La deriva transatlántica
Europa continúa su loca carrera y se rearma. ¿UE? Tendremos que llamarlo AE: Arsenal Europa…
Ursula von der Leyen ha lanzado su plan «Rearmar Europa» con una cifra que corta la respiración: 800.000 millones de euros destinados a la industria armamentística. Una suma colosal que se detrae del gasto social mientras los hospitales se hunden, las escuelas colapsan y noventa y cinco millones de europeos viven al borde de la pobreza. Esta es la realidad que se esconde tras la retórica de la seguridad colectiva.
¿Protestar hoy para restaurar la fuerza de Europa? ¡Por favor! Las plazas sólo deberían llenarse (para tener sentido) para un único grito: di NO A LA GUERRA que en este momento significa también decir NO a la Europa beligerante y belicista de Ursula von der Leyen.
Quien, por cierto, creo que no ha pronunciado ni una palabra (¡una!) por el genocidio en curso en Gaza. Durante los últimos días y a pesar de una tregua muy frágil se han producido 300 muertos. Herodes sigue su carrera, pero ¿cómo podría darse cuenta de esto Úrsula, ocupada como está armándose hasta los dientes?
Bendito y bienaventurado sea siempre el hombre que busca la Paz. Pero si no tiene memoria de haber sembrado también la semilla de la Guerra, será obvio que se trata de una farsa despreciable. Es cierto lo que dijo Henry Kissinger: «Estados Unidos no tiene amigos ni enemigos permanentes: sólo tiene intereses».
Si no fuera para llorar, sería para reír. Pero no hay más que llorar. Europa sigue sin darse cuenta de que seguir apoyando la guerra es una locura. La guerra no es más que la enésima demostración de que la diplomacia ha muerto, sustituida por un cinismo brutal que ya no necesita máscaras. Mientras las cancillerías europeas tiemblan y esperan instrucciones de Washington, el continente se desliza hacia un destino ya escrito: ser carne de cañón en una guerra que no le pertenece, ser campo de batalla de intereses que no son los suyos.
Y cuando haya caído la última bomba, cuando haya muerto el último soldado, Europa descubrirá que ha sido desmembrada no por sus enemigos, sino por los que llamaba aliados. Un sacrificio necesario, calculado y aceptado en silencio por unos dirigentes sin carácter que prefirieron arrodillarse antes que arriesgarse a mantenerse en pie.
Detrás de estas escaramuzas teatrales se esconde una verdad que nadie se atreve a pronunciar: Europa no es más que un peón prescindible en el gran tablero geopolítico mundial. Este deterioro de las relaciones entre Washington y Kiev no es un incidente diplomático, sino un acto más de un guion escrito con meticulosa precisión por manos invisibles que mueven los hilos del poder mundial.
Europa, antaño el corazón palpitante de la civilización occidental, se ve ahora reducida a un cadáver político que respira artificialmente gracias a la máquina de la hegemonía estadounidense. Los dirigentes europeos, patéticas marionetas en un teatro de poder que se eleva por encima de ellos, ya han firmado en silencio su condena: ser un campo de batalla entre los verdaderos gigantes mundiales: Estados Unidos, Rusia y China.
La balcanización planificada de Europa no es accidental, sino metódica. Un continente fragmentado, débil y dependiente nunca volverá a ser una amenaza para la hegemonía estadounidense ni una tentación para el expansionismo ruso o la influencia económica china. La verdadera partida se juega en otra parte, entre gigantes que utilizan Europa como campo de batalla sin arriesgar nada en sus propios territorios.
Mientras tanto, trato de consolarme, como siempre ocurre cuando uno se siente solo. Me refiero inevitablemente a aquel tipo que, hace muchos años, acabó en una cruz, mucho más solo que yo. Desde entonces, los que van tras Él no pueden quejarse de ser tratados como Él.
El cristiano, en efecto, es «paroikos», alguien «que habita como extranjero o exiliado: residente, huésped, forastero» -así dice el diccionario de griego del Nuevo Testamento-. Es una afirmación que se encuentra en la carta a Diogneto, un documento de autor desconocido, que posiblemente data de la segunda mitad del siglo II. En otras palabras, el cristiano, frente a la compañía inmotivada -con la cultura secular cuyos valores no comparte- debe llegar a preferir la soledad motivada -porque convivió con el hombre del Gólgota-.
Mientras tanto, una nota final y necesaria.
Aunque sea un forastero, un extranjero, de paso, el cristiano vive, sin embargo, en la ciudad que lo acoge y toma nota, honestamente, como ciudadano de esa ciudad, de las leyes que la rigen. De la ciudad -es decir, de la sociedad en la que vive- sólo pide que no se le obligue a creer y a hacer las cosas que la ley permite y que él no puede creer ni quiere hacer. Sólo eso pide y eso le basta.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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