La última tentación de Cristo
En la Iglesia comenzamos el tiempo de Cuaresma previo a la Pascua con el rito de la ceniza, acompañado de las palabras: “Conviértete y cree en el Evangelio” o “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”.
Esta ceremonia y estas palabras nos confrontan con nuestra fugacidad, con nuestra muerte. Se trata, pues, de algo similar a los antiguos ritos de iniciación, en los que el enfrentamiento con la muerte significaba la iniciación a la edad adulta. Después de todo, quizá éste fuera el significado del rito del sacrificio de Isaac.
En este momento histórico nos encontramos ante la muerte que está destinada a llevarnos a la edad adulta, a la madurez, a la responsabilidad. Las cenizas son también iniciación a la madurez.
Comenzamos la Cuaresma con la conciencia de la muerte y la fugacidad. Al final de la Cuaresma celebraremos la gran noche del triunfo sobre la muerte y el miedo a la muerte, cuando podremos preguntarnos: “Muerte, ¿dónde está tu victoria?” La Sagrada Escritura nos dice: “Por temor a la muerte vosotros estabais sujetos a su servidumbre”. Pero estamos llamados a la libertad, incluso a la libertad del miedo. La tarea de la Cuaresma es una transformación interior, una oportunidad de liberación, de recreación.
El relato figurativo de la creación del hombre en la Biblia nos dice que el hombre es una gran paradoja: surge de la nada, del polvo de la tierra, y está animado por el Espíritu de Dios.
El polvo y la ceniza son símbolo de la nada: es una sustancia que no tiene forma, es inmediatamente arrastrada por el viento, ya no sirve para nada. Sólo Dios puede crear de la nada. Sólo Él puede dar a algo tan insignificante una forma, un rostro y un significado: Su Espíritu. Así, por el poder del Espíritu de Dios, el hombre, vulnerable y transitorio, se convierte en imagen y expresión de la libertad y de la creatividad de Dios.
Cuando el hombre abusa del don de la libertad, cuando se cierra al soplo del Espíritu de Dios en la cáscara de su egoísmo –y a este cierre lo llamamos pecado–, vuelve a caer en la nada. En el Libro de los Salmos leemos: “Si les quitas el espíritu, vuelven al polvo”. Pero el salmista habla después de arrepentimiento, de conversión, como de re-creación: se les devuelve el espíritu y son creados.
En la preparación cuaresmal está en juego precisamente este alejamiento de la nada, del pecado de la cerrazón como muerte espiritual, y sobre todo la conversión y el perdón como resurrección, como despertar a una vida plena y libre, para entrar en el drama pascual de la victoria sobre la muerte, la culpa y el miedo. Es necesario resucitar nuestra fe, nuestro amor, nuestra esperanza.
No tomemos a la ligera este llamado cuaresmal de Dios convirtiéndolo en una renuncia al chocolate, a la televisión, al gasto excesivo... Los próximos años ya nos seguirán llevando naturalmente a renunciar a las cosas materiales y vivir un estilo de vida más austero y sobrio.
En tiempos del coronavirus, Dios cerró nuestras Iglesias para decirnos: si pensabas que tu cristianismo consistía en vivir una vida bastante decente e ir a la Iglesia los Domingos, entonces, en estos tiempos, eso ya no es suficiente. Buscad siempre al Señor hasta encontrarlo es también hoy leitmotiv de la Cuaresma. ¿O no lo será de todo momento de la vida cristiana?
Si hemos respondido a esta pedagogía divina sólo asistiendo a Misa por televisión los Domingos, entonces no hemos entendido nada. Dios quiere que busquemos con valentía, creatividad y generosidad formas más profundas y desafiantes de reflexionar y practicar nuestra fe, en lugar del consumo pasivo del culto.
El llamado del Papa Francisco a una reforma sinodal de la Iglesia tiene el mismo significado: transformar una institución rígida en una red de comunicación mutua, una manera de buscar juntos una respuesta a los signos de nuestros tiempos revolucionarios. No se trata de una huida al pasado ni de una modernización barata o de rebajas, sino de un desafiante viaje desde la superficialidad a la profundidad.
El Evangelio del primer Domingo de Cuaresma nos recuerda que Jesús afrontó el difícil camino del ayuno durante cuarenta días en el desierto. En el bautismo en el Jordán, Jesús sale de su anonimato y es identificado por Juan –y por la voz de Dios desde lo alto– como el Mesías esperado y el Hijo amado de Dios. Jesús emprende su mandato mesiánico.
Pero no pasa inmediatamente del lugar del bautismo a las calles del mundo. Él va a la soledad, al desierto, a un lugar donde es refinado como se refina el oro y la plata. Será probado en esos cuarenta días, como fue probado el pueblo elegido en los cuarenta años en el desierto en el camino de la esclavitud a la libertad.
El desierto no es un lugar de contemplación tranquila. El desierto era visto como un lugar de demonios. Los ermitaños no fueron al desierto para disfrutar de la paz, sino para luchar contra el espíritu maligno en su terreno de juego.
