la cruz dispuesto a lanzar su último suspiro, a entrar en la muerte. Un rostro que seguirá velado en el sepulcro por el sudario, la sábana, las vendas, a la espera de que el rostro de Dios se ilumine y lo resucite de la muerte...
Así, el rostro humano de Jesús, ese rostro recibido de su madre María y por el poder del Espíritu Santo, ese rostro contemplado desde su nacimiento en Belén, ahora también conoce la muerte, el final.
Un rostro que ningún hombre volverá a ver después de aquel día, día de la muerte y sepultura de Jesús; un rostro consignado a la tierra, como le sucede a todo hombre. Pero al amanecer del tercer día, he aquí que el Resucitado se presenta de nuevo con un rostro, pero ya no es el rostro físico que todos los testigos habían conocido anteriormente.
Ahora es un rostro de gloria, un rostro espiritual, con rasgos diferentes, y a los discípulos les cuesta reconocerlo: el rostro de un caminante de Emaús (cf. Lc 24,13-35), el rostro de un jardinero de la Magdalena (cf. Jn 20,11-18), el rostro de un pescador en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21,1-14). El rostro glorificado es plural, expresa varios rostros aunque sea el rostro de Jesús de Nazaret y de nadie más: como en la transfiguración también en la resurrección su rostro «se hizo otro» (Lc 9,29).
Y así ese rostro volvió a ser invocado y deseado como el rostro del amado, del Señor vivo. No hay huellas del rostro de Jesús de Nazaret, no hay retratos, pero en este deseo de verlo aparecieron signos de ese rostro: en el velo de una mujer que, al encontrarse con Jesús camino de la cruz y querer limpiarle el rostro, vio la huella del rostro de Jesús en ese velo: verdadero icono-Verónica, verdadera imagen y efigie de Jesús; en las pinturas de todos los tiempos que han buscado la verdadera imago para ofrecerla a los cristianos para su contemplación; y, de forma única y humanamente enigmática, en la Sábana Santa, testimonio de la fe de quienes cada día repiten: «Tu rostro, Señor, busco. ¡No me ocultes tu rostro!».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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