jueves, 6 de marzo de 2025

La escucha del Hijo.

La escucha del Hijo 

Si el primer Domingo de Cuaresma nos mostró a Jesús confrontado a la tentación, cara a cara con Satanás en la soledad del desierto, el segundo nos presenta a Jesús que en el monte Tabor, junto a los tres discípulos más cercanos a Él, experimenta la transfiguración de toda su persona, hecho partícipe de la gloria luminosa del Padre. 

En el camino cuaresmal, la Transfiguración de Jesús indica la meta a la que tiende dicho camino: la resurrección, acontecimiento pascual del que la Transfiguración es anticipación y profecía. Bajar y subir no deben, sin embargo, oponerse de manera esquemática, sino más bien recordarse mutuamente. 

Inmediatamente después de recibir la confesión de Pedro, que lo proclamó con fe como el Mesías, Jesús hizo el primer anuncio de la necesidad de su pasión, muerte y resurrección (cf. Lc 9, 18-22). E inmediatamente después de esta revelación, «unos ocho días después», se produce el acontecimiento de la Transfiguración, que tiene una función precisa: atestiguar que Jesús es verdaderamente el Mesías, como había proclamado Pedro; pero también para atestiguar que su mesianismo, su gloria, contiene su pasión y muerte como necesidad humana y divina. Siempre en libertad y por amor. 

Jesús había anunciado la llegada del Reino de Dios, había anunciado también que algunos de sus discípulos verían el Reino de Dios antes de morir (cf. Lc 9,27). Y así sucede. Jesús toma consigo a tres de sus discípulos, Pedro, Juan y Santiago, y sube a la montaña a orar, para encontrar luz en el camino que le espera. 

Y he aquí, durante la oración, la manifestación de la gloria de Dios en su carne, en su persona: la transformación de su rostro que se vuelve resplandeciente, la transformación de sus vestidos que se vuelven deslumbrantes. ¿Es Jesús algo más? No, es el hombre Jesús de Nazaret, pero se le ve, se le contempla en su gloria, en su vínculo con el Padre. 

En esa luz que Dios da a Jesús y a los discípulos, aparecen Moisés y Elías, la Ley y los Profetas, las Sagradas Escrituras que contienen la Palabra de Dios, como confirmación del camino de Jesús y luz para los discípulos. Moisés y Elías narran la necesidad del éxodo de Jesús: en un mundo injusto, si el hombre justo quiere permanecer dentro de la lógica de la justicia y del amor, no puede sino aceptar ser rechazado. Si el discípulo ha visto la luz de Cristo con los ojos de la fe, entonces está capacitado para resistir, para vivir la paradoja del Evangelio. Y todo esto en la dinámica de la oración, una dimensión en la que tanto insiste el Evangelio según Lucas. 

Jesús y sus discípulos subieron al Tabor y subirán juntos al monte de los Olivos (cf. Lc 22,39-46) para orar juntos. Los discípulos vieron la gloria de Jesús en el Tabor porque permanecieron en oración. Sin embargo, no supieron contemplar a Jesús en el Monte de los Olivos y seguirlo hasta el Gólgota porque aquella noche no sabían orar. 

Lucas escribe que en ambas situaciones los discípulos estaban oprimidos por el sueño (cf. Lc 9,32; 22,45), pero en el Tabor se mantuvieron despiertos para orar y vieron la luz, la gloria de Jesús. En el monte de los Olivos, por el contrario, no pudieron permanecer en guardia, a pesar de que Jesús los había llamado a orar con Él, y entonces decidieron interrumpir el seguimiento, huir y renegar del camino que habían recorrido junto a Él. 

En este camino cuaresmal, que nuestra oración sea como la de Jesús: escucha de la Palabra de Dios contenida en las Escrituras, que se convierta en conversación con Aquel que está vivo en Dios, Moisés y Elías. En esta oración Jesús encuentra la confirmación de su propio camino, ahora orientado hacia la pasión, muerte y resurrección, y lo ve en continuidad con la historia de salvación realizada por Dios con su pueblo. Que en esta oración, se nos conceda renovar nuestra fe en la voz de Dios que repite cada día en nuestros corazones: “Este es mi Hijo, mi Elegido; ¡Escúchalo!”. 

El gran mandamiento dado a Israel: “¡Escucha, Israel!” (Dt 6,4), resuena ahora como: «Escuchad al Hijo», la Palabra hecha carne en Jesús (cf. Jn 1,14), el hombre en quien las Escrituras encuentran su cumplimiento (cf. Lc 24,44). ¡Aquí está la esencia de nuestra fe! 

Este es el camino para permanecer tras las huellas de Jesús, seguros de que nuestra lucha diaria, sostenida por la oración, se abrirá a la luz de la resurrección y de la vida eterna. Y confiando en la promesa de Jesús: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la salvará» (Lc 9,24). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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