Quien entra en la soledad y el silencio, y allí ayuna, no debe esperar nada agradable. Es en el silencio y la soledad donde puede resonar aquello que está oculto, esa sombra de nuestra naturaleza, aquello que muchas veces ahogamos con ruido y reprimimos con diversión.
Cuando nos sentimos tristes y solos, a menudo recurrimos a la comida y la bebida, a la distracción y diversión, para ahuyentar estos sentimientos. Cuando experimentamos hambre, podemos volvernos irritables y resentidos. Muchas tentaciones pueden surgir en el alma de una persona cuyas necesidades se ven frustradas. También Jesús, cuando tuvo hambre, fue puesto a prueba, fue tentado.
Las tres tentaciones se dirigen contra su misión, que aceptó en el bautismo y que perfeccionó en la soledad del desierto. Las tres tentaciones pretenden corromper su papel mesiánico.
De todas las ideas del Mesías de la época –triunfador sobre los ocupantes romanos y restaurador del poder y de la gloria del imperio davídico–, Jesús abraza la representada por el profeta Isaías: el Mesías será un hombre de dolores, que llevará la culpa de todo el pueblo, muerto como el cordero pascual, pero es a través de sus heridas, de sus cicatrices, que muchos serán curados.
En el desierto, el diablo, con su hábil uso de pasajes bíblicos, le ofrece un papel de Mesías completamente diferente: un Mesías sin cruz, un Mesías de éxito, de milagros espectaculares, un Mesías de poder y de gloria, que cosecha admiración y popularidad.
¡Convierte las piedras en pan, aliméntate a ti mismo y a todos los hambrientos, resuelve los problemas sociales, establece un reino de prosperidad! Lánzate desde el tejado del Templo y no te pasará nada, al contrario: ¡todos te aplaudirán! Date el capricho del poder real sobre el mundo entero por un pequeño precio. ¡Por esa única reverencia ante el Señor de las Tinieblas, vale la pena! ¡Ninguna cruz, sino un trono dorado!
Pero Jesús sabe que Cristo sin la cruz sería el Anticristo.
Una Iglesia sin la cruz sería una de las instituciones más poderosas de este mundo. Un presbítero sin la cruz sería un funcionario, un agitador, un ideólogo. Un cristiano sin la cruz sería miembro de una de muchas organizaciones y partidario de una de las muchas cosmovisiones.
Cuando Jesús comienza a hablar ante Pedro de la cruz que le espera (después de alabarlo por su confesión mesiánica y declararlo la roca sobre la que edificará su Iglesia), Pedro le habla familiarmente: ¡es mejor para ti que evites todo sufrimiento! Y entonces Pedro oye las palabras más duras que salen de la boca de Jesús: ¡Apártate de mí, Satanás! Jesús reconoce en las palabras acariciadoras de Pedro un eco de la tentación de Satanás en el desierto.
Y la tercera vez la misma tentación llega a la hora de la muerte: baja de la cruz y todos creeremos en ti inmediatamente.
La película de Scorsese “La última tentación de Cristo”, basada en la novela de Kazantzakis, representa la última tentación en la cruz: renunciar al Vía Crucis para vivir una “vida normal” como todo el mundo. La novela y la película –escandalosas para muchos cristianos– terminan con bastante veracidad: Jesús resiste la tentación y regresa a la cruz.
Jesús no transforma mágicamente las piedras en pan: sino
que da su cuerpo y su sangre, todo su ser, y así se convierte en el pan de
vida.
Jesús no se precipita hacia el fondo de este mundo, no se
arroja a la red de seguridad de los ángeles, sino que bebe hasta las heces el
cáliz del sufrimiento, no huye del peso del destino humano.
A Jesús se le da todo poder en la tierra y en el cielo, pero no es una recompensa por inclinarse ante el diablo, sino el fruto de la fidelidad a la voluntad del Padre celestial.
Decir no al diablo… Nuestro mundo está nuevamente amenazado por la oscuridad que creíamos que nunca regresaría del infierno del pasado. Una vez más, como ayer, y previsiblemente también mañana, el reverso negativo… el lado oscuro… el poder de las tinieblas… hace brotar de nuevo el engaño, la mentira, la seducción,…, tentando al mismo tiempo al mundo al egoísmo y a la indiferencia, a la necia creencia de que el Anticristo no tiene poder.
No, no pretendo llevar mi reflexión a las imágenes agoreras de un apocalipsis catastrofista que nos intimide. Pero tampoco seamos ingenuos dejándonos llevar por una falsa calma. Hay una singular batalla de muerte y de vida, pecado y gracia, tinieblas y luz, mentira y verdad… que se juega en corazón de cada uno de nosotros (y en el mundo y en la historia). “Yo he puesto delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal, la bendición y la maldición… elige... escoge...”.
Seguramente no por casualidad las palabras de Jesús a los discípulos, en su singular combate en el Huerto de los Olivos, con el rostro bañado de lágrimas y de un sudor como de sangre, fueron precisamente éstas: Velad y orad para que no entréis en tentación porque el espíritu está dispuesto pero la carne es débil.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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